El monje y el peregrino

Deserto-Soidade | Enrique Mirones, monje de Sobrado

Viajar es ciertamente una de las más antiguas actividades humanas. Donde existe el ser humano existe la memoria y la pasión del viaje. Hay una estrecha relación entre nuestra geografía interior y los caminos que recorremos, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Cuando subimos a la cima de un monte y, desde ahí, contemplamos la inmensidad del horizonte, o cuando nos adentramos en las entrañas de una gruta desconocida para explorar sus misterios, hay algo de íntimo que se está moviendo, que se está revelando y expresando. Cuerpo y alma, somos un todo inseparable y, a la vez, somos multilingües: nos expresamos en múltiples lenguajes, por eso somos tan difíciles de descodificar y de traducir.  

La solemnidad de Santiago es especialmente querida por los monjes de Sobrado, por dos motivos: por una parte, celebramos en este día el aniversario de la fundación de nuestra comunidad, aventura iniciada en 1966; por otra parte, la acogida a los peregrinos que hacen el camino de Santiago forma parte de la identidad del Monasterio de Sobrado desde hace siglos. Monjes y peregrinos estamos unidos por un vínculo ancestral, dando cuerpo en nuestras vidas, cada uno a su modo, a una inquietud que late en cada corazón humano, y que hace de cada ser humano un homo viator. Todos somos habitados por una urgencia de itinerancia, por una búsqueda de sentido, por un deseo de infinito.

¿Qué es lo que mueve a alguien a recorrer kilómetros con una mochila a cuestas, bajo lluvia o sol, con el cuerpo cansado y dolido, en condiciones precarias, como si asumiera que, al menos durante unos días o unas semanas, es un pobre mendigo? Asimismo, es difícil descifrar -y para tanta gente incomprensible- qué es lo que hace que una persona entre en un monasterio donde le espera una vida de soledad, de silencio, de trabajo, de pobreza y de oración. Tanto el peregrino como el monje parten movidos por una esperanza, por un deseo o por una utopía, que son el reverso de una profunda insatisfacción, a la cual tantas veces ni siquiera saben nombrar.

Para el peregrino, es el camino, día tras día, con sus dolores y sus alegrías, que le va poniendo en contacto con su realidad. Si da espacio al silencio y a la soledad, descubrirá en él una peregrinación interior más decisiva que llegar a la Catedral de Santiago. Al final, la llegada a la tumba del Apóstol es siempre metáfora de una otra realidad; mismo para los que no son capaces de verbalizarlo, su peregrinación no termina en Santiago.

El monje busca un corazón unificado, en armonía con todo, en definitiva, busca la paz, pero para recibir el don de la paz tiene que atravesar el campo de batalla que lleva dentro. La vida monástica no soluciona nuestra sed, sino todo lo contrario: la pone a desnudo, la intensifica y, en algunas circunstancias, la hace más dramática. La vida monástica nos propone la sed como un camino de humildad, que nos conduce a la dependencia radical de Dios:

Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua. (Sal 62,2).

Dejemos agudizar nuestra sed, no intentemos paliarla o solucionarla artificialmente:

– Buenos días – dijo el principito.
– Buenos días – dijo el vendedor.
Era un vendedor de píldoras perfeccionadas que calman la sed. Se toma una por semana y no se siente más la necesidad de beber.
– ¿Por qué vendes eso? – dijo el principito.
– Es una gran economía de tiempo – dijo el vendedor. – Los expertos han hecho cálculos. Se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
– ¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
– Se hace lo que se quiere…
«Yo – dijo el principito – si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría lentamente hacia una fuente…» (Antoine de Saint-Exupéry)

Hay vendedores de estas píldoras por todas partes; ¡traicionarnos es demasiado fácil!

La verdad es que todos partimos movidos por nuestra sed. Es la sed que nos conduce. Esta sed es un grito profundo del alma: «Desde lo hondo a ti grito, Señor» (Sal 129,1). La sabiduría del viaje es partir desde donde estamos. Solo hay camino cuando se parte del lugar donde se está y se reconoce que cada llegada todavía no es la meta. Partimos, no del lugar imaginado, no del lugar idealizado, sino del lugar donde realmente nos encontramos. Entendemos, por eso, la fuerza originaria y permanente de la pregunta de los orígenes: «¿Dónde estás?». Es una pregunta directa que solo puede ser contestada en primera persona y sin fingimiento. Y si no la contestara ya estaría dando una respuesta. Si estoy desnudo, estoy desnudo. Si estoy herido, estoy herido. Si estoy vacío, estoy vacío. Si estoy perdido, estoy perdido. Si estoy desesperado, estoy desesperado. El camino empieza donde estoy.

¿Dónde estás, mujer samaritana? Dame de beber. ¿Cómo es que tú, siendo judío, te atreves a pedirme agua a mí, que soy samaritana? ¡Si conocieras el don de Dios! Tienes razón, yo no tengo con qué sacar el agua; yo soy el agua que busca tu sed. Tu sed no se sacia en este pozo. De lo más profundo de ti brotarán ríos de agua viva. El secreto no está ni en este monte ni en Jerusalén, sino en tu corazón, donde adorarás al Padre en espíritu y verdad. (Cf. Jo 4,1-30) Tu sed es tu pozo. ¡Bebe de tu propia sed!

4 comentarios en “El monje y el peregrino

  1. Carlos Martín dijo:

    «Todos somos habitados por una urgencia de itinerancia, por una búsqueda de sentido, por un deseo de infinito.»…. Y si no nos distrajera el ruido del mundo,el ruido de nuestro pensamiento… Acaso pudiéramos descansar en la Providencial. Gracias

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