¡No te dejaré en paz!

Jorge Queiroz | 2015

El evangelio de este domingo (Lucas 15,1-32) nos presenta tres parábolas sobre la pérdida y el encuentro: la de la oveja, la de la moneda y la del hijo menor, que abandona la casa del padre. Centraré mi reflexión sobre la tercera, que todos conocemos como la parábola del hijo pródigo.

Sería reductor leer esta parábola exclusivamente en clave de pecado y reconciliación. La vida – cuando de hecho es vivida – se mueve inexorablemente hacia la crisis y el Misterio. Para llegar al corazón del Misterio es imprescindible la crisis. Algo tiene que romperse para que descubramos que somos habitados por el Misterio del Amor. En el fondo, ¿qué busca el hijo menor al salir de casa sino el abrazo del padre? Pero, en el momento de la salida, él no lo sabe. Cree que la vida está fuera, al otro lado del muro, más allá de lo cotidiano. Tiene que salir, tiene que viajar, tiene que aventurarse, tiene que sentir la plenitud de sus fuerzas juveniles, y también tiene que tocar fondo su impotencia – y esto, él no lo esperaba.

El trabajo duro y el hambre no son un castigo por haber salido de casa y derrochado su fortuna, sino, más bien, símbolos de la crisis que comporta el vivir. Y es justamente la crisis quien le va a devolver la dimensión de su vida – un hombre hambriento – y el misterio de la casa del padre, donde había vivido sin darse cuenta. El hambre creó en él un vacío, un espacio de interrogación y, por ende, de receptividad, un espacio privilegiado para la escucha de la voz del Espíritu. Sin vacío y sin no-saber no hay lugar para el Misterio. Dios nos es un remiendo o un bastón para apoyarnos en nuestros planes, es Aquel que crea desde la nada.

Desde el Espíritu, en su corazón surge una nueva mirada: la casa del padre ya no es un lugar banal, llano, un simple derecho adquirido, sino el lugar de la nueva creación, un lugar lleno de luz, que se mira, desde abajo, desde la propia nada, con asombro y gratitud. ¡Cómo somos pequeños ante el Misterio del Amor! Lo que le parecía insuficiente, es ahora el lugar de la fiesta, del abrazo, de la mesa abundante, de la plenitud del don. El don absolutamente gratuito. ¿Habrá cambiado la casa del padre? No. Entre el salir y el volver el hijo nació de nuevo; y solo nacemos de nuevo cuando, rendidos, damos lugar al Espíritu.

Charles Péguy dice que esta parábola permanece clavada en nuestro corazón como un «clavo de ternura» y que nos persigue a donde quiera que vayamos. Ternura que hiere – un «clavo de ternura». Y Péguy pone esta parábola a hablarnos en primera persona: «Por donde quiera que vayas iré yo, ya lo verás, y conmigo no tendrás paz, no te dejaré en paz».

5 comentarios en “¡No te dejaré en paz!

  1. Bea dijo:

    Muy buena reflexión de nuestra frágil condición tantas veces sobrevalorada por nosotros mismos. Su perfil antropológico da consistencia a nosotros con el Evangelio y nos vincula a El de manera inexorable. Nuevamente GRACIAS.

  2. Mane dijo:

    El amor que nos transforma:
    Estas parábolas de hoy nos muestran el rostro misericordioso de Dios. Pero sigue estando en nuestro imaginario el Dios justiciero, compromete menos que el Dios Padre cuyo amor incondicional nos transforma el corazón.

  3. Luis dijo:

    La sensación de esta mañana en la homilía, el aviso de lo que le espera a quien siempre quiso volver, se repite esta noche en la lectura. Gracias por unas palabras mucho más que emocionantes.

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