
Retrato doloroso | Enrique Mirones, monje de Sobrado | 1993
A pesar de que Jesús quiere ser uno más –pasando por uno de tantos– enseguida su popularidad como maestro y profeta es grande por las tierras de Galilea. Insiste en designarse a sí mismo como Hombre para manifestar su solidaridad con los hombres. Se mezcla con los pecadores, con lo cual desafía las discriminaciones sociales, y declara el absoluto del hombre, lo que le atrae la hostilidad de su mundo religioso.
Su radio de acción se extiende y elige compañeros y colaboradores. Anuncia que el Reino será resultado de un crecimiento (parábola de la semilla), y que no se inaugurará con un golpe de fuerza. Envía a los Doce en misión por la Galilea del Norte. Se produce un choque frontal con la oposición acerca de la Ley, que obliga a Jesús a retirarse del ministerio público en Galilea. Tras la multiplicación de los panes, Jesús sabe que su papel profético se desliza irresistiblemente, en el deseo de las multitudes, hacia una acción de poderío: quieren hacerle rey. Por su enfrentamiento con la oposición marcha a Tiro y a la vuelta encuentra la misma oposición. Vuelve a marcharse a Cesarea de Filipo donde propone a los discípulos la cuestión decisiva. Pedro reconoce en él al Mesías, pero no se ha enterado del mesianismo kenótico de Jesús. Jesús aclara el sentido de su mesianismo y las condiciones para ser discípulo. Anuncia su pasión, muerte y resurrección. Y a los pocos días ocurre la Transfiguración.
Nos encontramos ante un Jesús impotente y debilitado ante su misión. Un Jesús solo, decepcionado e incomprendido de sus amigos; confuso en cuanto a la presencia y compañía de su Padre Dios. El itinerario de Jesús no solamente no va en ascenso (subida a Jerusalén), sino que más bien es un movimiento descendente, hasta el total despojamiento de sí mismo (que llega a la cumbre en la Pascua). No le ha servido únicamente la opción por el abajamiento que vivió como exigencia en las tentaciones del desierto, sino que la vida misma es la que se ha ido encargando de hacerle descender, de hacer verdad las opciones tomadas. La vida le encamina al abismo de su radical desnudez. Y es paradójicamente en esta desnudez donde se produce la Iluminación: irrupción de Dios como Luz en el fondo del abismo. La transfiguración refuerza a Jesús en su voluntad firme de subir a Jerusalén. Le ayuda a plantarse valientemente en la realidad que le toca vivir, y que de alguna manera ha elegido libremente al no huir del conflicto.
La vida de Jesús, que se nos va presentando a lo largo de toda la catequesis cuaresmal, es para los creyentes la pedagogía que el Espíritu utiliza para llevarnos suavemente, pero con constancia, hacia la contemplación que transforma todo nuestro ser en imagen del Hijo. Ese es nuestro anhelo, nuestro máximo deseo y aspiración: quedar radiantes al contemplar el rostro transfigurado de Jesús en su vida, en sus misterios, para poder irradiar en nuestro entorno lo bueno que es el Señor.
En el fondo de nuestro ser hay como un ansia de contemplar la luz de Dios, su rostro de Padre Bueno: Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. Le damos muchos nombres a esta búsqueda, la experimentamos de mil maneras, incluso la padecemos como una carencia que nos hace seguir buscando esa realidad, parcialmente intuida, como camino de añorada felicidad. Todos somos buscadores. El tesoro que buscamos está en nosotros, en lo profundo y en lo superficial de nuestro ser y de nuestro hacer. Ahí tenemos que anclarnos si queremos descubrir la luz de Dios, el tesoro que hay en nosotros, la iluminación que abre a un nuevo ser en el amor entregado y compartido.
Buscar el rostro de Dios nos transfigura porque nos desestabiliza, nos descoloca, nos hace salir de nuestros esquemas, de nuestras seguridades y nos lleva por senderos que ignoramos. Cuando vivimos zambullidos en la vida real, porque somos amantes de lo que es, de la realidad, habrá dolor, pero ya no sufriremos porque no nos resistiremos a la vida tal como acontece y es, podremos contemplar asombrados cómo hace su aparición una indescriptible libertad interior, que no se sustenta en lo que debería ser sino en lo que es. Porque son nuestras ensoñaciones sobre lo que debería ser lo que nos hace llevar una vida aburrida, quejumbrosa y sin gracia. Cuando seguimos los impulsos del corazón, aunque estemos en medio de la noche, experimentaremos felicidad y paz interior. Permaneceremos en un estado de dicha y ni siquiera el infierno nos afectará. Y la vida seguirá siendo como es tantas veces, difícil, cansina y dolorosa, pero atravesada de una esperanza contra toda esperanza.
Cuando algo nos duele en la vida no solemos pensar que por ahí discurra nuestro camino hacia la Pascua. Si permitimos que las circunstancias aparentemente indeseables de la vida nos muestren dónde estamos, contemplaremos que todo sin excepción favorece la precisión, la delicadeza y el amor bondadoso de Dios en cada momento. Nos preguntaremos cómo hacer que esas mismas situaciones nos despierten todavía más, en lugar de acunarnos en la ignorancia. Podemos usar cualquier situación difícil para animarnos a dar el salto, para dar el paso que nos ponga en disposición de contemplar el rostro de Dios y quedar radiantes. Y esto es aplicable incluso a las situaciones más horrendas que la vida pueda depararnos. Esta es nuestra elección a cada momento: ¿nos relacionamos con nuestras circunstancias con amargura o con apertura? Por eso, cualquier cosa que nos pase puede ser considerada parte del camino, y todas las cosas, y no sólo algunas, son oportunidades para contemplar el rostro transfigurado del Señor en ellas. Buscar el rostro de Dios, contemplar su gloria, tiene el poder transfigurador de llevar el amor de Dios a este mundo nuestro en ebullición, lleno de desamor y de sufrimiento.
La transfiguración nunca es una proyección desesperada de nuestros más bellos sueños para un futuro imaginario; es el hoy, aquí y ahora, de la gracia que está escondida y que nos espera en tantas personas y situaciones donde, en un primer momento, solo vemos desfiguración. Si acogemos y amamos esa realidad, ella se transfigura. Empecemos por nosotros mismos: Señor, danos la gracia de decir ante nuestra vida:¡qué bien se está aquí!
No se puede prever. Sucede siempre cuando menos lo esperas. Puede pasar que vayas por la calle, deprisa, porque se te hace tarde para echar una carta en correos, o que te encuentres en tu casa por la noche, leyendo un libro que no acaba de convencerte; puede acontecer también que sea verano y que te hayas sentado en la terraza de una cafetería, o que sea invierno y llueva y te duelan los huesos; que estés triste o cansado, que tengas treinta años o que tengas sesenta.
Resulta imprevisible. Nunca sabes cuándo ni cómo ocurrirá. Transcurre tu vida igual que ayer, común y cotidiana. ‘Un día más’, te dices. Y de pronto, se desata una luz poderosísima en tu interior, y dejas de ser el hombre que eras hace sólo un momento. El mundo, ahora, es para ti distinto. Se dilata mágicamente el tiempo, como en aquellos días tan largos de la infancia, y respiras al margen de su oscuro fluir y de su daño.
Praderas del presente, por las que vagas, libre de cuidados y culpas. Una acuidad insólita te habita el ser: todo está claro, todo ocupa su lugar, todo coincide, y tú, sin lucha, lo comprendes. Tal vez dura un instante el milagro; después las cosas vuelven a ser como eran antes de que esa luz te diera tanta verdad, tanta misericordia. Mas te sientes conforme, limpio, feliz, salvado, lleno de gratitud. Y cantas, cantas (Eloy Sánchez Rosillo)
Gracias
Gracias!!
Dios se hace humano y lo humano es capacitado para entrever a Dios. Se nos invita a abrir los ojos a la luz. Lo que pasa es que, a veces, la luz, deslumbra y nos hace falta algo de tiempo para acostumbrarnos, acostumbrarnos a la luz.
Magnífica, llena de amor y ternura. Gracias por esta homilía llena de luz
Gracias