«Dejadlos crecer juntos» – hoy se nos ofrece esta palabra profética, fuerte y liberadora.
Posiblemente, para los criados del dueño del campo, apresurados para arrancar la cizaña, esta fue una palabra dura de escuchar; puede que también lo sea para nosotros. Nos gusta clarificar, separar, calificar, poner en orden: que todo esté en su sitito para que no haya confusiones. Y, ¿por qué? Sencillamente porque imaginamos que en un mundo perfecto (la comunidad perfecta, la familia perfecta, el país perfecto, etc…) nos sentiríamos a gusto, finalmente disfrutaríamos de la vida y viviríamos en paz. Ante tan bello sueño, se agranda nuestro voluntarismo, nos remangamos, cogemos guadañas bien afiladas, salimos a limpiar el campo, poniendo orden en el mundo: a un lado, el grano bueno, al otro, la cizaña; estos, los buenos, aquellos, los malos; los nuestros y los demás, los individuos de fiar y los no recomendables, etc. En nombre del bien, de la verdad, de la paz e, incluso, en nombre de Dios, las visiones totalitarias y puritanas siguen manchando la Historia de sangre.
¿Por qué el sueño de un mundo perfecto? Buscamos fuera lo que no encontramos dentro, porque estamos en guerra con nosotros mismos. Pensamos equivocadamente que la paz y la alegría que tanto anhelamos vienen de fuera. Dentro palpamos una culpabilidad punzante porque no somos cómo nos gustaría ser. Porque lo que experimentamos no cuadra con una determinada moral, con unas ideas heredadas y no interrogadas sobre lo que tendríamos que ser. ¡Cuánto miedo y cuánta culpa e inseguridad encontramos en muchas de las personas más combativas y más defensoras de una determinada visión del mundo, de la iglesia o de la comunidad! Parece más fácil cambiar el mundo que abrazar la propia vida.
En el campo, que es la vida de cada uno de nosotros, hay trigo y hay cizaña. Nuestra liberación llega, no cuando derrotamos nuestras miserias, sino cuando empezamos a vivir la verdad de nosotros mismos bajo la mirada amorosa y compasiva de Jesús. No es no cometer fallos lo que nos acerca a Dios, sino la compasión con nosotros, con nuestras debilidades y con las personas que nos rodean. La santidad no tiene nada que ver con la perfección. Christian Bobin dice que «la perfección es la hermana pequeña y mimada de la muerte». En efecto, la lucha por la perfección nos desconecta de la propia vida y de la de los demás, y contiene en sí misma, bajo una apariencia muy seductora, un gran potencial destructivo. Al contrario, la santidad es el gusto por la vida tal y como es – una capacidad casi infantil de alegrarse con aquello que es, sin pedir nada más.
Ser misericordioso con uno mismo significa no cerrar el corazón a lo que de desdichado y solitario, de pobre y miserable, de infeliz y fracaso hay en mí, al sentimiento de abandono y de soledad que percibo en mí interior. No cerrar el corazón a las cosas que hay en mí dignas de compasión, a lo que más quisiera olvidar y reprimir, porque me resulta muy desagradable y doloroso.
Jesús dice a cada uno de nosotros: Ama aquella parte de ti que te gustaría no tener. Empieza por envolverla con amor y verificarás que la cizaña está en ti como un regalo, como un tesoro. La cizaña hará con que el trigo se fortalezca y que en nuestra vida la cosecha de grano sea más abundante y que el pan, que es la propia vida, sea para todos. Dejadlos crecer juntos.
La suave locura de Dios es esperar por cada uno. Jesús es un profeta paciente. Su pasión es sanar. Esta es su fuerza: la fuerza de servir la vida frágil, de guardarla, de cuidarla, de reactivar la esperanza. Para Él ningún de nosotros está acabado, y nadie está para siempre perdido. Su alma se estremece con los recomienzos. Nos dice una y otra vez: puedes nacer de nuevo, sin la violencia de la amputación, sino acogiendo en ti, como buen hospedero, la diversidad de la vida.
De su compasión aprendo a ser compasivo conmigo cuando siento mis enfermedades y heridas, cuando acojo con ternura al niño herido que llevo dentro, cuando me abro a él y le permito que se exprese, cuando veo todo lo que hay en mí con la mirada compasiva del corazón. No me enfado conmigo mismo, con mis fallos y debilidades, sino aprendo a convivir con ellos, aceptándolos entre mis amigos. Me entrego a ellos. Les permito existir. Habitar ese lugar donde residen mis sentimientos de vulnerabilidad es habitar en la casa de Dios, donde descubro, más allá de mi entendimiento, la intensidad y la universalidad de su amor, que hace llover sobre justos e injustos, que espera que muchos vengan del oriente y del occidente, del norte y del sur, y que se sienten a la mesa en el reino de los cielos. Que todos crezcan juntos. En la casa del Padre hay muchas moradas. Dejadlos crecer juntos.
Gracias, gracias, gracias!!
Señor, danos la mirada compasiva del corazón.
Gracias
Es siempre muy enriquecedor poder leer y meditar el mensaje escuchado…
¡Gracias hoy y siempre!
Es difícil y costosa la aceptación de nuestra limitación y pecado, pero elemental y saludable para la liberación y crecimiento personal y social. Sin reconocimiento no hay encuentro con uno mismo, con l@s herman@s y con Dios. Jesús lo deja claro.
Para seguir a Jesús no hay que hacer grandes cosas. Hay que buscarlo en lo pequeño y cotidiano. La construcción del Reino de Dios nos necesita como levadura. Gracias por esta bellísima y contundente homilí a. Llega a lo más hondo.
La suave locura de Dios!!!