«La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve» (Heb 11,1). Dice el Principito: «He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos». El hombre o la mujer de fe es alguien que vive conectado con su corazón, que se ejercita en la mirada interior, que aprende a ver lo invisible, porque, en definitiva, solo el amor es vidente.
Es sorprendente observar cómo los patriarcas, depositarios de la fe en el Dios bíblico, han “custodiado” esa fe viajando, llevando una existencia nómada. Dios se convierte en “su Dios” sólo cuando dejan de pensar en volver hacia atrás para recuperar lo que han dejado, y tienden hacia la ciudad preparada por Dios para ellos. Salieron de su tierra sin saber adónde iban – la luz del corazón fue la que les alumbró el camino, paso tras paso. No se consideraban depositarios y guardianes de los pensamientos de Dios o de una doctrina sobre Dios, pero se sentían tocados por sus promesas. Dios se hace camino y compañía en el caminar, se revela en el corazón del peregrino. «Yo, hermanos, no me hago ilusiones de haber alcanzado la meta; pero, eso sí, olvidando lo que he dejado atrás, me lanzo de lleno a la consecución de lo que está delante (…) Esto deberíamos pensar cuantos presumimos de maduros en la fe» (Fil 3,13.15). En el camino de la fe somos todos principiantes, todos estamos en camino.
«Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame» (Lc 12,35-36) . Si habitamos nuestro corazón, estaremos en casa cuando llegue nuestro señor y llame. El corazón es amplio y profundo, en él la vida fluye y todo renueva, en él brota bondad y compasión. El corazón es una casa abierta al mundo, sin miedo, sin necesidad de protegerse.
Vigilar es esa forma desprotegida de situarse ante la realidad – lo más radical deseo de acercarse a la realidad – conscientes de que ella es atravesada por una corriente de gracia. Nuestra realidad personal, la de nuestra familia o comunidad, por mucho que nos cueste aceptarlo, es donde Dios está llamando a nuestra puerta. Dios elige lo que es frágil. Pero esto solo el corazón puede verlo. La tentación de construir mundos paralelos, donde imaginariamente nos sentiríamos a salvo, es querer protegerse de la experiencia de la vulnerabilidad. Protegerse de la vulnerabilidad es la forma más eficaz para rechazar a Dios.
La realidad que nos toca vivir, sea cual sea, es siempre una oportunidad para que podamos sintonizar con nuestra más profunda identidad: hijos e hijas de Dios, amorosamente mirados por Dios. Tantas veces son las experiencias más duras – aquellas de que tanto nos gustaría huir – las que se nos revelan como grandes maestras, pues ponen de manifiesto que no hay autosuficiencia que nos salve y que hay que ponerse en camino. Vigilar es vivir en actitud de receptividad, dejándose llevar de la mano. Acoger todo como un don, aunque en algunas situaciones podamos sentirnos heridos, desconcertados, perdidos… Es la vulnerabilidad propia de quien va aprendiendo que sin margen de incertidumbre no hay posibilidad de humanización.
No sabemos el día ni la hora. Los movimientos más genuinos del corazón no encajan en ninguna cronología. El señor no llega a la hora prevista, pues el verdadero encuentro es siempre inesperado. En el fondo, esperamos aquello que no esperamos. Lo que esperamos es el inesperado. Lo que esperamos es aquello que, por definición, no podemos siquiera imaginar. ¡Bienaventurados los que habitan su corazón para abrirle la puerta apenas llame!
Es propio del acontecer del Reino: imprevisibilidad y acogida amorosa, desconcierto y aprendizaje, don y gratitud… así se nos va revelando el señor que se ciñe, que nos hará sentar a la mesa y que nos servirá. Sí, hay que dejar que Jesús nos sirva. Para eso ha venido. Parece tan sencillo y nos cuesta tanto: dejar que Jesús nos sirva. Recordemos lo que dijo a Pedro en la última cena: «Si no te lavo los pies, no podrás contarte entre los míos» (Jn 13, 9).
Somos huéspedes y peregrinos en la tierra; lo nuestro es amar la vida tal y como se nos presenta, y caminar con la mirada del corazón fija en lo invisible. Y no nos olvidemos: de una mujer estéril y de un hombre marcado ya por la muerte nacieron hijos numerosos como las estrellas del cielo y como los granos de arena de las playas.
Tocado
«Imprevisibilidad y acogida amorosa, desconcierto y aprendizaje, don y gratitud…» «Sin miedo, sin necesidad de protegerse».
Gracias.