No es posible vivir la fe cristiana a la ligera. Un discípulo de Jesús debe tomar su vida en serio y renunciar a sus mediocres compromisos.
Todas las religiones son un esfuerzo del hombre por conocer y relacionarse de algún modo con Dios, con ese ser superior a él que domina todo y es dueño de todo. Cierto que es posible llegar al conocimiento de ese Dios por la contemplación de su obra y por la filosofía, pero el hombre se ve continuamente comprometido a fabricar ídolos a su servicio y a la medida de su fantasía y necesidades, incluso espirituales. Pero como nos recuerda la primera lectura, Dios en su inmensa misericordia, se ha revelado a sí mismo a través de su Hijo Jesucristo, único medio seguro para poder llegar plenamente hasta él. Jesús fue perfectamente consciente de esto y se definió a sí mismo como el Camino Verdadero para llegar a la Vida, esa Vida que Dios ha compartido con todas las criaturas.
Creo que la idea primigenia de la cual se ha de derivar toda nuestra espiritualidad es la de ser consciente de la semilla divina plantada en nosotros, que es nuestra verdadera y profunda identidad. Nosotros no somos ni lo que hacemos ni lo que pensamos. Somos los observadores de eso. Ese observador es nuestra identidad, Hijos de Dios. Descubrirlo y vivir desde ahí es la clave de la felicidad. La vida actual incompleta se relaciona, por el amor, con esa Vida, que es Dios mismo y nos la comunica. Es cuestión de abrir nuestro corazón a esa fuerza de Dios que se comunica. La espiritualidad es una necesidad irrenunciable del hombre. Comunicarse, relacionarse con el que es su origen. Y además creo que esa es la verdadera revelación de Jesús: El hombre que fue totalmente consciente de su divinidad. En este sentido Jesús es el hombre perfecto, plenamente consciente de su identidad a cuya imitación y toma de conciencia hemos de vivir los cristianos y en verdad todos los hombres de un modo u otro desde una religión u otra. Esto no es cuestión de entender las frases, sino de vivirlas desde lo profundo de nuestro corazón.
Y es en el fondo esa conciencia de nuestra identidad que nos hace estar profundamente atraídos, sin a veces saberlo incluso, porque además se trata sencillamente de un profundo instinto, por la conservación de la vida. Pero ciertamente sabiendo en el fondo que esa vida no es la que estamos viviendo, en tantos, tantísimos casos tan llena de sufrimientos, decepciones, insatisfacciones e incomprensiones. No. Esa vida que toda la creación del reino animal y vegetal reproduce, es la Vida con mayúscula, porque esa es la única vida, la que llevamos bien dentro. Esto que parece ciencia ficción era perfectamente sabido y concienciado por nuestros Padres Cistercienses en la Edad Media.
Jesús en el evangelio de hoy nos habla de sus exigencias y de si somos capaces de responder a ellas. Exigencias derivadas de la posibilidad de relacionarse con LA VIDA, con su Padre, también el nuestro. Lucas transcribe las palabras de Jesús dirigidas a las comunidades cristianas de su generación, amenazadas ya tan temprano, por la rutina. No se trata de flirtear con Cristo, con Dios, de tanto en tanto, sino de amarlo por encima de todo, más que a uno mismo. La primera renuncia antes que a lo material es la renuncia el yo falso, al ego, llegando incluso a abrazar su cruz con la que hemos de caminar en su seguimiento. Cruz que recuerden no es sino el cumplimiento de la voluntad de Dios que quiere nuestra verdadera felicidad y el conocimiento de quien somos en la realidad. ¿Todo esto por qué? Pues precisamente para apagar el también importante deseo o tentación del hombre de sentirse único, señor de su vida. Ese es el EGO.
Es evidente hacerse unas preguntas hoy, al albor de la Palabra proclamada: ¿Soy consciente de lo que ha significado para mí el Bautismo recibido? ¿Cómo es mi compromiso con Jesús? ¿Vivo desde mi identidad profunda?¿Tengo realmente auténtico deseo de Dios y procuro vivir mi vida desde ese deseo? ¿Sé que ser cristiano es mucho más que ir a misa los domingos y confesar y comulgar por Pascua Florida?
Existe una peligrosa confusión entre fines y medios. El fin de la vida cristiana no es ir a la iglesia, ni siquiera rezar, ni mucho menos confesarse o comulgar. Es amar. Nada más que amar, al que es AMOR y que nos lo comunica para dárselo a los que nos rodean. Amor no comunicado es amor perdido. A nivel divino y humano. Puedo amar a mi esposa o esposo o hijos mucho, pero si eso no se traduce en obras concretas y queda en pensamientos, ese amor desaparece.
Pensemos hoy todos, que es lo que llena nuestra cabeza y nuestro corazón, eso que, sin darnos cuenta, tenemos como sonsonete y que y nos impide seguir a Cristo: ser feliz a costa de todo, amor propio, timidez, respeto humano, amor por el dinero, amor de nuestras necesidades… Y una vez que hemos calculado cual va a ser el precio de ese seguimiento ¿qué vamos a hacer?
Releamos el evangelio de hoy una vez más en nuestra meditación y oigamos esas palabras de Jesús dirigidas a nosotros mismos. Palabras como renuncia, palabras como bienes, ¿cuál han de ser aquellos a los que tenemos que renunciar, a los que Jesús me pide renunciar?
Sepamos con claridad y certeza que cada vez que busquemos renunciar a triunfar de la violencia, y no pensemos solo en guerras ni terrorismos, sino la violencia de las palabras y los gestos e incluso de la violencia de nuestros pensamientos y deseos, cada vez que renunciemos al rencor a la injusticia estamos llevando a cabo pasos por el camino que conduce a los hombres hacia Dios, nuestro Padre, con la fuerza de Jesús y de su Espíritu. Estamos viviendo desde nuestra identidad profunda y construyendo rutas de amor. Estamos construyendo Vida con mayúscula.
Que el cuerpo y la sangre de Jesús y su propia palabra escuchada desde lo profundo de nuestro corazón, nos den la fuerza para llevar su voluntad a cabo. AMEN.
Gracias.