Estamos finalizando el año litúrgico y de nuevo surge ese toque de atención que es una llamada a la vigilancia, a saber leer los tiempos y los acontecimientos de la historia presente. Historia religiosa y política, historia personal y colectiva, historia de familia, historia de comunidad religiosa-monástica. Todo tiene que pasar por el tamiz del discernimiento. Saber de qué calidad es nuestra felicidad, en qué se fundamenta, si está arraigada en la fe en Jesucristo, la roca firme de nuestra vida, o en la arena movediza de las satisfacciones inmediatas de niños caprichosos y sin sentido. Saber de qué calidad es nuestra esperanza, en qué se fundamenta, cómo la mantenemos despierta y activa para no encontrarnos con cualquier cosa, para no desesperar del ser humano, para no perder nunca el anhelo de la vida eterna para todos; no dejar de buscar, de crear, de crecer, de confiar. Aunque no lo sepamos, los que viven así están aguardando la venida de Dios.
El texto del Libro de la Sabiduría que se nos proclamó, nos abre la puerta para adentrarnos en la Parábola de las diez doncellas: «La Sabiduría es radiante e inmarcesible. Se deja ver fácilmente por los que la aman y encontrar por los que la buscan. Se adelanta a manifestarse a los que la desean. Quien madruga para buscarla, no se cansa, pues la encuentra sentada a la puerta. Meditar sobre ella es sensatez consumada, quien se desvela por ella pronto se ve libre de preocupaciones» (Sb 6, 12-15). Es la parábola de la vida y no es fácil escuchar este mensaje que nos plantea una cuestión que es vital: ¿Hacia dónde camina mi vida? ¿Qué espero o qué esperamos? ¿De qué alimentamos nuestro hombre interior? Al hombre de nuestros días solo parce fascinarle lo que es nuevo, lo actual, el momento presente, sin caer en la cuenta de que todo tiene un sello de caducidad, que lo nuevo mata a lo nuevo y el momento presente es caduco. Por eso hay tanta ansiedad en la sociedad, tanta agresividad, tan poca esperanza. Solamente queremos vivir el gozo inmediato de las cosas, estamos quemando el aceite de nuestras lámparas y el candil de nuestro cuerpo es el ojo, y si nuestro ojo está malo, todo nuestro hombre interior estará en oscuridad, y lo que es peor, esa oscuridad ahogará los sentidos porque perderemos la capacidad de ver y de sentir la presencia del Santo en todo lo que nos es familiar, en todo lo que va aconteciendo en nuestra vida.
Khalil Gibran dice acertadamente: «Vuestra vida cotidiana es vuestro templo y vuestra religión.
Cuantas veces entréis en ella, llevad con vosotros vuestro ser.
Llevad el arado, la fragua, el martillo, el laúd.
Las cosas que modelasteis en la necesidad o en el placer
Pues en sueños, no podéis elevaros por encima de vuestras realizaciones ni caer por debajo de vuestros fracasos
Y llevad con vosotros a todos los hombres.
Pues en la adoración, no podéis volar por encima de sus esperanzas ni descender por debajo de su desesperación.
Y si queréis a Dios, no os preocupéis por descifrar enigmas.
Mirad, más bien, a vuestro alrededor y Le encontraréis jugando con vuestros hijos,
Y abrid vuestros ojos al espacio y Le veréis caminando por las nubes, extendiendo sus brazos en el relámpago y descendiendo en la lluvia.
Y lo veréis sonriendo en las flores y luego levantándose agitando las manos de los árboles» (El Profeta. Religión).
La vigilancia a la que Jesús nos llama es una actitud interior que nos ayuda a estar atentos. No se trata de prepararnos para gozar un día de una vida eterna que ya es garantía y un don gratuito de Dios, es otra cosa. Tampoco la vigilancia la tenemos que considerar como largas vigilias de oración, austeridades y ayunos, ni tan siquiera renunciar los gozos de la vida que se nos dieron para nuestro disfrute. Tampoco no contaminarnos con la cercanía de pecadores y descreídos. Nuestra vigilancia radica en hacer que las actitudes de Jesús de Nazaret, según los Evangelios, estén vivas dentro de nosotros, sean nuestra vida, sean nuestra justicia y nuestra paz. Que todos los esfuerzos por mejorar nuestro mundo se unifiquen, a pesar de las diferencias ideológicas y religiosas, y nos llevarán a conseguir que el derecho de las personas a ser felices sea una realidad. Porque el ser humano no tiene solo “necesidades” que se apagan cuando quedaron satisfechas. Lo propio de la condición humana es el “deseo” que no se sacia nunca, puesto que está abierto al infinito y a lo universal. El ser humano es deseo de amor, de verdad, plenitud, felicidad total, y esto no se consigue con la mera satisfacción de los bienes materiales. El hombre interior tiene insatisfacciones que lo meramente natural nunca podrá llenar.
Sobre esta parábola hay personas que se sienten molestas por la actitud de las doncellas que no quieren compartir su aceite con sus compañeras. Pero hay cosas que no se pueden compartir y son intransferibles. La falta de previsión en este caso es una falta de atención a la vida. Cada uno conoce su propia verdad, aquello que lo hace ser él mismo y que mantiene despierto su corazón. Lo contrario, ¿qué es lo que, además del sueño natural, también hace que se duerma el corazón, e hace también que se apague su luz? No es esta una cuestión menor, porque nuestras actitudes y respuestas, nuestra cercanía o lejanía de las cosas y de las personas son las que van definir la respuesta final y la atención de nuestro oído interior para escuchar la voz que anuncia la llegada del Esposo, que no tiene por qué estar referida a un momento final. Cada vez que nos negamos al prójimo, que nos encerramos sobre nosotros mismos, que somos insensibles al dolor ajeno, cada vez que nos refugiamos en el inmovilismo, cada vez que cerramos nuestras puertas, estamos vaciando el aceite de nuestros candiles, el aceite del amor gratuito y generoso.
Finalizamos esta reflexión con unas palabras de J. A. Pagola: «El Evangelio nos invita a la vigilancia. La esperanza cristiana no instala en la inconsciencia. Al contrario, inquieta; anima nuestra responsabilidad y creatividad; no nos deja descansar. Una persona que mantiene encendida la lámpara de la esperanza es una persona eternamente insatisfecha, que nunca está del todo contenta ni de sí misma ni del mundo en que vive. Por eso, precisamente, se la ve comprometida allí donde se está luchando por una vida mejor y más liberada.
Estos son los creyentes <sensatos> que tanto necesita nuestra sociedad. Personas de esperanza incansable. Hombres y mujeres que saben que el crecimiento del nivel de vida no es la última salvación que apaciguará al ser humano. Creyentes que luchan por un mundo más humano, pero que saben que nunca será un puro desarrollo de nuestros esfuerzos, sino regalo de Aquel en quien encontraremos un día la plenitud».
Gracias
«Pedazo» de reflexión!!!! Nos lo dejas muy claro. Sólo hay que mantener la luz encendida. Pero con que aceite??. Muchas gracias por compartirla con nosotros
Si tenemos que dejar la luz encendida siempre y esperar muchas gracias
Gracias!!
Es reconfortante la reflexión de hoy … anima a seguir adelante con la esperanza de que un mundo mejor es posible teniendo siempre como centro el evangelio… así las cosas que hacemos cada día de forma ordinaria se convierten en extraordinarias … realmente hacerlo todo por Jesús, Nuestro Señor, ya es algo extraordinario!!!
Gloria al Señor!!!
Gracias
Gracias por esta homilía.