Viernes Santo

Tríptico de la Pasión | Ruizanglada

Acabamos de escuchar la Pasión según San Juan. En los relatos de San Mateo y de San Marcos, Jesús exclama en la Cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? En el sufrimiento es difícil mantener la confianza en Dios. ¿Perdió Jesús la confianza en su Padre? Las palabras que pronuncia Jesús son el principio del salmo 21. Este salmo expresa una gran angustia, pero termina con magníficas palabras de esperanza: porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro: cuando pidió auxilio, lo escuchó…lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos.

No podemos dudar de que Jesús sintió un terrible sentimiento de abandono por parte de Dios. Vivió en propia carne el desamparo de la soledad y el abandono, conoció la terrible indefensión de los que son heridos, traicionados y humillados injustamente, pero tuvo también la certeza de la intervención de Dios. La confianza de Jesús fue puesta a prueba, pero no la perdió.

Cuando se nos presentan realidades así -en absoluto fáciles de afrontar- con frecuencia, nos hacen pobres y despojados. No hay soluciones mágicas, forman parte de la vida, hay que aceptarlas, y, por decirlo de alguna manera, desde la fe, no nos queda más remedio que ‘jugar el juego’ con confianza. Pero, no debemos tener miedo a la vida, a las dificultades, al sufrimiento. No tengáis miedo, repite incansablemente Jesús.

Teresa de Lisieux, al final de sus días, tras una intensa noche oscura, dijo que ‘todo es gracia’, que todo puede contribuir a nuestro bien, al final todo puede resultar positivo. Y el hermano Roger de Taizé, no se cansaba de repetir, que ‘Dios tiene para nosotros designios de amor’.

Todas las situaciones que nos desestabilizan, tienen puntos en común. Sean cuales sean sus causas y su naturaleza, ponen a prueba, al mismo tiempo, la fe, la esperanza, o el amor, con especial énfasis en uno u otro.

Hay situaciones difíciles en las que inevitablemente me planteo preguntas, como: ¿Dios me quiere realmente, está presente en este momento difícil? Consciente o no, siempre doy una respuesta. Puedo dudar de su amor, puedo acusar a Dios de haberme abandonado, puedo sublevarme contra Él… son cosas que suceden con frecuencia. Sin embargo, y esto es lo bueno y constructivo, puedo percibir esta situación como ‘un momento de prueba’, como si fuera una ocasión para una confianza más decidida, a una fe más consciente, más adulta. ¿Podrá Dios sacar algo bueno de lo que pasa? No es más que una cuestión de fe. Aunque no vea ni sienta nada, aunque las apariencias se contradigan, estoy decidido a seguir teniendo confianza en Dios: no me abandonará, aunque no lo entienda ahora, todo colabora para el bien.

En otras ocasiones, en las travesías de dolor, me debilito, me empobrezco, pierdo algunas seguridades. Me dejo llevar fácilmente por la preocupación, el desánimo, y por todos los demás sentimientos negativos que pueda experimentar en ese momento. Y me pregunto, ¿cuál es mi apoyo?, ¿con qué cuento?, ¿sobre quién pongo mi esperanza?, ¿cómo pienso salir de ésta? La respuesta que estoy invitado a dar es que cuento con el Señor, espero en su auxilio. Esto no significa que no vaya a usar todos los recursos humanos a mi alcance, sino que, en lo más profundo, me abandono en las manos de Dios, es en Él en quien espero. Es una oportunidad para aprender a encontrar más en Dios la verdadera seguridad. Y Dios no me abandona jamás. La Escritura lo dice una y otra vez: aunque se muevan los montes y tiemblen los collados, no se apartará más de ti mi misericordia y mi alianza de paz será inquebrantable -dice el Señor, que te ama- (Is. 54,10).

Hay ocasiones, en las que puedo sentir aridez en mi itinerario espiritual. Se pone a prueba mi relación de amor con Dios para que se haga más libre, más desinteresada, más auténtica, y se me da la oportunidad de buscar, más allá de ‘los consuelos de Dios, al Dios que da los consuelos, pero, también, las desolaciones’.

Permanentemente me enfrento, también, a descubrimientos que no me gustan del otro, que ponen a prueba mi amor, pero que me proporcionan la ocasión de amarle tal y como es, gratuitamente, sin expectativas, de aceptarle y de perdonarle.

Y, quizás el hueso más duro de roer, que me acompaña a diario, es el de aprender a amarme: me quiero cuando estoy satisfecho conmigo mismo, cuando todo me va bien, pero cuando me topo con mi pobreza, con mi fragilidad, con mi pecado, empiezo a odiarme. Cuando mi imagen es quebrada, se me ofrece la oportunidad de amarme aceptando mi vulnerabilidad, mis debilidades y limitaciones.

Juliana de Norwich, mística inglesa de la Edad Media, vivió en una época muy agitada. En el transcurso de una gravísima enfermedad, en una de sus revelaciones, Jesús le dijo: ‘tú misma lo verás, todo, sea lo que sea, terminará bien. Yo puedo hacer que todo salga bien’.

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

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