Vivir como hijos del “Abba”

El Padrenuestro nos pone en contacto directo con la manera que Jesús tenía de entender a Dios. Jesús se comprende a sí mismo en total dependencia de Dios, del que todo lo recibe, y como total apertura a Dios: mi alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4, 34). Abba, Papá, es la expresión que engloba lo que Dios es para Jesús y que va a manifestarse en su manera de ser y de estar en el mundo como el Hijo Amado del Padre.

Jesús tiene una actitud confiada ante la vida. Los evangelios nos lo describen sintiéndose seguro, protegido, amparado, sostenido por Alguien que le ama en lo más profundo de sí mismo. Si siente miedos en las amenazas, no los teme. Caerán a tu izquierda mil, diez mil a tu derecha, a ti no te alcanzarán (Sal. 90). Este sentirse y saberse amado en las mismísimas entrañas, le hace ver todo el acontecer de la vida con bondad y con benevolencia. Es la actitud de confianza que tiene el niño que se sabe amado por su madre. Es una actitud que, fundamentalmente, genera el amor materno. El Padre de Jesús también es Madre.

Jesús es el hombre libre. Sólo depende de su Padre Dios. No vive pendiente de lo que los demás piensan, sienten o dicen de él. Actúa movido por una inmensa libertad interior que hace que sus actos sean realizados con autoridad. La libertad lo hace creativo, innovador, valiente, proactivo, capaz de dar razón de lo que hace y espera. Las decisiones u opciones que toma no las hace depender del juicio de los demás. Es totalmente responsable de sus actos. No le importa si le entenderán o no. Si no le entienden no se siente incomprendido. Y cuando le quieren hacer rey, tampoco se deja seducir ni contaminar por la vanidad ni el prestigio. Es plenamente libre porque su única seguridad es el amor incondicional de su Padre Dios.

Jesús es, también, aquél que encomienda su espíritu en las manos de su Padre Dios. La libertad le confiere la capacidad para conducirse en la vida con realismo, es decir, le da entereza para afrontar el gozo y el sufrimiento, la vida y la muerte, los consuelos y las desolaciones. Aprende que la vida tiene sus límites, sus defectos, sus lagunas. Sabe que en su existencia va a haber luces y sombras que tendrá que asumir, aceptar, integrar y amar.

Soporta la incomprensión de sus amigos, la polémica que crean sus actuaciones, el escándalo que provoca entre sus correligionarios. Asume que al bien que hace se le pague con el mal, y a la paz con la violencia. Sufre el que sus amigos entiendan su mensaje al revés, que lo tomen por blasfemo, que sus parientes digan que está loco, que interpreten y juzguen la misericordia con la que actúa, como faltar a la ley de Dios.

Aguanta que le llamen borracho y pecador porque se reúne y come con ellos. Experimenta la cabezonería de los suyos. Tiene que padecer que los hombres religiosos juzguen los signos que realiza como obra del demonio y que le procesen y condenen como a un malhechor blasfemo, “…a Él que paso haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él” (Hechos 10, 38). Sufre el abandono de sus más íntimos amigos… Aparentemente, todo habla de que Dios no está de su parte. Y todo ello lo acepta con amor, con magnanimidad, hasta el extremo de decir: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34).

Pero nada de esto se podría entender si no es desde la actitud de abandono en Dios Padre, un abandono total y ciego, porque, aunque no entienda nada –aparta de mí este cáliz… (Mt. 26, 39)-, se abandona en los planes de Dios y no en los suyos propios. Su voluntad es la voluntad del Padre: …pero que no se haga mi voluntad sino la tuya (Mt. 26, 39). O dicho con las palabras de Habacuc 3, 17-19: Aunque la higuera no eche yemas y las cepas no den fruto, aunque el olivo olvide su aceituna y los campos no den cosechas, aunque se acaben las ovejas del redil y no queden vacas en el establo; yo exultaré con el Señor, me alegraré con Dios mi salvador. El Señor soberano es mi fuerza, Él me da piernas de gacela, y me hace caminar por las alturas.

Jesús es el hermano universal porque nunca se puso por encima de nadie, porque no tenía nada que defender. No acumuló nada y lo que tenía lo daba generosamente. Su vida fue pura entrega y auto-donación. Jesús no era ni un acomplejado, ni un amargado, ni una persona servil. El fue carne de comunión: Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón, y encontrareis vuestro descanso; porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera (Mt. 11, 28-30).

Jesús es el Buen Samaritano, el que se compadece de la debilidad humana, el que apuesta y da la vida por los enfermos, pecadores, prostitutas, publicanos… Jesús es el Misericordioso, el que devuelve la dignidad a lo más abyecto de la sociedad de su época. Su corazón misericordioso genera agradecimiento y fiesta, produce una fraternidad agradecida. Perdona las ofensas, y no lleva cuentas del mal; disculpa siempre.

Descubrir a Dios como Papá supone la situación de un niño pequeño, que ni siquiera sabe lo que debe pedir. La oración se convierte en confianza absoluta en Aquel que sabe mejor que yo mismo lo que necesito y está siempre dándomelo. Cuando Jesús dice: quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre, ¿qué es lo que recibimos o hallamos?, ¿qué se nos abre? Sencillamente, la verdad de lo que somos. Y somos templos del Espíritu. Cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan. Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden. Y eso es algo que ya tenemos todos.

El Espíritu nos enseña a orar como Jesús, nos conforma a Él, nos enseña a vivir con sus mismas actitudes y sentimientos, porque como dice San Pablo a los Romanos: somos débiles, pero el Espíritu viene en nuestra ayuda… Todos aquellos a los que guía el Espíritu de Dios son hijos e hijas de Dios. Entonces no volváis al miedo; vosotros no recibisteis un espíritu de esclavos, sino el espíritu propio de los hijos, que gime en nuestro interior y nos permite gritar: ¡Abba!, o sea: ¡Padre! El Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Siendo hijos, son también herederos; la herencia de Dios será nuestra y la compartiremos con Cristo. Y si hemos sufrido con él, estaremos con él también en la Gloria (Rom,8).

2 comentarios en “Vivir como hijos del “Abba”

  1. rosa maria perez dijo:

    ¡¡Tiene que ser tan bonito, tan consolador, el experimentar que Dios es padre y que Jesús es nuestro hermano mayor!!!. Yo lo creo por fe pero me encantaría experimentarlo de una manera vivencial que me deje huella.
    Tener la misma confianza ciega que el niño pequeño que está seguro y vive feliz porque sabe que su padre le protege y es «el mejor» y que solo con levantar sus brazos sabe que el padre le va a coger, por muy cansado que esté.

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