
Obra de Enrique Mirones, monje de Sobrado
Para practicar la lectura orante del Evangelio de Jesús es indispensable cuidar el silencio interior. Solo así podremos meditar cada texto evangélico, orar dialogando con Jesús, nuestro Maestro interior, o estar en silencio contemplativo con Dios, nuestro Padre. Podemos decir que el silencio interior es el eje, la clave y el cimiento de la lectura orante del Evangelio.
El silencio interior
Para escuchar a Jesús, nuestro Maestro interior, que nos conduce hacia el encuentro con el misterio insondable de Dios, hemos de cuidar el silencio interior. No hemos de leer los textos evangélicos desde fuera. Hemos de leerlos desde el silencio del corazón. El Maestro Eckhart lo decía de manera sencilla: «Si Jesús ha de hablar al alma, ella tiene que estar a solas y se debe callar ella misma si ha de escuchar a Jesús. Si lo hace, entonces Jesús entra y comienza a hablar». Juan de la Cruz lo dice de modo más profundo: «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta palabra habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída por el alma».
Agustín de Hipona reconoce lo que le sucedió a él y nos puede suceder a nosotros una y otra vez: «Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé […] Tú estabas dentro de mí y yo andaba por fuera». No hemos de buscar a Dios fuera de nosotros: hemos de encontrarlo dentro, en lo secreto del corazón. No hemos de escuchar a Jesús, nuestro Maestro interior, desde fuera, sino en lo más íntimo de nuestro ser.
Dios no va a llegar a nosotros desde fuera. Está ya dentro de mí y de ti. Ha estado siempre porque él es el fundamento de nuestro ser. Desde su propia experiencia, san Agustín dice: «Dios es más interior a mí que lo más íntimo mío». Juan de la Cruz siente que «el centro del alma es Dios». La unión con Dios no es algo que hayamos de conquistar, sino una realidad que hemos de descubrir, vivir, agradecer y gozar. Pablo de Tarso dice: «Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios» (Colosenses 3,3). Nuestra vida, es decir, lo que hace que existamos, nuestro ser más profundo, lo que de verdad somos, el misterio último de nuestro ser, «está oculto con Cristo en Dios».
Todo esto es muy hermoso, pero ¿por qué la inmensa mayoría de nosotros vivimos con la sensación de que Dios está separado de nosotros, en algún lugar que queda fuera de nuestro alcance? Esta sensación de separación de Dios, de su distanciamiento y lejanía, proviene de que vivimos con nuestra atención interior centrada exclusivamente en lo que acontece en nuestra mente o en nuestros sentimientos. Si de pronto nos detenemos, cerramos los ojos y escuchamos nuestro interior, nos encontramos con toda clase de pensamientos, preocupaciones, problemas, sentimientos, recuerdos, proyectos, miedos… Sin ahondar más, pensamos que en eso consiste nuestra vida o lo que entendemos que es nuestra vida.
La mente humana es un verdadero prodigio. Nunca hemos de despreciarla. Todos sabemos que es necesaria para vivir la vida de cada día: para pensar cómo hemos de actuar, para reflexionar sobre tantas decisiones que hemos de tomar en cada momento, para disfrutar de la vida, para hacerla más llevadera… El problema está en que la mente, incluso cuando no está ejerciendo su noble función de reflexión, tan necesaria para todo, está siempre en movimiento, acaparando nuestra atención interior. Pero la mente no es el único ámbito de nuestra existencia. Hay en nosotros un espacio interior más profundo que no está al alcance de nuestra actividad pensante. Precisamente la apertura a la presencia del misterio de Dios y la comunión con él acontece en lo más profundo de nuestro ser, no en el nivel conceptual y sensible de nuestra conciencia.
Todo ese mundo de pensamientos, sensaciones, preocupaciones, recuerdos… Todo eso es real. Todo está aconteciendo en nuestro interior. Pero nosotros no somos solo eso. Nuestra identidad más profunda y real no es esa. Ese no es el centro de nuestro ser. Todo ese ruido interior, toda esa agitación imparable de sentimientos, ideas, preocupaciones, alegrías, miedos, nos hace creer que estamos solos con nuestros líos, problemas, agobios… Nos parece que Dios está separado. Imposible sentirlo cerca. Todo nos hace pensar que Dios, o no existe o debe de estar en algún lugar inaccesible para mí.
Si nos quedamos viviendo siempre a nivel de nuestra cabeza, ocupados siempre en nuestros pensamientos, sentimientos…, viviremos ajenos a lo más profundo de nuestro ser, donde Dios está ya en comunión con nosotros. No conoceremos nuestro ser más recóndito. Nos pasaremos la vida rozando apenas la superficie de nuestra conciencia. Todo quedará reducido a lo que nosotros pensamos o sentimos. Este puede ser nuestro gran error. La vida, la fe, la oración, la espiritualidad, la relación con Dios, e incluso Dios mismo, pueden quedar reducidos a lo que aparece en ese ruido y esa agitación de nuestra conciencia más superficial. No podremos siquiera sospechar que, en lo más íntimo de nuestro ser, nuestra vida esté «oculta con Cristo en Dios». Viviremos agitados, sin silencio interior, y no seremos capaces de percibir lo que hay en lo más íntimo de nuestro ser. Nos sucederá lo mismo que a san Agustín. Dios está ahora mismo ahí, dentro de nosotros, pero nosotros andamos por fuera, muy lejos de lo que es centro de nuestro ser.
La fuerza transformadora del silencio interior
La ausencia de silencio interior está llevando a nuestras comunidades a una «mediocridad espiritual» generalizada. Karl Rahner consideraba que el verdadero problema de la Iglesia de nuestros tiempos es «seguir caminando con una resignación y un tedio cada vez mayores por los carriles de una mediocridad espiritual». De poco sirve reforzar las instituciones, salvaguardar los ritos, custodiar la ortodoxia o imaginar nuevas estrategias pastorales. Es inútil pretender promover «desde fuera» con la organización, el trabajo y el esfuerzo lo que solo puede nacer de la acción interior de Dios en los corazones. Es urgente aprender a «sentir y gustar de las cosas internamente» (Ignacio de Loyola). Voy a exponer de manera sencilla la fuerza renovadora y transformadora que encierra el silencio interior.
Antes que nada, el silencio interior puede transformar radicalmente nuestra relación con Dios. Hay un silencio que no consiste solo en suprimir los ruidos que nos molestan. Es el silencio a solas con Dios: cerrar los ojos, callarnos, estar en silencio, adentrarnos en lo profundo de nuestro ser, abandonarnos con confianza a ese misterio de silencio que no puede ser explicado, solo amado y adorado. Este silencio consiste en acallar poco a poco los ruidos y solicitaciones que llegan a nuestra mente desde fuera.
Las primeras veces que nos propongamos hacer silencio en nuestro interior, talvez no sentiremos nada especial. Nos costará acallar el ruido de nuestros miedos, resistencias, preocupaciones y problemas. Nuestra mente nos llenará de toda clase de recuerdos, pensamientos o imágenes. Pero, si perseveramos, empezaremos a intuir que ese silencio no es un vacío total. El misterio último de nuestro ser se nos oculta. No podemos ver nada, pero tal vez empezamos a percibir una presencia. No podemos escuchar ninguna palabra, pero algo se nos está diciendo desde ese silencio.
Si perseveramos en buscar ese silencio con paz, empezaremos tal vez a escuchar preguntas en lo profundo de nuestro ser: ¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿Por qué he perdido mi confianza en Dios? ¿Por qué no le dejo entrar en mi vida? Nadie me responde con palabras. El silencio es el lenguaje de Dios. Entre nuestras preguntas, miedos y deseos y la presencia amorosa de Dios solo hay silencio. Pero en cualquier momento puede despertarse mi fe atraída por el Misterio. ¡Dios está en mí!
Es entonces cuando hemos de acallar nuestro ser ante el misterio de Dios y reconocer nuestra finitud: «Yo no soy todo. Yo no puedo darme a mí mismo la vida. No soy la fuente, el origen de mi ser…». Es el momento de acoger con confianza ese Misterio que está en el fondo de mi ser, en lo más íntimo de mí. El momento de descubrir con gozo que en mi interior hay un Misterio insondable de amor que me trasciende, pero que está ahí sosteniendo mi ser. Ahora creo y sé que puedo vivir desde esa Presencia.
Tomado de: José Antonio Pagola, Jesús, Maestro interior: Lectura orante del evangelio, 1 Introducción, Editorial PPC, Madrid 2019.
Muy profundo. Gracias
Gracias
Creo que el texto plantea las preguntas precisas y nos orienta sobre cómo acercarnos a la compresión esencial de las mismas…y nos proporciona una herramienta, un método: el silencio interior. Sólo a través de éste podemos vislumbrar el fondo una vez aquietados los pensamientos.. , un fondo limpio, sensible a la emoción.
Gracias
Los maestros de la vida espiritual dicen que hay que comenzar por «ponerse en la presencia de Dios». De forma espontánea y sin reservas. El hombre en actitud de oración no necesita hablar para estar en diálogo. Desde ella toda nuestra vida se convierte en acto de reconocimiento y de respuesta.
Magnífica reflexión para la oración. Gracias.
Cuidense en casa