A lo largo de toda la Escritura la fuerza de Dios se manifiesta en lo pequeño, en lo marginal, en lo pobre, en lo que apenas cuenta, en una ramita tierna o en un pequeño tocón. «El Señor humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes, seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos» (Ez 17,24). «El arco de los fuertes se rompe y los débiles se ciñen de valor. Los hartos se contratan en busca de pan y los hambrientos ya no se fatigan. La mujer estéril da a luz siete hijos y la madre de muchos ya no concibe» (1 Sm 2,4-5). «Mi alma glorifica la Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. (…) Derribó de sus tronos a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió de manos vacías» (Lc 1,47-48.52-53).
Solo en el corazón del pobre hay lugar para Dios. Solo en el corazón del pobre, contemplando su debilidad radical, el poder de la gracia puede finalmente desplegarse. «La semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo» (Mc 4,27). Solo en el corazón del pobre florece la gratitud ante la desmesura del don. El minúsculo grano de mostaza es ahora una fiesta de gratitud abierta a todas las creaturas, donde hasta los pájaros encuentran lugar para cobijarse. ¡Un corazón agradecido es una fiesta para toda la Tierra!
Corremos el riesgo de vivir una vida en diferido, aplazada a causa de lo que todavía no somos, de lo que todavía no hacemos, de lo que todavía no tenemos. Una vida en diferido porque autocentrada. Y nos olvidamos de la inmensa fecundidad oculta en un campo labrado, campo virgen, donde el infinito de Dios puede ser narrado por una minúscula semilla.
En los relatos bíblicos, las grandes germinaciones vienen siempre asociadas a la experiencia de la esterilidad. Basta recordar, por ejemplo, a Sara, a Ana o a Isabel. Sin embargo, a nosotros nos asustan el vacío y la impotencia. Queremos siempre una respuesta instantánea, una solución cerrada y definitiva. Nos gusta el paso firme, las metas bien definidas. Y que todo esté a nuestro alcance y bajo nuestro control. Nos atraen los territorios cercados, las torres de marfil, donde soñamos con vivir a salvo. Los sueños de grandeza pueden adueñarse de nuestra vida y esclavizar nuestro corazón, imaginando que todo está en nuestras manos, que somos señores de la vida. Y la propia espiritualidad puede verse atrapada por esta lógica del dominio de la vida, del cumplimiento y de la seguridad farisaicos, del triunfo y del éxito personales. Importa discernir los espíritus: en nuestro camino se atraviesan ángeles de las tinieblas disfrazados de ángeles de luz. La luz de Dios siempre transforma el corazón progresivamente en un templo de humildad, donde estamos llamados a celebrar continuamente la liturgia de la gracia.
El evangelio de hoy nos está diciendo a voz en grito: ¡confianza!, ¡confianza!, ¡confianza! «Caminemos a la luz de la fe y no de lo que vemos» (2 Cor 5,7). «El Reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). «Mi padre no cesa nunca de trabajar; por eso yo trabajo siempre en todo tiempo» (Jn 5,17). «En lo más profundo de todo aquél que crea en mí brotarán ríos de agua viva» (Jn 7,38). El árbol de vida que da doce cosechas, una cada mes, cuyas hojas sirven de medicina para las naciones (Ap 22,2) está creciendo misteriosamente en nuestro corazón.
Confío y doy lo poco que tengo. Lucho contra los vientos gélidos de palabras y actitudes hirientes. Vivo mi hoy menguado porque confío y sé verme. Y entonces me dejo acariciar por un cálido rayito de sol que Él me envía.
Una gozada. Necesitaba, justamente, cada una de estas palabras. Fui descubriéndolas, como quien abre un regalo perfecto: con asombro, alegría… y agradecimiento.
«Te alabo, Padre, porque te muestras a los humildes y sencillos».