Señalar la presencia inconfundible de Jesús

Juan Bautista | El Greco

«La humildad es la verdad», decía Santa Teresa.
Juan Bautista nos da una lección de humildad personal que es muy necesaria para saber situarnos ante todos los seudomesias que surgen en todas las épocas de la historia de la humanidad. Para ser testigos de la luz es necesario tomar conciencia que somos lámparas alimentadas por el aceite de la bondad y de la misericordia de Dios y del fuego del Espíritu. Los que son testimonios de la luz no son personas de muchas palabras, pero son voces que en el silencio contagian la presencia del Santo. No enseñan doctrinas religiosas, pero interrogan con su vida y despiertan el corazón a la fe. No son jueces que culpabilizan, no condenan arbitrariamente, invitan a abrir caminos de paz y justicia. Contagian confianza en Dios y aseguran que de cualquier pedregal pueden surgir hijos de Abrahán. Su vida no es poner piedras en el camino, dura leyes, formas de vida que limitan la libertad de las personas, simplemente, como Juan Bautista, llaman a un encuentro consigo mismo a través de una orientación que los lleve a descubrir que son portadores de una gracia de la que no tienen conciencia por una mala experiencia vivida en una religión que no ayuda a ser felices. Ellos, como el Bautista son «La voz que clama en el desierto, “Enderezar el camino del Señor” como escribiera el profeta Isaías».

Ante las urgencias y retos, ante las grandes cuestiones que afectan a nuestro mundo, ante el abandono de grandes sectores de nuestra sociedad de una vida de fe religiosa, el testigo se siente débil y limitado, como si todo lo superase, pero como los pobres de Yavé su fe es inquebrantable. Sabe estar ante la presencia Santa, sabe de dónde le viene la fuerza interior, sabe quién le da palabras de gracia, de ánimo y de denuncia, sabe estar inquebrantablemente de pie ante el huracán que lo quiere derribar, sabe en quién tiene puesta su fe. El testigo que vive enraizado en la obediencia humilde a Dios es el que aprende de los amigos de Dios una verdad: que sólo hay un Mesías Salvador y, como Juan Bautista, no usurpa el lugar del Mesías, sabe quién es: «La voz que clama en el desierto», y para remarcar que no es lo que piensan de él, insiste por tres veces. «No lo soy». Pretende dejar claro que no se mira a sí mismo, ni pretende centrar la atención sobre sí mismo, es sólo uno que hace señales, un dedo extendido para señalar a otro.

Juan Bautista sigue presente en nuestra historia en la presencia de los humildes testigos de luz que se mueven sin hacer ruido ni alboroto en los desiertos de nuestras ciudades y pueblos. Saben que no son la luz, pero que viven gracias a la Luz. Saben que no son importantes, simplemente viven el Evangelio en su día a día sin ningún tipo de pretensión, pero sus vidas nos remiten hacia Aquel que vive en medio de nosotros. Como Juan Bautista ellos amonestan, interpelan con su vida a la Iglesia y a todos los evangelizadores a no llamar la atención sobre sí mismos, a no retener junto a sí a aquellos que sólo a Cristo tienen que ser conducidos para no hacerlos merecedores del infierno de una vida llena de miedos, a un Cristo implacable y que no tiene nada que ver con el que es Señor de la vida, Señor de eterna bondad y Pastor bueno que mira siempre con cariño por sus hermanos. El narcisismo religioso es desbastador cuando se encarna en personajes o grupos religiosos, porque no acercan sino que alejan de la fe. Entonces, ¿de qué sirven nuestras catequesis y predicaciones si no conducen a conocer, a amar y seguir con más fe y gozo a Jesucristo?

«En medio de vosotros está uno a quien no conocéis». Lo peor que nos puede pasar a los cristianos es hacer de Jesús un desconocido para las gentes. Tenemos que tener conciencia de que cuando predicamos o hablamos de Jesús, Él es el centro, el sujeto de nuestro anuncio. Los testigos de Jesús no hablan de sí mismos porque tienen conciencia de que sólo son la voz que anuncia, el reflejo de la verdadera luz. El mundo tiene necesidad de testigos, de creyentes que despierten el deseo de un conocimiento profundo de la persona de Jesús de Nazaret, que quieran saber dónde habita para quedarse a vivir con Él. Tenemos necesidad de servidores que lo rescaten del olvido para hacerlo más visible entre nosotros y devolverle su rostro humano, su sonrisa de hombre, porque todo cambia en nuestro interior cuando captamos por fin que Jesús, a quien muchos pretenden esconder en un cielo inaccesible, es el rostro humano de Dios y que sigue compartiendo nuestras vidas en todo momento, simplemente hay que dejarlo ser Él y no un muñeco fabricado a nuestro antojo. Todo se hace más sencillo y más claro cuando dejamos que la luz penetre en nosotros porque así sabemos cómo nos mira Dios cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos entiende y perdona cuando nos engañamos. En Jesús se nos revela la gracia y la bondad de Dios. Y para esto no es necesario ser una persona brillante ni un gran orador que enardezca a las gentes, muchas veces con un fuego que se apaga al poco tiempo. Los testigos fieles y veraces ni suplantan ni eclipsan a la persona del Maestro, son sólo su voz y a través de Él, sostenidos y animados por Él, con una vida sencilla y laboriosa, con una entrega incondicional a mejorar en lo posible la vida del prójimo, dejan entrever en sus vidas los gestos y las palabras, la presencia inconfundible de Jesús que vive en medio de nosotros.

Este es el gran reto que tenemos los creyentes: ante la gran descristianización que se está viviendo en nuestra sociedad tenemos una misión: dar a conocer al que vive en medio de nosotros desde una vivencia humilde y un a convicción profunda de que solamente renunciando a ser protagonistas es como dejaremos de ser obstáculo para que las gentes pueda acceder al que verdaderamente es la Luz.

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