La Luz del Sol que nace de lo Alto

Torres de la iglesia del Monasterio de Sobrado

En el evangelio de hoy se nos narra cómo ve Juan el Bautista el acontecimiento del Bautismo de Jesús, que festejábamos el domingo anterior.

Los evangelios nos pintan a Jesús sintiéndose cómodo entre las gentes sin raíces ni identidad, entre los que viven en las fronteras. Se solidariza con los pecadores, hace causa común con ellos, se mezcla en sus reuniones, se somete a sus ritos de iniciación, se agrega a su comunidad. Jesús vino sencillamente a vivir una vida humana, para amar en todas las condiciones en que nosotros no sabemos amar: en el sufrimiento, en la injusticia, en la marginación, en la humillación.

Escuchábamos en la primera lectura de Isaías -y nosotros se lo aplicamos a Jesús-: tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso… te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra. En tiempos de Jesús se vivía una religión de una gran firmeza en los principios, con demasiada fijación en las creencias, con una seguridad en una identidad que separa y diferencia de los otros, con un orgullo de raza y cultura, y con un sentido de posesión exclusivista de su propio dios por oposición a otros dioses, que constituían la frágil lámpara que iluminaba la vida del pueblo elegido. Esta lámpara artificial que con tanto orgullo habían encendido los hombres religiosos de su tiempo, les había acostumbrado a vivir prescindiendo de la luz del sol. La sed quedaba aparentemente saciada por estas aguas retenidas; el hambre existencial era entretenida por el alimento desnaturalizado de aquellas raíces que ya no generaban savia vital; el engaño había sido entronizado como verdad en la sede del inmovilismo; y la miopía era estimulada con la estrecha visión de lo nuestro y lo de siempre. El legítimo y bienintencionado deseo de conservar la vida había dado a ésta un golpe letal: por querer conservar la vida, el pueblo elegido se había cerrado inexorablemente a la vida.

Juan declara que Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y que sobre él se ha posado el Santo Espíritu de Dios, y por eso da testimonio de que es el Hijo de Dios. No podemos comprender la expresión quitar los pecados como si fuese una operación quirúrgica, arbitraria, simplista, algo así como: “quítate de allí para que me ponga yo”. Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, no por medio de un escamoteo divino, sino enseñándonos a amar como él ama, a servir como él sirve y a perdonar como él perdona.

El Evangelio es vida, Jesús es la Vida, torrente impetuoso de aguas libres y vivas; alimento cotidiano que brota en el camino de la vida; verdad que es revelación y descubrimiento constante y provisional; luz que abre horizontes hacia lo universal, siempre más allá, mucho más allá de nuestro limitado campo de visión.

Por esta razón, la claridad incuestionable y raquítica en la que vivía el pueblo elegido es impermeable a la Luz siempre nueva y radical de Jesús. Serán, pues, la sed sedienta, el hambre hambrienta, la tiniebla ciega, esta avidez mendiga y suplicante de los pecadores, las que necesariamente se abran apasionadamente a la Buena Noticia de Jesús.

Hoy, estas palabras van dirigidas a nosotros, y pugnan por abrirse paso a través de los oídos de nuestro corazón para iluminarnos, para hacernos despertar de la ilusión en la que tantas veces se encuentra sumida nuestra vida, para hacernos caer en la cuenta de que no estamos al abrigo de la Luz del Sol porque quizás estamos demasiado ocupados en mantener encendidas nuestras tenues lámparas.

Juan da testimonio de lo que ha visto: reconoce a Jesús como el Hijo de Dios, como el que está totalmente poseído del Espíritu Santo de Dios, como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y viene para hacer la Voluntad del Padre, para que a través de Él la Luz del Sol ilumine a todo ser humano. Éste es aquel de quien Juan dijo: Tras de mi viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Pero, vino a los suyos y los suyos no la recibieron porque una Luz así supone toda una revolución de mentalidad.

En este domingo dentro del octavario de oración por la unidad de los cristianos, pedimos al Espíritu del Señor que nos haga “testigos de Jesús”, es decir, que empecemos a ver y vivir lo que él mismo vio y vivió. Porque sólo en la medida en que lo vivimos y lo conocemos, aun sin proponérnoslo, lo testimoniaremos.

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