Obra de Enrique Mirones, monje de Sobrado

Cada día somos testigos de que Dios puede manifestarse con libertad soberana e impactar con fuerza misteriosa en cualquier corazón humano. Hoy damos gracias por el don de reunión y de comunión, si bien, comprobamos día a día que nos persigue la amenaza del narcisismo, lastre persistente para el encuentro con Dios y con los hermanos.

Narciso -de quien nos habla el mito griego- era un joven muy hermoso y atractivo. Pero era incapaz de enamorarse de alguien. Solo le apasionaba su propia imagen, que descubrió reflejada en el agua del río. Tan absorto estaba en sí mismo que dejó de atender sus necesidades básicas y se fue consumiendo hasta terminar convertido en una flor, el narciso, flor hermosa y maloliente.

El narcisista sobrestima las propias habilidades y está necesitado, en exceso, de admiración y auto-afirmación. El mundo es una especie de prolongación de su propia sombra que proyecta, sobre todo. Todos somos un poco narcisistas. Mis preocupaciones, mis deseos, mis logros y mis fracasos, mis proyectos, son el centro de la vida. El narcisista es el único protagonista en el escenario de la vida; todo lo demás está referido a él mismo, y sólo adquiere relieve e importancia en la medida en que él se la da.

Hay otros personajes en la vida del narcisista: Dios y los demás; pero tanto Dios como los demás están a su servicio: Dios para sacarle de apuros, facilitarle las cosas o proporcionarle justificaciones; los demás, como obstáculos o para estar a su disposición. Hay una sobrevaloración de lo suyo y una minusvaloración de lo demás. Nadie de nosotros quiere ni ser ni vivir de esta manera; somos críticos ante personas así, si bien, en momentos de lucidez nos hemos descubierto centrados en nosotros mismos.

El narcisista presta atención y da validez a las cosas y a los argumentos, en función de quién lo dice, de acuerdos o desacuerdos previos, de prejuicios. Sólo considera lo que dicen determinadas personas, medios de comunicación, escuelas, en función de criterios previamente tomados y no siempre objetivos. Todo ello se va absolutizando y, al final, más que tener tal o cual opinión, es la opinión tal o cual la que le tiene a él, que le convierte en ‘su defensor’ contra los enemigos o detractores. Se va convirtiendo en seguidor de ideas, de programas, de consignas, más que en seguidor de Jesús. Dios queda empequeñecido, reducido a una caricatura en su limitado espacio mental. Dios, es algo que posee, que maneja y que manipula según su conveniencia; no es el Dios vivo, el Padre de Jesús, el Dios que le trasciende y se le revela en la vida. Atrapado en los límites de su estrecho mundo, es muy difícil que se abra al Dios inefable, desconcertante, siempre mayor, a menos que suceda un milagro.

Los objetivos, metas y propósitos del narcisista son su absoluto, caiga quien caiga. Sólo tiene ojos y corazón para ellos, vive para conseguirlos. Su vida espiritual es un ejercicio útil para la salvación de sí mismo. No puede ver fuera de sí y percibir la presencia, la llamada, el desafío, la interpelación de Dios desde otro lugar vital distinto de sí mismo.

Todos podemos ser, en ocasiones, un poco narcisistas y sentirnos identificados con algunos de sus rasgos. Eso nos recuerda que estamos siempre en camino, que necesitamos permanecer en el amor de Jesús para ir construyendo una comunidad que sea eucarística, en la que nos vamos transformando en carne de Dios, partiéndonos y repartiéndonos por el bien de todos en comunión con los hermanos.

Recordamos hoy muy especialmente a los hermanos ausentes. Felicitamos con sincero agradecimiento a cada hermano de la comunidad, particularmente hoy a José Carlos y a Carlos María. Y bajo la mirada siempre amorosa de María, confiados en la Misericordia de Dios, renovamos nuestro anhelo de ser la comunidad que Jesús quiere.