A todos nos conmueve la actitud del samaritano que se compadece, se acerca y cuida de un hombre caído en el camino, maltratado y herido. De tal forma es así que a esta parábola (Lc 10,25-37) la conocemos por la del buen samaritano. Todos deseamos ser buenos samaritanos. Y este deseo lo llevamos clavado en el corazón, nosotros que estamos aquí y cada ser humano, creyentes y no creyentes. No es necesario que sea invocado el nombre de Dios para que salgan a la luz nuestras entrañas de misericordia. Cada ser humano, sin ninguna excepción, es, en su esencia, bondad y compasión. Puede que esa bondad y compasión habiten debajo de muchos escombros, pero existe. Como escuchamos en el libro del Deuteronomio, no es necesario subir al cielo ni cruzar el mar, porque el mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas. (cf. Dt 30,10-14)
Sin embargo, ningún de nosotros puede decir que nunca haya cerrado los ojos ante el sufrimiento de otro, que nunca haya mirado para el otro lado o que la indiferencia nunca haya anidado en su corazón. En el ámbito de la relación, todas las distancias que creamos, todas las dificultades en el encuentro, no están fuera de nosotros, tienen una única raíz: la distancia a la que vivimos de nuestro corazón a causa del miedo de nuestra propia fragilidad.
Entonces, ¿qué es lo que puede conectarnos con nuestro corazón? Dejarnos mirar y amar en nuestra desnudez, en estado de absoluta carencia. Esta es la clave que nos da acceso a nuestro corazón, rebosante de bondad y de compasión. El buen samaritano entró en conexión con su corazón compasivo mientras otro vendaba sus heridas y derramaba sobre ellas vino y aceite. Es esta memoria que lleva grabada en su carne que le mantiene atento y de corazón abierto ante el dolor de los demás.
Lo que nos pasa es que, aunque seamos todos personas profundamente necesitadas, nos cuesta mucho enseñar nuestra carne herida y presentarnos necesitados delante de los demás. Tememos no ser respetados, valorados y aceptados, y en una actitud puramente defensiva, juzgamos a los demás, encontrando en ellos múltiples límites, para justificar nuestra desconfianza y no permitir que se acerquen. Nos parece muchísimo más fácil cuidar que dejarnos cuidar, pero, la verdad es que solo podemos cuidar (cuidar con libertad y sin búsqueda de recompensas) desde abajo, desde la experiencia de la indigencia. ¡No hay otra forma!
Me parece que la gran pregunta, y la más inquietante, es la que está en el subtexto de este relato: ¿A quién permites que se acerque a ti? Desde los primeros siglos, los llamados Padres de la Iglesia ven en el buen samaritano al propio Jesús. ¿Permitimos que Jesús se acerque a nuestras vidas, que nos cuide y nos sane? No el Jesús imaginario, inmaculado e intachable, sino el Jesús presente en la vida de nuestros hermanos, de nuestros prójimos, de aquellos que comparten lo ordinario de la existencia con nosotros, pobres mediaciones, desfigurados y maltratados como cada uno de nosotros. ¿Permitimos que se acerquen?
En el tiempo de Jesús, para algunos judíos, los samaritanos eran considerados despreciables e impuros, pero fue precisamente uno de ellos que se acercó al hombre maltratado y no el sacerdote o el levita. Esta parábola nos invita a cuestionar nuestros criterios para el reconocimiento de la presencia de Dios en los demás. «Dios ha escogido lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil para confundir a los fuertes; ha escogido lo vil, lo despreciable, lo que no es nada a los ojos del mundo para anular a quienes creen que son algo.» (1 Cor 1,27-28) Es que el Dios crucificado manifiesta preferentemente su amor bajo formas de gran pobreza. Creo que todos estamos perdiendo mil posibilidades de sanación y, como consecuencia, mil oportunidades de ofrecer sanación. «El aceite del consuelo y el vino de la esperanza» (Prefacio común VIII) pueden estar escondidos entre piedras y zarzas, pero nunca nos olvidemos que la luz pascual es una luz nocturna.
Mil gracias en nombre de todos los que somos,» menos que ná » a los ojos de este mundo tan amigo de los descartes.
Con Caridad y Compasión haríamos un mundo 🌎 mucho mejor.
Gracias
La Palabra se hizo prójimo…
Gracias.
“ entre piedras y zarzas “ no sólo hay rastrojos, también, a veces, se encuentran flores. Esas son las flores que le gustan a Jesús.
Gracias !
Gracias