
Pintura de Safet Zec
Dice Jesús: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). Estas palabras escandalizan a los judíos que, perplejos, preguntaban cómo podía ser eso posible: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Y prosigue Jesús: «Os aseguro que si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. […] El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así el que me come vivirá por mí» (vv. 53.56-57).
Conocemos perfectamente la resonancia eucarística de estas palabras. ¿Puede haber una expresión más auténtica de la compasión, que entender la propia vida como alimento para el otro? Y el alimento que Jesús ofrece no es un «objeto» que sacia puntualmente el hambre. Jesús se ofrece como morada, se hace casa en la que podemos habitar. Su pan es una vida que se ofrece como acogida para toda nuestra vida, para nuestra historia, sea como fuere. Vivirás por mí. Moraré en ti y tú en mí. ¿Nos hemos dado ya cuenta de la dimensión de don que es Jesús para cada uno de nosotros?
«El que coma de este pan vivirá eternamente». ¿Qué es la eternidad sino ser uno con él y, en él, con el Padre? Él viene del Padre y nos conduce hasta el Padre. Jesús no se coloca en el centro, sino que dice que ha bajado del cielo y que vive gracias al Padre y por el Padre. Hay en él una itinerancia que une el cielo con la tierra. Morar en él es vivir en este viaje. En él, también nosotros somos pan para la vida del mundo. Tienen que venirse abajo las murallas de la autosuficiencia para que podamos descubrir que somos don y gracia, que somos pan bajado del cielo. Solo el corazón puede reconocer, agradecido, el don que somos y este es el alimento que nos sacia de verdad, que rompe con la voraz espiral de las necesidades y que convierte nuestra vida en alimento para la vida del mundo. Es importante que nos adentremos hasta donde somos permanentemente recibidos como don, hasta nuestro corazón. Dice san Isaac, el Sirio:
Esfuérzate por entrar en el tesoro de tu corazón, y verás el tesoro del cielo. Ya que el uno y el otro son una misma cosa. Considera que los dos tienen la misma entrada.
Solo desde el corazón -nuestro cielo- podemos hacer nuestra la afirmación de Jesús: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo… y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). Lo que seduce de Jesús es esta economía del don que preside su vida y que la Eucaristía hace presente. Él se sabe permanentemente recibido y, por eso, es libre para entregarse totalmente. Hay muchas vidas que son sacramento del pan compartido: pan para otros y pan con otros, empezando por el que tenemos al lado y con el que se comparte la vida cotidiana.
Aquel que se reconoce como don, se hace don, y este es el pan de nuestra alegría. La lógica del don que define la vida de Jesús es también donde se consuma nuestro deseo, donde alcanza su plenitud. Hay un estilo de vida en común que nos enseña el pan compartido. Es un estilo frágil, delicado, un arte en el que todos somos principiantes, que solo es posible desde la conciencia de que cada ser humano, sin ningún tipo de excepción, es un regalo para la vida del mundo. Esto solo puede verlo el corazón y hay que actualizarlo cada día.
En la Eucaristía nos hacemos uno con Jesús y Él con nosotros… está bien explicado en el artículo y vivido en la vida de quien lo escribe.
El es don, y nosotros viviendo en Él somos don para los demás, y estos también son don para mí y para todos. El Padre nos los da en su Hijo.
Gracias por esa luz y vida que hay que renovar todos los días.
Gracias.