Pan que sacia y compromete la vida

Icono pintado por Xaime Lamas, monje de Sobrado

Continuamos en esta domingo diecinueve reflexionando en el capítulo sexto de San Juan sobre el discurso del “Pan de vida” que pronunció Jesús en la sinagoga de Cafarnaún.

En el ritmo ascendente que va teniendo el discurso, vemos como Jesús va llevando a la gente que lo escucha, de la búsqueda de un alimento material que resuelva el problema de tener que trabajar para poder comer, a un alimento que compromete la vida de la gente con su persona, con su vida, con su pasión por el Reino, con su sentido de la justicia y de la igualdad entre las personas, con la presencia de un Dios que  no habita en templos construidos por manos de hombre, sino que se manifiesta en su vida y en sus obras. Y no es el Dios del Sinaí, el de la Ley, sino el de la gracia y la verdad que se manifiesta en su Hijo Jesucristo. Ya no es el Dios del maná que comieron los Padres y murieron, sino el que se manifiesta como pan que da vida al mundo. Jesús es el pan «bajado del cielo». No puede ser confundido con cualquier fuente de vida.

Ahora se trata de algo más profundo de un cambio radical en la vida del buscador de Dios y de los bienes de Dios. Ya no son bienes perecederos: comida, vestido, bienes materiales que nos dan “tranquilidad” pero que tienen el poder de esclavizarnos, incluso de llegar a matar por ellos. Jesús nos quiere libres. «No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?» (Mt 6, 31). Quiere que nuestros deseos trasciendan lo meramente material: «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrar, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre» (Jn 6, 26-27).

Jesús es el «pan bajado del cielo». No debe ser confundido con cualquier fuente de vida. Necesitamos los alimentos para tener fuerza y salud, pero lo que nos ofrece Jesús es otra vida y otra fuerza, un alimento vital que viene del misterio mismo de Dios, el creador de la vida. Jesús es el pan de la vida y está pidiendo que se trascienda de la búsqueda de lo material hasta el hombre interior que no se puede saciar con ningún aliento material, sino con la voluntad del Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn  4, 34), dice Jesús. Por eso no es posible encontrarnos con Él de cualquier manera. Tenemos que ir a lo profundo de nosotros mismos, abrirnos a Dios y escuchar lo que nos dice el Padre en nuestro interior, porque nadie puede sentir verdadera atracción por Jesús sino lo atrae el Padre que lo envió. Para eso se necesita un corazón abierto a la gracia que nos llevará a la libertad, y no cegado por las preocupaciones de los bienes materiales que esclavizan el corazón y ciegan el entendimiento.

Jesús está provocando la fe de los hombres a lo largo de la historia en su vida y en su obra. El que cree en Jesucristo y sabe entrar en contacto con Él conoce una vida diferente, de calidad nueva, una vida que, de alguna manera, pertenece ya al mundo de Dios porque «el que come de este pan vivirá para siempre». Este acercamiento de comunión y de fe en Jesús no significa no tener que trabajar por el pan de cada día, este hay que sudarlo y llorarlo muchas veces con lágrimas de sangre. Ni Jesús ni Dios tienen poder para solucionarnos la vida, sí tienen poder, si creemos en Él, de vivirla de un modo completamente distinto, porque comer su carne y beber su sangre, son nutrientes que nos dan fuerza para enfrentarnos a los elementos hostiles a la dignidad de la persona humana tan pisoteada a lo largo de la historia. La Eucaristía no es una devoción, es un compromiso de la comunidad que celebra con la vida y la obra de Jesús de Nazaret, es un compromiso de crear espacios en los que el sentido de la justicia sea soberano sobre todas las ambiciones y egoísmos.

Ante las palabras de Jesús nos puede ocurrir lo mismo que a las personas que lo escuchaban y se escandalizaban de ellas. En el fondo, es el miedo a comprometer la vida, abrirse a algo nuevo, a algo que no sabemos hasta dónde nos pueden llevar sus exigencias. Y si Jesús no nos alimenta con su creatividad, seguiremos atrapados en el pasado, con un velo en nuestro corazón, viviendo nuestra religión de formas, concepciones y sensibilidades de otros tiempos que no son los nuestros. No se puede echar vino nuevo en odres viejos. Se nos pide que creamos en Dios y en su enviado Jesucristo, el único que puede desde nuestra fe en su persona hacer nuevas todas las cosas.

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