San Bernardo, en uno de sus sermones de la Ascensión – la fiesta que hoy celebramos –, exhorta: hermanos, perseverad en la disciplina que abrazasteis y subid por la pequeñez a la grandeza: es el único camino. Quien elige otro desciende, no asciende, porque únicamente la humildad encumbra y sólo ella nos lleva a la vida. Cristo (…) vio que la humildad es el medio de elevarse, y vino a encarnarse, padecer y morir, para que nosotros no cayéramos en la muerte; por eso Dios lo glorificó, lo resucitó, lo ensalzó y lo sentó a su derecha. Anda, haz tú lo mismo. Si quieres ascender, desciende… Resuena en estas palabras de Bernardo el capítulo VII, sobre la humildad, de la Regla de S. Benito, alusión a la escala que se le apareció en sueños a Jacob, la escala que se sube por la humildad, que se sube bajando: cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo, dice Benito.
Tenemos miedo de descender a nuestra propia realidad porque tememos que se active el dolor asociado a muchas de nuestras memorias. Aprendemos, falsamente, a elevarnos sobre nuestra realidad, ocultando y mascarando, construyendo un personaje que nos transmite “buenas” sensaciones de éxito, de victoria, de autoafirmación. Pero el dolor, aunque camuflado, persiste y nuestro corazón no encuentra paz, no conoce la reconciliación. Se introduce una división progresiva en nuestra vida: cuanto más fuerte es el dolor, más reforzamos el personaje. Intentamos alejarnos de nuestra realidad, pero ella nos persigue. Vivimos en fuga, huyendo de la propia vida, incapaces de encontrar un lugar de reposo.
La gracia es que, ante su impotencia, uno se rinda, y que su dolor se transforme en un grito de oración. La gracia es hacernos pequeños, niños, y extender las manos. El personaje puede disfrazarse de niño, pero nunca lo será, porque el personaje es siempre un “señorito todopoderoso” que, además, tiene su sistema de salvación: puede que sea creyente, que rece, lea las Escrituras, medite, etc… pero con una diferencia muy importante, es que el personaje es su propio dios, el único a quien glorifica. Ésta es una de las grandes tragedias en la existencia humana. ¿Cómo podemos salvarnos de la autoidolatría? Creo que San Bernardo nos da la respuesta: perseverad en la disciplina que abrazasteis y subid por la pequeñez a la grandeza: es el único camino. La disciplina que abrazamos es la obediencia, son las humillaciones que la propia vida se encarga de ofrecernos, es permanecer en la realidad monótona de cada día que puede presentársenos opaca y no siempre le vislumbramos el sentido, es poner amor en todo lo que hacemos y vivimos sin expectativas de recompensa, es, en definitiva, asumir la vida como discípulo.
El personaje no tolera el discipulado porque vive encerrado en el infierno de su orgullo. Para quien quiera conocer el cielo no hay otro camino sino aprovechar todas las situaciones que la vida le regala, algunas dolorosas e incomprensibles, para bajar a la realidad de su historia, a su corazón herido, y desde ahí entregarse confiadamente en las manos del Padre. No somos nosotros que nos salvamos o que nos elevamos, es Él quien nos salva y nos eleva en sus brazos. Cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo.
Bernardo, en el Tratado de los grados de humildad y soberbia, nos invita: Mira a la tierra, para que te conozcas a ti mismo. Ella te mostrará tu realidad, porque eres tierra y a la tierra volverás. Nuestro cielo está en la tierra, en la tierra que somos, esa tierra que tanto nos cuesta amar, tan sólo porque no corresponde a las creencias que interiorizamos a lo largo de la vida. La humildad es la aceptación incondicional y gozosa de lo que efectivamente somos. Bajar a la tierra, una y otra vez, acoger lo contradictorio, lo sombrío, lo que nos duele, sin desaliento y con ternura; siempre con ternura, porque estamos tocando nuestro mejor tesoro. Cuando abrimos así el corazón, caen los miedos, la libertad gana otra amplitud, crecemos en confianza y en sencillez, aprendemos a mirar a los demás con mansedumbre y compasión, y vamos experimentando que Dios vive y respira en nosotros. Cuanto más bajamos a nuestra tierra, más nos volvemos transparencia del Misterio de Dios, llevando en el corazón la fuerza de una bendición. ¡Nuestra tierra es nuestro cielo! Experimentarlo es pura gracia.
Termino con un texto de Thomas Merton: El Cristo que realmente descubrimos en nosotros mismos es muy distinto de aquel que nos esforzamos, en vano, por admirar e idolatrar en nosotros. Es todo lo contrario: Él quiso identificarse con aquello que no amamos en nosotros mismos, porque Él tomó sobre si nuestra miseria y nuestro sufrimiento, nuestra pobreza y nuestros pecados… Jamás encontraremos paz si nos mantenemos en la ceguera que nos dice que el conflicto está superado. Sólo tendremos paz si somos capaces de escuchar y abrazar la danza contradictoria que agita nuestra sangre… Es ahí que mejor se escuchan los ecos de la victoria del Resucitado.
La fiesta de la Ascensión es una invitación a ser portadores y testigos de la bendición de Cristo a la humanidad. El Espíritu nos da luz y aliento para buscar caminos nuevos.
Gracias por esa preciosa homilía!!