Los que aspiran a ser monjes vienen buscando, entre otras muchas cosas, tranquilidad y paz. Tienen bastante claro en qué consiste esa serenidad: fundamentalmente en una ausencia de problemas y conflictos. Conscientes de la pesada carga que supone soportarse a uno mismo, su deseo va en la línea de deshacerse de semejante agitación.
Esta agitación es un conglomerado de tendencias, necesidades, pulsiones, expectativas, pretensiones, proyectos, fantasías, temores, susceptibilidades, preocupaciones y deseos, en definitiva, de relaciones diversas y contradictorias entre sí, que producen un sentimiento profundo de división y dispersión. Uno sólo quiere deshacerse de esta situación caótica. Con ello ya se está afirmando que la agitación es un síntoma claro de la disposición existencial a la transformación interior porque supone un reconocimiento, muchas veces implícito, de que los recursos utilizados hasta la fecha no eran eficaces. Algo parecido a como si la inquietud gritase suplicante la presencia inminente de la quietud.
Esta situación lanza a la búsqueda de una forma distinta de vivir, de afrontar la realidad. Pero el problema surge cuando al no conocer la naturaleza del caos, ni tampoco el camino que conduce a la consecución de su deseo de aquietamiento, los instrumentos que el monasterio les ofrece para poner orden en todo ello, son a menudo utilizados para conseguir una paz inmediata, que es ausencia de conflicto.
En esta disposición no es difícil que el Dios de toda gracia se manifieste como el que trae la paz, y con ello, la experiencia de que la búsqueda-encuentro con Dios sea igual a sentirse tranquilo y en paz. De aquí se deriva la fijación de Dios en una imagen que le identifica con el sentimiento de serenidad. Buscar a Dios consistirá en sentirse bien, tranquilo, sin problemas, sin conflictos. Dicho con una sentencia conocida: confundir los consuelos de Dios con el Dios de los consuelos. Se ha reducido a Dios a un sentimiento, a una experiencia fragmentaria que se sitúa a nivel de una afectividad superficial, que conecta perfectamente con la mentalidad actual sensacionalista, a la cual refuerza.
Las características, naturaleza, recursos e intensidad de la agitación van a orientar en una u otra dirección el camino de la búsqueda. Se pueden resumir en dos los caminos a tomar, a partir de la imagen narcisista que se tiene de Dios: uno sería el de la represión de todas estas fuerzas para mantenerlas bajo control; y el otro, el de un desplazamiento de esta energía vital hacia formas de compensación. La primera solución derivaría en un espiritualismo voluntarista y desencarnado, y la segunda en un activismo compulsivo.
Se debe entender que esta aventura a la búsqueda de Dios no puede ser de otra manera, ya que corre pareja a la maduración personal. Está contaminada de raíz por el principio del placer: lo que es gratificante, cómodo, todo lo que aleja del sufrimiento y del dolor. Con facilidad, Dios es aquél que realiza los deseos y los da cumplimiento. Hay, por lo tanto, una tendencia a hacer a Dios a la propia medida, a domesticarlo, siendo en este sentido mera proyección de los deseos más legítimos.
En el proceso de maduración personal va desplazándose, poco a poco, el principio del placer hacia el principio de realidad: la imagen de Dios se va purificando dejando de ser proyección de los propios deseos y dando paso a la intervención gratuita de Dios, que se revela como el Padre de Jesús, el cual cuando vino a este mundo dijo “aquí estoy para hacer tu voluntad”, e hizo la paz por la sangre de su cruz. No se trata, por lo tanto, de llevar a Dios a nuestro terreno, sino de ir entrando en su onda; no es cuestión de domesticar el evangelio, sino de convertirnos a él.
De cualquier forma, es inevitable pasar por este proceso, y sería, incluso, perjudicial no quemar las etapas a su debido tiempo pues ello podría conducir a una espiritualidad pervertida de signo dolorista o masoquista, que tuviese por objeto la cruz por la cruz. La propia dinámica de este ciclo vital espiritual es la que ejerce de guía y maestra en la internalización personalizada de los valores monásticos, entre los cuales incluimos el de la quietud.
Consciente o inconscientemente impelido por el principio del placer, se pretende, a toda costa, alejar la inquietud. Uno se aplica con todas sus fuerzas a no ser perturbado y a permanecer en las cresta de la ola de las buenas sensaciones. Pero esta situación no funciona durante mucho tiempo, ya que es del todo imposible tenerlo todo controlado. Los reductos que se han ido creando para estar a salvo, protegido, resultan cada vez más estrechos y limitados. Las amenazas se multiplican puesto que son más las cosas a defender. La vida está claramente posicionada a la defensiva, el temor se constituye en aliado inseparable, y los muros de defensa, que causan asfixia en tan limitado espacio, comienzan a resquebrajarse fuera de todo autocontrol.
Se pierde la paz, y se desea conquistarla a cualquier precio. Sin embargo, los esfuerzos son inútiles, y, ante el desconcierto instaurado, se precisa encontrar una explicación satisfactoria: habitualmente son la infidelidad o el poco fervor los chivos expiatorios sobre los que recae la culpa. Dios se ausenta, hace silencio, y la vida se hace invivible a la sombra de este fantasma negro y descontrolado, que ha sido configurado, paulatinamente, a golpe de represión, huída e ignorancia sobre sí mismo.
Por más que se intenta, la paz no adviene. Los medios conocidos para acceder a élla, no resultan. El sentimiento de la presencia de Dios ha desaparecido como por arte de magia, y uno se encuentra solo ante el peso insoportable del desconcertante estado que se impone. No hay lugar a la duda sobre la evidencia incuestionable de los terrores del infierno.
Para el espectador externo y experimentado, sin embargo, llegó la hora del kairós: es el Espíritu quien conduce al desierto, quien introduce en el itinerario de la purificación, quien ofrece el tiempo propicio para el encuentro con el rostro del Dios vivo que, al disponer de las condiciones adecuadas, asume el protagonismo activo para autorrevelarse como liberador. Paz a vosotros, soy yo en persona, no os alarméis. Es la hora del desierto, con el cielo arriba, la tierra bajo los pies, y, como único horizonte, un largo trayecto incierto, desconocido y extenuante en el que va a tener lugar el combate espiritual, tiempo de la tentación, del discernimiento de las opciones ante la muerte y la vida.
A partir de ahora, la renuncia y la abnegación no serán ya ex-presión de una actitud narcisista, que le constituye a uno como salvador de sí mismo, sino un valor, convicción existencial, rendida a la evidencia experimentada, de que sólo Otro puede señalar el camino de la liberación hacia la transformación de una criatura nueva configurada a imagen de Cristo.
A la luz de esta peregrinación, la quietud será uno de los frutos graciosos del combate espiritual. El miedo compulsivo al enfrentamiento con la propia realidad ignorada, se pondrá a prueba en el desafío de los ángeles y demonios que pueblan la propia existencia, caminando en pos de la reconciliación con las dimensiones más temidas e ignoradas de la personalidad hacia la integración de lo negativo de la vida. La actitud vital se ha tornado del revés: antes, vivir era, a toda costa, no-sufrir; ahora, se ha comprendido que vivir supone no eludir el sufrimiento, y que, precisamente, para no sufrir, para no ser presa de la agitación, para vivir cabalmente, sin miedos ni amenazas, es preciso estar dispuesto a sufrir, a perder las pequeñas “paces”, por pura necesidad y deseo del Dios que siempre se manifiesta presente y vivo cuando uno se plantea seriamente ser honrado con lo real. Es la actitud de los pobres, de los que no tienen nada que perder, de los que se abandonan en las manos del único que puede salvar: sólo tú, Señor, me haces vivir tranquilo.
De esta manera se va sustituyendo el dios menor, por el Dios siempre mayor, objeto de una fe pobre, humilde y confiada, que se ha manifestado plenamente en el Crucificado-Resucitado. Solamente entonces, cuando no haya nada de qué defenderse, nada que perder, tendrá lugar el advenimiento de una anchura inmensa, un espacio sin fronteras, más allá de toda forma de pensamiento, en la que se asentará una paz consistente y no-amenazada. La paz os dejo, mi paz os doy; no la doy yo como la da el mundo.
Nada ni nadie le puede ya perturbar o inquietar, porque en lugar de recluir en la marginación las zonas oscuras, como hasta el presente, uno se ha introducido de lleno en ellas, haciendo suya la experiencia del salmista: fiado en ti me meto en la refriega, fiado en mi Dios asalto la muralla. Así, desde sus mismas entrañas, se van comprendiendo los diversos mecanismos de la agitación: del conflicto, del miedo, de las resistencias, de los deseos, de las tendencias automáticas, de las preocupaciones, de las motivaciones, de los demonios…, y, también, su naturaleza, que no es otra cosa que pensamiento. Esta comprensión vital de los mecanismos y de la naturaleza de la inquietud, conduce a un conocimiento más realista, más misericordioso y, por lo tanto, más humilde de la propia realidad. Emerge una paz distinta, gratuita, que no tiene su origen en las diferentes formas del pensamiento, y que, de ninguna manera, está vinculada a su contravalor. Además, esta quietud no es un estado permanente ni estático, sino que al tener la cualidad de lo provisional, está plenamente injertada en el flujo constante de la vida.
Es la experiencia de quien se reconoce pecador perdonado, pacificado, desbordado en agradecimiento por Aquél que inició esta aventura y la ha llevado satisfactoriamente a cabo. Dios ha reconciliado al mundo consigo,…dejémonos, pues, reconciliar con Él.
Se podría recapitular la experiencia holística de la quietud en una sola frase: Cristo es nuestra paz definitiva.
Homilía que se dirige al justo centro del hombre y su tribulación esencial: la inseguridad, la duda y el anhelo. Siento verdad y sabiduría en vuestra reflexión, con humildad, gracias
Gracias!!