El ser rico o el ser pobre no nos asegura nada con respecto a la salvación que es un don gratuito de Dios a la humanidad en Cristo Jesús. Entonces, ¿de qué nos habla el Evangelio de hoy?
Dice Thomas Merton en uno de sus diarios que, «el monje no es o no puede ser materialmente pobre». Y no tenemos más que ver nuestros monasterios, de pobres nada. Estas palabras de Merton nos llevan al centro del mensaje que encierra el texto evangélico, y el breve texto de la Carta a los Hebreos nos pone en la pista de arranque, a mi modo de ver, para comprender el mensaje que se nos da hoy: «Viva es la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón. No hay criatura invisible para ella: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuentas» (Hb 4, 12-13).
Es en el corazón del hombre donde tiene que nacer la necesidad de reorientar la vida. Para ser discípulo se necesita algo más que la renuncia a los bienes materiales. Es el corazón pobre y humilde el que ansía vivir en sintonía con la Palabra de Dios, porque cuando la riqueza y la pobreza evangélica ponen su morada en el corazón del creyente, ni la riqueza ni la pobreza material son un estorbo en el seguimiento del Maestro, porque hay una libertad y un desprendimiento interior de todo lo que es perecedero y caduco, que es lo que nos capacita para ser discípulos del Reino y anunciadores de su PAZ y su JUSTICIA.
Jesús comprende muy bien las insatisfacciones humanas y sus debilidades y nos acoge cuando nos presentamos a Él pidiéndole luz para guiar nuestra vida. Nos mira con cariño y su palabra va a ser la espada que examinará nuestra disponibilidad y nuestra libertad interior. Es la que va a saber dónde radican nuestras esclavitudes, porque los buenos deseos no bastan. No basta con ser un fiel cumplidor de la Ley desde niño, no basta llevar una vida aparentemente honrada y religiosa pero fría y rígida. La espada de la Palabra rompe la superficialidad de una religiosidad devota y virtuosa pero sin vida, esclavizada por los miedos y con una terrible soberbia y dureza de corazón: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres» (Lc 18, 10), decía el observante fariseo de la parábola. Su riqueza no era material, vivía esclavizado en un mundo religioso opresor y carente de libertad interior, atado a la mera observancia exterior de la Ley, de las normas y de los minuciosos preceptos. Y la espada de la palabra de Dios se hunde en nosotros para abrirnos caminos de libertad: Una cosa te falta: libertad, esa libertad que te hace salir de ti mismo, que te hace disponible, que te hace prójimo, que te abre los ojos del corazón para que veas el rostro del hermano con los mismos ojos de Dios.
El mensaje de Jesús es nítido, claro, va directamente al corazón para que sintamos su fuerza liberadora. «No basta pensar en la propia salvación; hay que pensar en las necesidades de los pobres; No basta preocuparse por la vida futura; hay que preocuparse de los que sufren en esta vida. No basta con no hacer daño a otros; hay que colaborar con el proyecto de un mundo más justo» (J. A. Pagola).
La espada de la Palabra penetra sin piedad dentro de nosotros, nada se le oculta, por mucho que intentemos ponernos máscaras viviendo bajo la apariencia de una vida virtuosa, ella se encarga de desenmascarar que, bajo la apariencia de esa vida, se esconde un egoísmo que nos hace ver a los demás en función de nuestros intereses y, desgraciadamente, de eso sabemos bastante. Por eso es tan necesario dejarnos confrontar por la Palabra de Dios, porque, aunque vivamos una vida de fiel observancia religiosa al encontrarnos con el Evangelio descubriremos que, si nuestro corazón no está libre de ataduras, no hay verdadera alegría en nosotros, y por mucho que no se nos caiga de la boca el santo nombre de Dios, estamos lejos de comprender que los consejos evangélicos son un camino de donación, de salir de nosotros mismos en una apertura de corazón hacia los lugares privilegiados en donde el rostro de Dios brilla entre los más pobres, los más humildes y perdidos. Porque todo el que vive para sí mismo no puede ver el santo Rostro de Dios en sus hermanos y acabará como el joven rico, se irá solo y triste porque no hay lugar en su corazón para la verdadera riqueza y la verdadera alegría.
Hay un matiz final en el evangelio de hoy que tenemos que tener en cuenta y que muchas veces pasamos por alto, tal vez porque sea bastante incómodo. Cuando Pedro le dice a Jesús: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús le dice todo lo que se recibirá a cambio por ello. Y nos deja una perla preciosa: lo recibiremos todo –con persecuciones-. Tal vez sea por eso que esa palabra nos resulta estridente y pasamos por ella como de puntillas pero es muy importante no olvidarla. Es decir, la fidelidad al Evangelio, la fidelidad al proyecto de Reino, la fidelidad en el seguimiento de Jesús de Nazaret, no está centrada en ninguna religión ni en ningún tipo de vida religiosa, es algo mucho más exigente. A nadie lo persiguen por ser un cumplidor de leyes y normas religiosas. A los discípulos de Jesús se les persigue cuando son fieles a los proyectos del Reino y su vida es una denuncia de todas las injusticias y esclavitudes que hay en nuestro entorno más próximo y a lo largo y ancho del mundo. Porque nos lo dejó dicho el Señor: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). Porque en eso radica la bienaventuranza del discípulo con respecto a su Señor: la libertad de no tener ataduras para anunciar el Evangelio del Reino y denunciar el egoísmo y la injusticia y, bienaventurados seréis -nos dice el Señor- cuando os injurien y os persigan y digan con mentiras toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos (Mt 5, 11-12).
Y tenemos que orar por el Papa Francisco que está sufriendo por ser fiel al Evangelio por aquellos que tienen el corazón vacío de la caridad de Cristo. Es el precio de la fidelidad
El último párrafo sintetiza muy bien la fidelidad al evangelio….. El párrafo de Pagola nos recuerda el cómo debe ser esta fidelidad. Gracias por arrojarnos tanta luz en esta homilía.
Homliía de plena actualidad en un mundo lleno de desigualdades, que nos anima a todos a romper cadenas internas para implicarnos «en el proyecto de un mundo más justo», desde cualquier ámbito del mismo donde nos encontremos.
Preciosa homilía.
Me gusta tu aportación Juan Carlos» romper nuestras cadenas internas para implicarnos»
Libertad de no tener ataduras, de quitarnos las máscaras, rendición absoluta…ello es una posibilidad a la cual doy la bienvenida de corazón.