En el jardín primordial encontramos un bello mito sobre la armonía entre toda la creación y de ésta con su Creador. Hombre y mujer estaban desnudos ante sí, ante Dios y ante todas las creaturas, y no sentían vergüenza. Todo fluye en una unidad sin fisuras, sostenida por la escucha de la voz de Dios. Pero es también en ese jardín mítico que se dibuja la primera separación: el Hombre interrumpe la escucha, se encierra en su autosuficiencia, siente miedo y se esconde. Cuanto más nos encerramos, más miedo sentimos, y tenemos necesidad de cubrirnos y de protegernos. La desnudez se convierte en amenaza. Nacemos frágiles, absolutamente dependientes, expuestos al amor y a la agresión; crecemos ambivalentes, entre la entrega y la protección. Vivimos atravesados por una fractura: deseamos el amor y, a la vez, nos protegemos del amor. Amar es ser vulnerable (C.S. Lewis). Tememos la desnudez de la vulnerabilidad.
«¿Dónde estás?» (Gn 3,9) – es la llamada que Dios sigue haciendo a cada ser humano, fracturado, escondido de sí mismo, desconectado de su corazón. Traemos dentro de nosotros el eco, más o menos amortiguado, de esta pregunta: «¿Dónde estás?» Escondidos, atemorizados, distraídos en tantos quehaceres, corazón y mente ocupados como se todo en la vida dependiese de nosotros, consumidores continuos de imágenes y de le palabrería, vamos sofocando esta pregunta dentro de nosotros – una forma de autoexilio. Hemos perdido el rumbo hacia nuestra propia casa.
«Dónde estás?» – llama, una y otra vez, sin cansarse. Podemos leer la historia bíblica bajo la clave de esta llamada. Como dice San Bernardo: «Podemos buscarte y encontrarte, mas no adelantarnos a ti». La iniciativa del encuentro es siempre de Dios. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios viene al encuentro de la humanidad herida. Su vida puede ser leída como la encarnación de esta llamada: «¿Dónde estás?»
¿Dónde estás, Zaqueo? ¿Cuál es tu tormento, tú, hombre de baja estatura, que subes como un niño a una higuera para verme pasar? ¿Qué buscas? Baja en seguida, me alojaré en tu casa. Tu casa es mi casa. Vuelve a casa, ahí me encontrarás. (Cf. Lc 19,1-10)
¿Dónde estás, mujer samaritana? Dame de beber. ¿Cómo es que tú, siendo judío, te atreves a pedirme agua a mí, que soy samaritana? ¡Si conocieras el don de Dios! Tienes razón, yo no tengo con qué sacar el agua; yo soy el agua que busca tu sed. Tu sed no se sacia en este pozo. De lo más profundo de ti brotarán ríos de agua viva. Deja el pozo, busca la fuente. El secreto no está ni en este monte ni en Jerusalén, sino en tu casa, donde adorarás al Padre en espíritu y verdad. (Cf. Jo 4,1-30)
La memoria bíblica de María comienza en una casa, donde le habla un ángel. María está en su casa, lugar por excelencia de la intimidad y de la hospitalidad. Más que estar en casa, ella misma es la casa, lugar donde «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). «Porque el Señor ha elegido a Sión [a la hija de Sión], ha deseado vivir en ella: “Ésta es mi mansión por siempre, aquí viviré, porque la deseo”» (Sal 131,13-14). María entra en la historia mientras está escuchando a un ángel y así traza el primero paso para quien quiere entrar en una relación armoniosa con la Vida: el arte de la escucha.
María no se esconde, sino que se expone a la mirada de Dios; ella no teme, confía, ella no pretende nada, está vacía, abierta al don, y por eso es la llena de gracia. María vive en su casa, en su corazón virgen, a la entera disposición del Espíritu. En ella se queda superada la fractura del corazón humano, porque en ella se encuentran armoniosamente la línea de lo lnvisible y la línea de lo visible. María es la mujer unificada, en ella «la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; (…) y nuestra tierra dará su fruto.» (Sal 84,11.13)
María habita el nuevo jardín, el de la inocencia del Espíritu. Ella es la nueva Eva, el germen de la nueva creación, de la nueva alianza, anticipo de un cielo nuevo y de una nueva tierra, estrella radiante de la mañana, umbral del adviento.
«El Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!”. Diga también el que escucha: “¡Ven!”. (…) Sí, estoy a punto de llegar. ¡Amén! ¡Ven, Señor, Jesús!» (Ap 22,17.20)
El Salvador del mundo no nace como fruto del amor de unos esposos que se quieren. Nace como fruto del amor de Dios a toda la humanidad. No es un regalo de María y José. Es un regalo que nos hace Dios.
Una homilia preciosa y llena de amor. Llega al corazón. Gracias por ella