«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa» (Mc 6,4).
Pienso que no nos tiene que extrañar la actitud del pueblo de Nazaret con respecto a ese paisano suyo que iba de “maestro”, pero que no era más que uno de ellos, un artesano. La persona de Jesús de Nazaret era abierta como lo eran y lo son los profetas a lo largo de la historia. Hable de lo que hable, el profeta lo hace desde su propia experiencia, y en un lenguaje tan claro y simple que descontrola y deja en evidencia a los que esperan una sabiduría esotérica sólo para sabios y entendidos al modo humano. La sabiduría del profeta es sabiduría de Dios, «Porque la locura divina es más sabia que los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que los hombres» (1Cor 1,25), y está encarnada en los acontecimientos de la vida, y es desde la vida y desde el Dios de la vida que Jesús se acerca a las gentes.
Siendo un maestro del silencio, experimentado en la soledad del desierto, en largas horas de oración nocturnas, en el conocimiento del corazón humano, el lenguaje de Jesús desconcierta por su profunda sencillez, que toca y pone al descubierto los secretos del corazón, y porque está revestido de una autoridad que está por encima de las enseñanzas de las escuelas rabínicas. La palabra de Jesús tiene una fuerza interior que la hace penetrar hasta lo más profundo del ser: «No hay criatura invisible para ella: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta» (Hb 4, 14). Todos son tocados por ella; otra cosa es la acogida y respuesta a esa Palabra. En el Evangelio de hoy es negativa. Toda una comunidad, incluida su familia, se cierra a ella, hasta el punto que Jesús se escandaliza de su falta de fe. Ya Jesús lo advertía: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá! (Mt 6, 22).
Siempre corremos el riesgo de que nuestros corazones se cierren a las palabras de vida por lo que suponen un cambio de mentalidad, de dejar el orden antiguo que nos da seguridad, pero que mata nuestra capacidad de creatividad. Somos llamados a crear órdenes nuevos afianzados en los cimientos de la Palabra del Maestro del mismo modo que Él, desde la fe de Israel y desde la experiencia de Dios y su visión del ser humano y religioso estancado en un mundo de ritos y prohibiciones, apuesta por la liberación de un mundo caduco, y su crecimiento como personas libres y mayores de edad que piensan por sí mismas.
Jesús nos llama a convertirnos desde su Palabra, en palabras para los demás, palabras de vida y esperanza, palabras sanadoras, semillas aladas que van buscando la tierra buena en la que fructificar. Porque, siempre que una persona se abre a la fe en Jesucristo y a su Evangelio, desde las profundidades del silencio se realiza el milagro de una nueva criatura, nacemos a nosotros mismos, para los demás y para Dios. Y, cuando una persona se realiza y dice algo, su palabra se convierte en semilla que fructificará en el corazón del que la acoja.
Se decía de Sosan, un antiguo monje zen, que no era un hombre de conocimientos, que era un sabio. Que había penetrado en el misterio, y todo lo que trae consigo tiene un enorme significado. Que podía transformar a una persona completamente, totalmente, porque todo lo que decía era oro puro. La clave está en «ESCUCHAR» (Osho, El libro de la NADA, 1). Ya lo decía Jesús de Nazaret: «Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca» (Mt 7, 24).
Hoy nos encontramos con una comunidad que se niega a escuchar las palabras de vida y, no sólo eso, se escandaliza de la sabiduría y de los milagros de Jesús, que es bien conocido por ellos. Un gesto, por otra parte muy común a todos los grupos religiosos cuando una voz se alza para despertar las conciencias del dulce sopor en el que viven. Porque el mayor pecado de las iglesias cristianas y de las religiones en general es cultivar el miedo. El miedo agiganta los problemas y despierta la nostalgia del poder del pasado. Genera el control y ahoga la alegría. Endurece la disciplina y hace desaparecer la fraternidad. Donde comienza el miedo, se acaba la fe. (J.A. Pagola). Por eso no es de extrañar que Jesús de Nazaret comience su vida pública llamando a las gentes a un cambio de mentalidad. Y no será la Ley del Sinaí, será el proyecto del Reino, y por eso hace su invitación: «Convertíos y creed la Buena Nueva» (Mc 1,15).
Jesús no es un pensador que explica una doctrina, sino un sabio que comunica experiencia de Dios y enseña a vivir bajo el signo del amor. Por eso no se le puede entender desde fuera, hay que entrar en contacto con Él. Sus paisanos lo rechazan porque sabían quién eran sus padres y sus hermanos, no van más allá de la mera exterioridad, se resisten a abrirse al misterio que encierra su persona. Por lo demás, todo conocemos bien la historia, sus altos y bajos. Hay muchas maneras de despreciar a Jesús y a sus enviados y cada época de la historia repite los mismos modelos de rechazo. Pero también está el pueblo pobre y humilde que tiembla ante la palabra de Dios y se deja guiar por ella. Para ellos, Jesús es el Maestro de la vida y su Palabra una fuerza que cambia lo débil en fuerte, la perezosa rutina en un río de vida y de alegría. Es el lenguaje del amor que hace nuevas todas las cosas y que constantemente está sembrando esperanza.
Si cada persona asume el mensaje de Jesús y lo interioriza, cumple sus enseñanzas y las aplica en sus obras, entonces no haría falta reglamentarlo todo ni legislar hasta lo más nimio de nuestras vidas… Entiendo que seríamos más libres, ¿no?. La verdad está delante de nuestras narices, por lo menos es lo que me parece.
El miedo ahoga la alegría y el resultado es un triste cristiano. Así es difícil seducir a los que. Desconocen la Buena Nueva que Jesús nos ofrece.