
Instalación de Lucia Koch – 2011
La última parte del ‘discurso de la llanura’, que se nos acaba de proclamar, desconcierta por la variedad de personajes que aparecen: dos ciegos, un discípulo y su maestro, dos miembros de la comunidad, un hombre bueno y otro malo. Y también son muy diversas las imágenes: un hoyo, la mota y la viga en el ojo, el árbol sano y el árbol podrido; higos y zarzas, uvas y espinos. El evangelista parece haber unido aquí una serie de dichos que giran en torno a la visión correcta, la sinceridad y la bondad. Se trata de frases de Jesús pronunciadas en diversos momentos y circunstancias. Sin embargo, pueden relacionarse con el tema que preocupa a Lucas y que se leyó el domingo pasado: no juzguéis, no condenéis.
Si te consideras con buena vista para juzgar y condenar a los demás, te equivocas. Estás ciego. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo. Un guía ciego es aquel que se sitúa por encima del otro, exigiendo de él cualquier forma de sumisión. Eso ocurre porque el presunto guía carece de comprensión, habla de oídas y no busca sino alimentar y fortalecer su propio ego. El guía auténtico, por el contrario, se considera a sí mismo como acompañante, habla desde su propia experiencia y remite a cada persona a sí misma, en la certeza de que el único guía es siempre el guía interior que se expresa en cada ser humano. Así, mientras el guía ciego terminará en el hoyo, el acompañante auténtico brinda luz y espaciosidad para que cada cual vaya encontrando su propio camino.
Suele ocurrir también que el guía ciego es incapaz de ver y reconocer sus propias zonas oscuras; en eso consiste precisamente su ceguera. Esclavo de la imagen para la que vive, ha terminado ocultando a sus propios ojos todos aquellos aspectos de su vida y de su persona que pudieran cuestionarla. Una vez reprimida, la sombra se proyectará en los otros, para terminar, condenando o rechazando en ellos lo que en uno mismo no es visto ni aceptado.
Si te consideras muy listo, bien preparado y digno para juzgar y condenar a los demás, te equivocas y eres un hipócrita. Tus fallos son mucho mayores. La viga de tu ojo es mucho más grande que la mota en el ojo de tu hermano y te impide ver bien. La sabiduría de Jesús recuerda algo elemental: el otro es nuestro espejo. Por lo que cada mota que veo en su ojo me está hablando de una viga que hay en el mío.
Y aquí se inserta también la imagen del árbol y sus frutos. Lo que vivimos en nuestra existencia cotidiana, particularmente en el campo de las relaciones interpersonales, constituye el test que verifica o no nuestras palabras. El árbol se conoce por sus frutos, la persona por la calidad de sus relaciones. De lo que rebosa el corazón habla la boca. Del hombre bueno nunca saldrán críticas, juicios malévolos ni murmuraciones; solo saldrá perdón y generosidad. En cambio, quien critica, juzga, murmura, revela que tiene el corazón podrido. Pero esta advertencia no pretende generar actitudes de culpabilidad o auto-reproche. Por el contrario, es una llamada a la humildad y a la lucidez, en la certeza de que solo reconociendo la verdad de lo que vivimos es posible poner las bases del crecimiento.
Si piensas que cuando juzgas y criticas a los demás lo que haces es disfrutar o hacerles daño, te equivocas. Te haces daño a ti mismo, porque las palabras que salen de tu boca dejan al descubierto la podredumbre de tu corazón. Jesús exhorta a sus seguidores a no enfrentarse a los que no son de la comunidad, a sus enemigos, sino amarlos, tratarlos bien, bendecirlos, rezar por ellos. Su modelo debe ser el Padre misericordioso y compasivo, generoso con los ingratos y malvados. Con respecto a los otros miembros de la comunidad, las exigencias son también grandes: no juzgar, no condenar, perdonar, dar. Cuando uno tiene el corazón de Dios, ve las cosas según Dios, tal como las ves Dios mismo, con luminosidad, bondad, benevolencia, tolerancia, misericordia. Cuando uno tiene el corazón de Dios es cuando consigue ver desde su verdad genuina y auténtica, ve la verdad de las cosas, tiene la visión de los hijos de Dios.
Esta cuestión del corazón es fundamental y decisiva si queremos llevar una vida dichosa. Vamos muy mal encaminados si siempre esperamos que sean los demás los que tienen que cambiar, es la realidad que nos rodea la que tiene que transformarse, como si todo dependiera de los demás, de la sociedad, de la familia, del trabajo, de la comunidad, de la Iglesia, etc. Y no podemos olvidar nunca que la llamada del Evangelio es una llamada personal, una llamada a la conversión del corazón. Si esperamos a que cambien los demás, a que cambie nuestro entorno, entonces estamos apañados. Además, esto es un escape, una forma evasiva de afrontar la vida, que elude a toda costa la propia responsabilidad. Es necesario que llegue el momento en que tengo que hacer depender las cosas de mí: no debe importarme ya cómo son o debieran ser los demás; lo único que debe importarme es mi propia conversión, lo que debo hacer, lo que está en mi mano.
Cuando no paramos de quejarnos, cuando no dejamos de enchufar la responsabilidad a los demás y a lo de afuera, somos como el ciego que está ofuscado por el orgullo y la altanería. ¡Ya es hora de hacernos cargo de nuestras propias vidas, de responsabilizarnos, de ser agentes constructivos y transformadores de la realidad! Y esto sólo es posible cuando se hace la luz en el propio corazón para verlo todo iluminado. Si en tu corazón hay luz, todo será luminoso; si en tu corazón hay oscuridad, todo serán tinieblas.
Es imprescindible cambiar el sentido de la mirada, de las expectativas. Es necesario volver al corazón, a la escucha del interior, y dejar de vivir pendientes de lo externo. Porque la comunidad, la familia, el trabajo, la sociedad marcharán mejor si yo comienzo a cambiar; la Iglesia será más santa, si yo, antes de atribuirme el papel de Dios, descubro la misericordia de Dios en mí. Es la única manera de ser feliz en la vida y en el grupo al que pertenezco.
Es asombroso que con tan poco, solamente con esta vuelta hacia sí mismo, con este cambio tan pequeño, pero tan substancial, cuando se tiene el corazón de Dios, se ven las cosas transformadas, porque cuando los ojos están limpios, la realidad también se transfigura. Esto tan sorprendente, que puede parecer sencillísimo, supone un arduo trabajo diario, constante; supone ponerse continuamente en situación de vigilancia, de escucha, de atención; requiere abandonarse en las manos de Dios, en sus juicios y criterios.
Que el Espíritu de Jesús nos conduzca por los caminos de la bondad y de la paz.
Que nuestro corazón sea limpio para que sus ventanas, nuestros ojos, te puedan ver en todas partes, sobre todo en la mirada de nuestros hermanos.
Gracias
Graciñas. Dejar de enchufar la responsabilidad a los demás, todo depende de mí, no se puede transmitir mejor.
Un corazón luminoso es espejo de la bondad incondicional que habita en el interior de cada uno de nosotros.
La vida nos puede malear e incluso cegarnos, aún así, la luz no se fué…