– «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
– «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió:
– «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo». (Mt 16,15-17)
La fe es un modo de conocimiento. En el origen del acto de conocer se esconde una opción inicial, una orientación de todo nuestro ser, despertada por una fuerza que viene de dentro, por un deseo de ver algo que atrae, magnetiza, provoca, llama… La fe parte de esta provocación de Dios, «de la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), cuyos reflejos conservamos todos. Un día la luz encuentra eco en nosotros y nos invita a ir en busca de su fuente. Pero su llamada viene de ese estrato de nuestra existencia que es mucho más silencioso que la mente.
La razón que usamos en la vida diaria está habituada a sonidos mucho más fuertes: las trompetas de las pasiones, los barullos de las preocupaciones, el afán por hacer y hacer siempre más. Para que seamos sensibles a la luz es necesario que despertemos de un sueño a veces largo y profundo para dar lugar a la pasividad receptiva. Aquel que nos llama también nos ha dado oídos para escucharlo. Ha puesto en nosotros ese oído del corazón que es capaz de percibir cómo la vida llama a la Vida, cómo «una sima grita a otra sima con voz de cascadas» (Sal 41,8). Y la luz anhela manifestarse, irradiarse en nosotros; así la vida de Dios quiere unirse a nuestra vida y a nuestro conocimiento.
Jesús vino para que los hombres «te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Pero en cuanto nos esforzamos por conocer a Aquel que nos ha llamado para conocerlo, nos topamos con el «desconocimiento». San Simeón el Teólogo, uno de los Padres de la Iglesia oriental, decía: «Nuestra capacidad de conocer a Dios es semejante a un hombre que se encuentra en una noche cerrada junto al mar infinito y pretende iluminarlo con su pequeña vela encendida». Aquí, en la oscuridad, donde la razón reconoce sus límites, comienza el itinerario que lleva al encuentro. Conocer a Dios es un encuentro. La noche del no saber nos es el límite, sino el comienzo, la primicia del nuevo camino que se abre en nosotros. La gracia del conocimiento es siempre inesperada, sorprendente, gratuita. El conocimiento de Dios llega de improviso por los ojos, los oídos, la razón, pero sobre todo por Aquel que se adueña de nuestro interior.
«Te conozco por tu nombre», le dice el Señor a Moisés (Ex 33,17). Antes incluso de nuestro nacimiento, Dios nos conoce hasta la médula de nuestros huesos, hasta nuestros pensamientos y deseos. Y su conocimiento es una forma de revelación. Él nos muestra su verdadero rostro, el rostro de Aquel que nos ama, nos sondea, nos mira. La fe se enciende en el mismo instante en que encuentra esta mirada de amor y uno se reconoce en ella.
¿Cómo he podido percibir la presencia de Dios en las entrañas de mi ser? Se le reconoce por aquel mismo despertar de amor que ayuda a un recién nacido a reconocer a su madre. El ser humano se encuentra con el amor que lo ha llamado a la existencia. Mi ser lleva en sí esta llamada y el conocimiento de Dios es una respuesta, pues la vida llama a la vida, y el amor invoca al amor, y el verdadero conocimiento de Dios no es más que la inmersión en el mar que él es.
Dios nos acecha sin cesar para cruzarse con nuestra mirada. Deja por doquier señales que nos orientan hacia los caminos de su conocimiento. Cada uno conoce su propio sendero: en una sonrisa transparente, en el dolor punzante, en el amor compartido, en la soledad que se abre a una Presencia, en la esperanza que desborda nuestra existencia… Quien tiene oídos, oiga: «Yo soy Aquel que es, Yo estoy aquí. Yo te espero. Yo te bendigo».
La mirada de Dios es como la Palabra que protagoniza la parábola del sembrador. Cae aquí y allá sin excluir a nadie. Lo mismo en el terreno bueno que en el malo. La mirada que nos trastorna es capaz de encontrarnos, de horadar cualquier costra. La Palabra, aunque haya sido pisoteada, deja un sonido, una sombra, una huella de su visita. La mirada del Verbo en persona es enviada a todo hombre, de la misma forma que el sol brilla sobre justos e injustos.
Cristo nace en nosotros antes incluso que nosotros mismos. Él ha visto a Abrahán, a Agar junto al pozo de agua viva en el desierto, a Natanael bajo la higuera y a cada uno de nosotros en no importa qué instante de la vida. Creer significa, antes de nada, mirar a Aquel que nos ve. Todo ser humano tiene grabada en sí una chispa de una mirada del Otro y el gran misterio de la existencia se desvela en este cruce de miradas. La persona solo se revela plenamente en este encuentro. Se revela y, a la vez, se le revela el mundo y cada ser humano bajo la misma mirada que ilumina su corazón. Ahora, todo es luz.
«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.» Dichoso tú, Simón Pedro, porque en tu corazón de hijo conocido, sondeado, amado, te descubriste bajo una mirada amorosa y, en ella, captas toda la realidad en su misterio. Todavía tienes mucho camino por delante, tropezarás en tus prejuicios, en tu ideología, sentirás miedo, te acobardarás, negarás la verdad, llorarás de amargura, pero, ya nada de eso será determinante, pues en la mirada del Resucitado encontrarás los mismos ojos que te buscaron y nunca te abandonaron a lo largo de tu vida, ante los cuales solo puedes rendirte: «Señor tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo». (Jn 21,17) ¡Dichoso tú, Simón Pedro, porque has encontrado las llaves del Reino de los Cielos!
Gracias
Gracias
Gracias, siempre!!
Ave María
Precioso texto…..
Gracias Señor por regalarnos el don de la Fé…, auméntanos la Fé… ✝️🛐
En unión de oraciones.