El secreto de la humildad

Humildad | Vladislav Lustin | 2011

Son frecuentes las ocasiones en las que Jesús señala lo peligroso de pretender los primeros puestos. Cuando los suyos discuten sobre quién debe ser considerado el más importante, Jesús lo resuelve de un modo tajante: el que quiera ser más importante, que sea como el menor… Yo estoy entre vosotros como el que sirve (Lc 22,24-27). Esta sentencia era familiar en la tradición bíblica, como hemos escuchado en el libro del Eclesiástico, en la primera lectura: Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes.

Jesús previene de quien busca los primeros puestos y propone no vivir al servicio de nuestro hombre viejo, centrado en sí mismo, que busca ‘ser importante’, y que puede llegar hasta extremos enfermizos. Según Bertrand Russell, uno de los síntomas de estar al borde de una crisis nerviosa es creer que la obra de uno es sumamente importante. Jesús es contundente con los que buscan darse importancia, por el engaño que supone y el sufrimiento que genera.

El que busca ser importante está convencido de que todo gira a su alrededor. Se cree responsable de todo. Se convierte en una presa fácil para la opinión de los demás. Se siente ofendido con facilidad y reacciona defendiendo sus creencias y creando conflictos. Hace una mon­taña de un grano de arena porque siente la necesidad de tener razón y de que los demás estén equivocados. El que busca los primeros puestos se expone a sufrir por nada.

No se trata de creerse ni superiores ni inferiores, sino de aceptar lo que somos en verdad. Como decía la Santa de Ávila, humildad es andar en verdad. La única manera de ser inmune a toda vanagloria, es el conocimiento de lo que somos. La persona a la que Dios ama con el cariño de un Padre, no es la que a mí ‘me gustaría sero la que ‘debería ser’; es, sencillamente, ‘la que soy’. Dios no ama per­sonas ideales o seres virtuales; el amor sólo se da hacia seres reales y concretos. Su gracia no actúa sobre lo imaginario, lo ideal o lo soñado, sino sobre lo real y lo concreto de nuestra existencia. Aunque la trama de mi vida cotidiana no me parezca demasia­do gloriosa, no existe ningún otro lugar en el que po­der dejarme tocar por la gracia de Dios.

En la vida espiritual, con frecuencia perdemos tontamente el tiempo quejándonos de no ser de tal o cual manera, lamentándonos por tener este defecto o aquella limitación, imaginando todo el bien que podríamos hacer si, en lugar de ser como somos, es­tuviéramos un poco menos lisiados y mejor dotados. Todo eso no es más que tiempo y energía perdidos, acompañado de sufrimiento estéril.

Aceptarse a uno mismo es bastante más difícil de lo que parece. El orgullo, el temor a no ser amado y la convicción de nuestra poca valía están firmemente enraizados en nosotros. No tenemos más que mirar lo mal que llevamos nues­tros errores y nuestras debilidades; cuánto nos pue­den desmoralizar creando sentimientos de culpa y de agitación.

Para amarnos y aceptarnos como somos, necesitamos de una mediación, de la mirada de alguien que nos diga: Eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo (Is.43,4).

La mirada de nuestro Padre Dios es la mirada más pura, más verdadera, más cariñosa, más llena de amor, más repleta de esperanza que existe en el mundo. Quien percibe posada sobre sí esa mirada, se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de aceptar­se plenamente a sí mismo.

La mirada que Dios nos dirige nos autori­za plenamente a ser nosotros mismos, con nuestras limitaciones y nuestra incapacidad; nos otorga el derecho al error y nos libera de esa especie de angustia u obligación, que no tiene su origen en Dios, sino en nuestra psicología enferma, que con frecuencia nos obliga a ser otra cosa distinta de la que somos.

Henri Nouwen, en ‘El regreso del hijo pródigo’, dice: Durante mucho tiempo consideré la imagen negativa que tenía de mí como una virtud. Me habían prevenido tantas veces contra el orgullo y la vanidad que llegué a pensar que era bueno despreciarme a mí mismo. Ahora me doy cuenta de que el verdadero pecado consiste en negar el amor primero de Dios por mí, en ignorar mi bon­dad original. Porque, si no me apoyo en ese amor primero y en esa bondad original, pierdo el contacto con mi auténtico yo y me destruyo.

Los niños suelen aceptar intuitivamente lo que son. Una historia verídica:

Mi nieta Beatriz a los cuatro años era una niña muy inquieta y al final del día su madre terminaba rendida. Una noche, su madre, le dijo:
– Beatriz, mira, me has agotado. Ahora te daré un baño. Después te irás a tu habitación, te quedarás allí en silencio durante unos minutos y rezarás a Dios para que haga de ti una niña más buena.
Beatriz aceptó de buen grado y se fue a su habitación, pero volvió a salir a los dos minutos. Su madre le preguntó:
– ¿Has rezado a Dios?
– Sí, mamá, le he rezado de verdad, porque no quiero fatigarte, así que me he esforzado mucho –respondió la niña.
– ¿Qué le has pedido?
– He hecho lo que me has dicho. Le he pedido que me hiciera más buena, para no cansar tanto a mi mamá. De verdad que he rezado.
Su madre estaba contenta. Pero al día siguiente, Beatriz fue Beatriz, y volvió a hacer las mismas cosas. Al final de otro largo día, su madre le dijo:
– Beatriz, me dijiste anoche que habías rezado.
– Mamá, es verdad que recé. Me esforcé mucho. De modo que si Él no me ha hecho más buena, significa que o no puede hacer nada o quiere que yo sea así.

Bajo la mirada de Dios nos sentimos liberados del apremio de ser los mejores, los perpetuos gana­dores; y podemos vivir con el ánimo tranquilo, sin hacer continuos esfuerzos por mostrarnos como en nuestro mejor día, ni gastar increíbles energías en aparentar lo que no somos; podemos -sencillamen­te- ser como somos. No existe mejor técnica para vivir serenos y confiados que ésta: apoyarnos como niños pequeños en la ternura de un Padre que nos quiere como somos.

3 comentarios en “El secreto de la humildad

  1. Mane dijo:

    Una llamada a cambiar de rumbo. No estamos llamados a ser los primeros sino a servir la mesa. Actitud de servicio y acogida. Dichosos los que viven para los demás sin recibir recompensa. Siempre es posible!
    Gracias por esta preciosa homilía.

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