La grandeza de ser servidores

Lavatorio de los pies | Xaime Lamas, monje de Sobrado

Siempre que celebramos la fiesta de un apóstol, automáticamente nuestra mente nos lleva a los primeros momentos de la comunidad de Jesús de Nazaret, y, siempre, sin quererlo, pensamos en lo maravilloso que tuvo que ser formar parte del grupo de discípulos, idealizando hasta lo imposible aquella primera comunidad, como si en ella hubiera una comunión perfecta sin ningún tipo de aristas. A lo largo de la historia se trabajó para presentarnos esa comunidad ideal, tanto en la literatura como en el arte. Un pequeño ejemplo: A Caravaggio le encargaron pintar un San Mateo para una iglesia de Roma, cuando lo acabó y fue a entregarlo se lo rechazaron porque pintara un personaje sin gracia y vulgar y no con la belleza, nobleza y la espiritualidad de un apóstol y evangelista. No nos gusta que  nos pongan la verdad delante de los ojos y así nos convertimos en eternos pigmaliones que damos forma y figura a nuestros gustos e intereses, tanto la vida de los personajes históricos como de su doctrina.

La comunidad de Jesús de Nazaret no tenía nada de ideal, de hecho, no existe  ninguna comunidad ideal, y Dios nos libre de ellas. Una lectura de los Evangelios, de los Hechos y de las Cartas de Pablo, por muy superficial que sea, nos muestran comunidades de hombres y mujeres maravillosamente humanas, maravillosamente débiles y maravillosamente pobres y la mayoría de ellas, maravillosamente ignorantes. Era por eso que tenían un corazón bien dispuesto para recibir la enseñanza del Maestro. Pero cuidado, no les fue fácil, y en más de una ocasión Jesús se enojó con ellos y tuvo que reñirles porque eran duros de cerviz para comprender sus palabras y su modo de actuar.

Jesús de Nazaret creó una utopía, la del Reino de Dios, ese lugar ideal que nunca debe morir en el corazón de un discípulo. Ante una religión para quien la Ley, el precepto y la norma eran más importantes que el dolor de las gentes, Jesús se presenta como la palabra de amor y consuelo que viene de parte de Dios para los más desgraciados de su tiempo y de todos los tiempos. Su tarea era forjar día a día con aquella paciencia que lo caracterizaba, e ir empapando el corazón de los discípulos de esa utopía del Reino que exige una dedicación de la persona a tiempo completo y sin ningún tipo de escusa, como les dice a aquellos tres aspirantes a discípulos: Al primero de ellos, que acepte una vida de pobreza; al segundo, que la urgencia del Reino es mayor que el cumplimiento de un deber familiar; al tercero, que no se puede nadar y guardar la ropa, porque quien mira para tras no es apto para el Reino de Dios (Lc 9, 57-63).

Pasión por Dios, pasión por el Reino, pasión por las personas. Jesús quiere que sus discípulos y la gente que lo escuchaba, comprendiese que «El Reino de Dios, tal como Él lo presentaba, tenía que ser algo muy sencillo, al alcance de aquellas gentes. Algo muy concreto y bueno que entendían hasta los más ignorantes: lo primero para Jesús es la vida de la gente, no la religión» (J. A. Pagola). Por eso acogían con alegría aquella liberación que les hacía sentirse personas queridas y acogidas, tenían la impresión de que Dios en verdad los quería y se interesaba por ellos porque: «Todos, absolutamente todos, tenemos necesidad de afecto, de amor, de ternura entrañable. Desde los niños a los ancianos, desde los sanos a los enfermos, todos, absolutamente todos, si de algo tenemos necesidad, es que nos estimen, nos respeten y  nos quieran. Como del  mismo modo necesitamos estimar, respetar y querer a los de nuestro entorno» (J. Mª Castillo).

Como podemos ver, estamos hablando de los derechos básicos que hace que una persona sea feliz, y es ahí en donde Jesús quiere que su comunidad se sienta comprometida, porque en más de una ocasión tuvo que llamar a sus discípulos la atención por su ambición de conseguir los primeros puestos. Es una ambición  que ciega y que hace que no acaben de comprender que su Maestro y Señor está en medio de ellos como quien sirve. La misión de un discípulo del Reino no es conseguir poder creyendo que así podrá hacer muchas cosas, ese fue el gran error que cometió la Iglesia a lo largo de los siglos, y lo curioso «Es constatar como aquello que debería ser lo más elemental para muchos es lo más costoso. Lo que urge es aprender que no somos dioses, que no podemos -ni debemos- someter la vida a nuestros antojos, sino nuestros deseos a las posibilidades que ofrece el mundo» (Pablo d’Ors).

El mejor servicio que en la Iglesia podemos hacer hoy, es tomar, como dice San Benito, como guía el Evangelio, la Buena Nueva que hace felices a todo los que la acogen en su corazón con humildad y se convierten en verdaderos servidores, no aspiran a nada más, porque interiorizaron las palabras del Señor sobre la ambición y del poder: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20, 25-28).

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