Vivir conscientemente conectados

Hot Spot III 2009 | Mona Hatoum | Tate Modern (Londres)

En los llamados “discursos de despedida” (o “testamento espiritual” de Jesús), que abarcan los capítulos 13-17, el autor del cuarto evangelio, recogiendo tradiciones anteriores y añadidos que provenían de diferentes manos, sintetiza, con tanta hondura como belleza, el núcleo del mensaje. Un mensaje que, como el resto del escrito, va a centrarse en el Padre, objeto de la revelación de Jesús.

Uno de los aspectos más llamativos del texto concreto que nos ocupa es la estrecha e inseparable relación que manifiesta Jesús con el Padre, desde el principio hasta el final, y que se subraya con uno de los verbos preferidos para nuestro autor: menein, que puede traducirse como “permanecer” o “morar”. Jesús es, antes que nada, quien permanece en el Padre, secreto y raíz de toda su existencia. Por eso, vive también su propia muerte como una “ida al Padre”.

“Padre” (o “Madre”) es una metáfora –entrañable, por otro lado, para los discípulos de Jesús- para referirse a la Fuente de la vida, al Fundamento originario de todo lo que es, a la Presencia atemporal, luminosa y amorosa de donde todo procede y de la que todo está naciendo en permanencia. “Permanecer en el Padre” es vivirse conectado conscientemente a esa Fuente de la que estamos naciendo y que, en último término, constituye la Mismidad última –el núcleo definitivo- de todo lo que somos. Jesús vivió esa “conexión” de una manera tal que constituyó el secreto que explica toda su vida.

Esa “conexión consciente” nos introduce –como introdujo a Jesús- en un nivel de conciencia que trasciende lo mental y egoico, nos permite ver la realidad de un modo radicalmente nuevo y genera actitudes y comportamientos marcados por la paz, la bondad, la compasión y la sabiduría.

Se comprende que el texto empiece con una llamada a la confianza, que proviene de alguien que habla “con autoridad”: “No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí”. Perdemos la calma siempre que nos identificamos con lo impermanente, en cualquiera de sus formas. En definitiva, siempre que tomamos el yo como nuestra identidad definitiva. En cuanto éste se sienta amenazado, caerá la calma y aparecerá la turbación o la inquietud. Y sabemos que el yo necesita poco para sentirse mal. Porque, como decía Tony de Mello, “todo lo que hace falta para descubrir al ego es una palabra de adulación o de crítica”. Hasta ese punto es inestable la “calma” del yo.

Creer en Dios y en Jesús significa apoyarse firmemente o, por volver a la imagen usada anteriormente, vivirse conscientemente conectado, en todo momento, con la Presencia atemporal, la Fuente de Vida o la Identidad última que compartimos.

Se trata, realmente, de una “Identidad compartida”, que no niega las diferencias individuales ni la infinidad de “formas” existentes, pero que las abraza y las trasciende, en una admirable No-dualidad. No otra cosa parecen significar las palabras de Jesús: “Donde esté yo, estéis también vosotros”. Estamos, con él, en el Padre, es decir, compartiendo un mismo “Territorio”, la Mismidad de todo lo que es.

Las “muchas estancias” (o moradas) parecen hacer referencia –por el sentido semita de “muchos” como “todos”- a abundancia y totalidad: se trata de una “inmensa estancia” –ésa es la Identidad última- en la que hay lugar para todos. Percibirlo y vivirlo así es ya permanecer en el Padre.

Para percibirlo, el autor nos presenta a Jesús en una proclamación excelsa –“Yo soy el camino y la verdad y la vida”-, que con frecuencia ha sido mal entendida. Desde una perspectiva mental, se hacía una lectura mítica: Jesús es la verdad y quienes creemos en él estamos también en la verdad. Con lo cual, se caía, inadvertidamente, en un doble error de consecuencias funestas: 1) creer que la verdad podía atraparse con la mente, confundiéndola con una creencia, y 2) creerse en posesión de la verdad, a diferencia de quienes no tenían la misma convicción, cayendo en el característico etnocentrismo mítico, según el cual, el propio grupo es portador de la verdad, frente al error de los de “fuera”.

Todo lo humano es relativo –lo cual no significa, como afirma el relativismo, que todo sea “igual”: hay cosas más ciertas y mejores que otras-; también lo que Jesús dijo no pueden ser sino afirmaciones relativas, hijas de un tiempo y espacio determinado. No puede ser de otro modo, ya que nuestra mente es siempre “situada”, “dice relación” (eso es la relatividad) a unas coordenadas espaciotemporales.

Para aproximarnos a esta expresión, quizás sea bueno recordar que, según los mejores exegetas, el acento de la misma está puesto en el término “camino”. De modo que podría sonar así: “Yo soy el camino que, por la verdad, conduce a la vida”. Sabemos ya que la vida es el objetivo último de la misión de Jesús (“he venido para que tengan vida”: Jn 10,10). Pero, en cualquier caso, la afirmación que el evangelista pone en boca de Jesús se revela completamente sabia si caemos en la cuenta de que el sujeto de la misma es el “Yo soy” universal, la identidad última de todo lo que es. Ese “Yo soy” es la verdad de lo que es; por eso mismo, es también la vida. Y es al percibirlo así cuando encontramos el camino.

En esta lectura es claro que trascendemos el nivel mental, adoptando una perspectiva no-dual (desde un nivel conciencia transpersonal). Pero lo más significativo es que el propio Jesús se vivió en ese nivel conciencia, desidentificado del yo, como Conciencia unitaria. Parecía ser consciente de que su identidad última no era “yo soy esto”, sino sencillamente “Yo soy”, sin otro añadido: ésta es, de nuevo, la Identidad que comparte todo lo que es. Al acceder a ella hemos encontrado el camino, nos reconocemos en la verdad de lo que somos –aunque luego nuestra mente no la pueda nombrar adecuadamente- y saboreamos la vida, más allá de la impermanencia de las formas.

Precisamente por eso, porque Jesús se percibe como el “Yo soy” universal, puede afirmar con rotundidad: “Quien me ve a mí, ha visto al Padre”. ¿Qué es el “Padre”, sino el “Yo Soy” universal y originario? Porque no se trata sólo de que, al ver a Jesús, podemos “imaginar” como será el Dios separado; la afirmación es mucho más contundente: al ver a Jesús, estamos viendo ya al Padre. Sólo hace falta saber mirar.

Pero eso es así, no porque Jesús sea la “excepción” –aunque fue realmente alguien “excepcional”-, sino que es en todo lo real donde podemos ver al Padre… a condición de que no nos hayamos quedado encerrados en la prisión de la mente (y del yo). Dicho más claramente: toda la realidad participa de la identidad del “Yo soy” y, en ese sentido, es manifestación y expresión de Dios. Esto no es panteísmo, sino no-dualidad.

Es cierto que todo esto no puede alcanzarse por la mente (ni está al alcance del yo), porque la mente es inevitablemente dual. Hace falta acallar la mente, sin renunciar a ella –de otro modo caeríamos en la irracionalidad-, para experimentarnos como el “Yo soy”, sin añadidos de pensamientos, recuerdos ni imágenes. Y déjate permanecer ahí… Nota cómo sales de la cárcel del yo (de la mente) y vives un “estar” o “ser”, que es plenitud.

Enrique Martínez Lozano

3 comentarios en “Vivir conscientemente conectados

  1. Angeles dijo:

    Me reconforta y me alegra infinitamente comprobar que mi experiencia de Dios como algo Universal, transcendente en el sentido del conocimiento humano, transversal a todas las religiones, es compartida en este texto maravilloso y esclarecedor… Muchas gracias, me habéis llenado de paz el Domingo!

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