Movimiento subterráneo y silencioso

Silvidal Fila en su trabajo artístico

Jesús, para enseñarnos que es necesario orar siempre, sin cansarnos, nos invita a la escuela de oración de una pobre viuda. Solo un pobre reza. Solo un mendigo reza. Los abismos del corazón nos abren a los abismos del Cielo. Solo en el corazón de la noche brota la oración: «No hay posibilidad de oración auténtica sin cierta percepción de nuestra pobreza radical, de nuestro pecado. La oración es siempre de profundis, desde lo más profundo de nuestro desamparo. Es desde ahí donde surge en nosotros el grito» (A. Louf).

«Levanto mis ojos a los montes:
¿de dónde me vendrá el auxilio?,
el auxilio me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.» (Sal 120,1-2)

Un pobre que tocó fondo en su vida, que se encuentra en un callejón sin salida, frío y oscuro, ya no pide nada, ni sabe qué pedir, está a la deriva, solo le queda arrodillarse y extender las manos. Él no pide nada en concreto a Dios, todo su ser es súplica y entrega. Es entonces cuando nace en él la oración: un inmenso espacio vacío que se transforma en seno para Dios.

«En la mejor de las oraciones que el hombre sea capaz de rezar, no se debe decir ni “¡Dame esta virtud o este modo!”, ni “¡Ah sí, Señor, dame a ti mismo o la vida eterna!”, sino solamente: “¡Señor, no me des nada fuera de lo que tú quieras y haz, Señor, lo que quieres y como lo quieres de cualquier modo!” Esta [oración] supera a la primera como el cielo a la tierra. Y si alguien reza así, ha rezado bien: cuando en verdadera obediencia ha salido de su yo para adentrarse en Dios» (Maestro Eckhart).

«Salir de su yo para adentrarse en Dios». Que nuestra indigencia no nos cierre en el círculo estrecho de nuestras necesidades, incapaces de mirar más allá de nuestros zapatos, sino que nos abra las puertas al Misterio de Dios. Nosotros no tenemos necesidad de esto o de aquello, anhelamos el Todo, estamos hechos para el infinito, deseamos beber directamente de la Fuente. ¡Qué la multitud de deseos no ahogue en nosotros el Deseo Esencial!

En la segunda lectura, Pablo invita a Timoteo a vivir anclado en la Palabra. ¿Qué puede proporcionarnos la Palabra de Dios? ¿Podrá la Palabra, que atraviesa la Historia y que hoy se nos ofrece, llevarnos directamente a la Fuente? Escuchemos a San Bernardo:

«Ya no escucho más a Moisés: su boca y su lengua tartamudean. Los labios de Isaías son impuros. Jeremías no sabe hablar porque es un niño. Todos los Profetas son como mudos. No, no; que me hable ya él, el mismo a quien ellos anunciaban. ¡Qué me bese él con los besos de su boca! No quiero que me hablen más sus intermediarios; son como un nubarrón espeso. No. ¡Qué me bese él con besos de su boca! Para que el hechizo de su presencia y las corrientes de agua de su admirable doctrina se me conviertan en fuente que salte hasta la vida eterna. Si él, al fin, ungido por el Padre, con el óleo de la alegría entre todos sus compañeros, se dignase besarme con besos de su boca, ¿no derramaría sobre mí su gracia más copiosa? Su palabra viva y eficaz es para mí un beso de su boca. No es un simple contacto de los labios, que a veces interiormente es mera paz ficticia, sino la efusión del gozo más íntimo que penetra hasta los secretos más profundos. Pero sobre todo, es como una intercomunión maravillosa de identidad entre la luz suprema y el espíritu iluminado por ella. Pues el que se allega al Señor se hace un espíritu con él» (SCant 2,2).

La oración continua a la que estamos llamados es la «intercomunión de identidad entre la luz suprema y el espíritu iluminado por ella». Todo ocurre como un movimiento subterráneo y silencioso, que alarga secretamente el espacio interior que habitamos, permitiéndonos mirarlo todo desde el corazón, y que se manifiesta en confianza, en serenidad y en paz, pase lo que pase, porque la voluntad de Dios, siempre tan distinta de nuestros planes, es la expresión amorosa de Dios llevándonos de la mano donde ni siquiera somos capaces de imaginar, a su santa morada: «mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él» (Jn 14,23).

No fuera la manifestación de la voluntad de Dios y sus sorprendentes caminos y nosotros difícilmente podríamos acceder a nuestro corazón, y, en él, a la morada de Dios. Ante lo que es incomprensible y doloroso, cuando solo pensamos en cómo huir, que nuestra oración sea: «¡Señor, no me des nada fuera de lo que tú quieras y haz, Señor, lo que quieres y como lo quieres de cualquier modo!»

Son los abismos del corazón que nos conducen a los brazos de Dios.

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