En nuestro recorrido por la experiencia pascual de la comunidad de Jesús el Cristo, nos encontramos en este domingo con una afirmación tan rotunda que realmente impresiona hasta la médula: «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él».
Amar la Palabra es hacer memoria de la vida de Jesús de Nazaret, y reconocer que es el enviado del Padre, el santificado por el Espíritu. El amor que nos viene de parte de Dios en la persona de su Hijo siempre nos encuentra desprevenidos, es como un rayo que nos parte por dentro, que nos abrasa con su fuego, que nos quema, que es doloroso porque nos purifica y nos prepara para ser portadores de su mensaje de Paz, de su Vida y de su obra.
Jesús anuncia su partida al Padre y lo que nos está diciendo es que: el amor y la fidelidad a su Vida y a su Palabra nos convierten en sacramento de su presencia en el mundo. Él será creído en el mundo si somos portadores de su amor. Pero un cristianismo olvidado de Jesús y guiado solo «desde fuera», ¿no seguirá llevando a sus miembros a la incredulidad, a la indiferencia o al infantilismo? «De poco servirá en el futuro insistir en su importancia si los cristianos -jerarquía y fieles- seguimos viviendo sin escuchar la voz interior de Jesús resucitado, “Maestro interior”, que con la fuerza de su Espíritu alienta, llama, interpela, y guía a quienes le siguen» (J. A. Pagola). Permanecer en su amor es mucho más que vivir una religión porque las religiones son creadoras de dioses imposibles que solo sirven para amargarles la vida a las personas y crear conflictos internos que nada tienen que ver con Dios ni con Aquel que pasó por el mundo haciendo el bien.
Aquello que un día fue «Buena Nueva», porque anunciaba a las gentes el amor insondable de Dios, se convirtió para muchos en mala noticia de un Dios amenazador, que es rechazado casi instintivamente porque no deja vivir ni gozar lúdicamente de la vida. Jesús nos lleva por otro camino: el del Amor que engendra la mirada interior. Con mucha frecuencia deberíamos hacer memoria del modo de mirar de Jesús de Nazaret. Él miraba desde el corazón, su mirada era la mirada de Dios sobre el mundo. No es lo mismo leer las Escrituras con la cabeza que leerlas con el corazón. La lectura con el corazón nos abre a la mirada interior para ver lo que para otros está cerrado por la dureza de su mente y de su corazón de piedra. Recordemos la comida de Jesús en casa de Simón el fariseo. Cuando entra la mujer “pecadora”, los fariseos, los maestros de la Ley, los estudiosos de las Escrituras, la miran con la fría mirada de la Ley y de la moral y solo ven en ella impureza y pecado. Jesús la mira con los ojos de Dios que es la mirada de un corazón limpio y solo ve en ella mucho amor y mucho dolor.
Permanecer en el amor de Jesús nos abre un horizonte que nos lleva a vivir pendientes de su memoria. No podemos construir nada sin tenerlo presente, Él nos lo dejó dicho: «Sin mí nada podéis hacer», «El que no recoge conmigo, desparrama». Son dichos de Jesús siempre a tener en cuenta. Nada en la Iglesia y en las comunidades eclesiales se puede hacer fuera del espíritu del Evangelio, y el espíritu evangélico va impregnado de la paz ofrecida por Jesús a todos los trabajos a realizar en medio de la sociedad, una paz que se ofrece con alegría, como cuando les dice a los discípulos enviados por Galilea: «Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz».
Amar y guardar la palabra de Jesús nos capacita para ser hombres y mujeres que no se quedan en la mera apariencia de las cosas sino que van a la raíz profunda donde se generan los miedos, el dolor, el odio, el amor, la frustración, la alegría y la tristeza, para dar ánimo y esperanza y también para denunciar toda injusticia. La guarda del corazón con la fuerza de la Palabra es el arcón donde el padre de familia guarda lo viejo y lo nuevo, desechando lo caduco y lo que se quiere vender como nuevo pero que es mera apariencia y no tiene valor evangélico.
Sabemos, y tenemos mucha apariencia en la historia del cristianismo y en los demás credos religiosos, que la paz no se puede imponer, que no se pude dar nunca donde hay resentimiento, discriminación, intolerancia y dogmatismo. El camino de la paz de Jesús es distinto al que ofrece el mundo. Los portadores de la paz de Jesús no son difíciles de reconocer porque la llevan en su interior y la reflejan en su mirada y en su porte exterior. Ellos buscan siempre el bien de todos, no excluyen a nadie, respetan las diferencias, no alimentan agresión, fomentan lo que une, nunca lo que lo que separa o enfrenta. Siempre tienen la mano tendida al diálogo, no se sienten poseedores de verdades absolutas e inamovibles. Son hombres y mujeres poseídos por el Espíritu de Dios. Él es su maestro interior, es el que da un corazón que sabe escuchar, comprender, respetar, acoger, perdonar, sanar las heridas internas, perdonar y construir en justicia.
Gracias