El grito y el salto

Fotografía de Chris Yang | Unsplash

El evangelio de hoy nos habla de un hombre, Bartimeo, que, sentado junto al camino pidiendo limosna, grita: «¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!» (Mc 10,47) Es ciego, pero había escuchado que era Jesús el Nazareno quien pasaba por allí. Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten misericordia de mí!…

Me parece que una de las fragilidades de nuestro tiempo es el rechazo al dolor y, simbólicamente, al grito, situación que tiene como consecuencia la búsqueda y el consumo de toda especie de productos anestésicos, que también pueden llevar la etiqueta de espirituales. Quien no quiere confrontarse con el dolor pierde una dimensión fundamental de la existencia humana.

Bartimeo grita. El grito conecta con las entrañas, con la verdad profunda, más inmediata, no racionalizada. El grito es, a la vez, contacto directo con lo más íntimo de uno mismo y exposición de una honda insatisfacción.

¿No traeremos dentro de nosotros un grito sofocado? ¿Seremos aún capaces de gritar nuestro dolor o ya no nos permitimos sentirlo? ¿Con qué nos anestesiamos? ¿Con que precio, para nosotros y para los demás que con nosotros viven? ¿Con cuánto esfuerzo, en distintas situaciones, nos mantenemos a flote? Nos gusta imaginarnos como una superficie pulida (la idolatría del bienestar) para no dar espacio al dolor reprimido en nosotros. Nuestra oración nunca la imaginamos como un grito a rienda suelta. Preferimos la delicadeza y la compostura de las frases bien hechas. Pero en las superficies pulidas, sin aristas ni fisuras, todo se desliza y nada se adhiere. Son así, tantas veces, nuestras relaciones, también con Jesús. Resistimos a confiarle la vida.

Los mendigos del evangelio nos son ofrecidos como maestros de vida. Somos gente necesitada de salvación. Lo que es problemático es no ser capaz de reconocerlo. Esa, sí, es la ceguera más grande de nuestro camino espiritual. Cuando nos damos cuenta de que no vemos, de que los ciegos también somos nosotros, es un signo de que el Espíritu nos está iluminando el corazón. Dramático es vivir en la ilusión de quien piensa que todo lo ve. Ciegos, en los caminos del Espíritu, no son los que no ven, son los que piensan verlo todo.

Dice el texto que Jesús se detuvo y que mandó llamar Bartimeo. Y él, arrojando su manto, se levantó de un salto y se acercó a Jesús. Es su grito irrefrenable lo que le da la dimensión al salto. Bartimeo ha encontrado la curación a través del grito. Ha sido salvado en el momento mismo en que ha tenido el valor de gritar y gritar cada vez más fuerte cuando todos hubieran querido taparle da boca. ¡Es todo tan impresionantemente verdadero en Bartimeo! Hay una desmesura (la de la libertad) que da el tono a la vida cuando vivimos desde la verdad del corazón, en el dolor y en la alegría. La fe es un salto sostenido por la certeza de una mirada, aunque sea en la travesía de una densa oscuridad. Apoyado en la mirada del corazón, Bartimeo salta hacia Jesús.

La relación con Jesús pide la verdad de nuestra vida sin recortes ni adornos. Por dentro de nuestras fisuras encontraremos Aquel que vino para los enfermos y para los pecadores (Mc 2,17). La alegría que el evangelio ofrece es siempre pascual –vida que se recibe en la impotencia del dolor, luz que brilla en la oscuridad de la ceguera– es absoluta gratuidad y no obra de nuestras manos. Quien nunca ha dirigido a Jesús un grito de súplica difícilmente puede testimoniar el don que Él es para la vida de cada ser humano. Parafraseando una parábola del evangelio (Lc 15,4-7), ¿quién puede testimoniar algo de absolutamente vital en la relación con Jesús: la oveja perdida o las noventa y nueve que no se han perdido? Los mendigos, los perdidos, los marginados, están en el evangelio como hermanos y amigos nuestros, señalándonos que también nuestras vidas tienen lugar en el corazón de Dios.

¡Hijo de David, ten misericordia de mí! – este grito u otro semejante alimentó y alimenta la oración de tantos monjes y de tantos otros mendigos y buscadores, esperando que los ojos del corazón se abran a la luz divina, la luz del fuego de la misericordia, para poder ver a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios.

9 comentarios en “El grito y el salto

  1. Beatriz dijo:

    “La compostura de las frases bien hechas “…. efectivamente,….las alardeadas guardar las formas…. , pues menos mal que Bartimeo no guardó las formas y siguió gritando… consiguió que el Hijo de Dios se detuviese,… “ Jesús se detuvo “ … palabra para detenerse y contemplar…
    Muchas gracias por la enseñanza de hoy… para releerla más de una vez.

  2. Mane dijo:

    La actitud del ciego que grita en el camino a Jesús. Pide ardientemente ver. Quien actúa así, se transforma. «Señor, que vea», que no se apague en mi tu luz.
    Magnífica reflexión. Muchas gracias por compartirla

  3. Luis Martinez Sanchez dijo:

    En un tiempo como el actual, donde prima lo guapo, lo perfecto, lo no esquinado…las angustias de la marginalidad no tienen cabida, no son bien vistas. Cualquier tipo de dolor es muy humano, incluso el espiritual…y, muchas veces, estos malestares se hacen a las personas insoportables. Quizá sus manifestaciones claman más fuertes hacia el interior del ser…hacia ese corazón que se resquebraja, que sangra y se hiere…llora lágrimas de incomprensión el alma y se desborda en lamentos. No necesariamente se exteriorizan las Penas, los agarrotamientos del espíritu… Por eso, más que nunca, el hombre Grita al Hacedor del Cosmos…al Hijo del Hombre, Jesús, para ser oído, para sentirse abierto y acompañado en el sin ver…en el sentirse no abandonado.
    No nos dejemos dominar por lo bien visto…luchemos con dignidad por ser seres humanos en toda plenitud. Digamos un sí eterno al Amor De Dios.

  4. Iñigo dijo:

    Sin alardes, sin titubeos, sin dejarse fascinar por el mal, urgidos por la mirada limpia del corazón y por la luz cálida y deslumbrante, ojalá nos atrevamos a seguir orando como Bartimeo y tantos monjes a lo largo de la historia: Hijo de David, ten misericordia de mí!

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