Los brazos de Moisés, sostenidos en alto hasta la puesta del sol, son símbolo de la oración continua a la que nos anima Jesús en el evangelio que acabamos de escuchar. La oración tiene el poder de modificar nuestra vida, de orientarla hacia su propia verdad, de conducir la existencia hacia el encuentro con lo mejor de nosotros mismos y con los mejor de los demás. Cuando vamos despertando a la presencia de Dios en nuestra vida, comienza a producirse una transformación interior, que invita a entrar en lo real de la existencia para encontrar allí nuestro rostro original -la semejanza de hijos e hijas de Dios- que el Espíritu ha depositado en lo más íntimo de nosotros. Al descubrirlo, podemos llegar al gozo pleno de nuestra realización humana.
¿Por qué dice Jesús que hay que orar siempre sin desanimarse? Dios me ama y me acepta tal como soy y no tal como debería ser, porque lo cierto es que yo nunca soy lo que debería ser. Me quiere con mis ideales y con mis fallos, con mis frustraciones y con mis alegrías, con mis éxitos y con mis fracasos. Como dice Ex. 3,5: el lugar en que estás, es tierra sagrada. Dios es el fundamento más radical de mi ser entero. Una cosa es saberme aceptado; pero sentirlo vivamente es otra cosa completamente distinta. Este es el quid de la cuestión. No basta haber palpado una sola vez el amor de Dios. Se necesita mucho más que eso para construir la vida sobre el amor de Dios. Hace falta mucho tiempo para llegar a confiar en que Dios me acepta tal como soy y para poder anclar totalmente mi vida en esta confianza.
Cuando no vemos que ocurre algo en la oración, es cuando más tentados nos sentimos de bajar los brazos. Sólo la fe puede mantenernos con los brazos en alto hasta la puesta del sol. Por eso Jesús se pregunta: cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?, ¿encontrará hombres y mujeres que se mantengan y perseveren lo suficiente en la oración para creer que han sido ya escuchados?
La fe supone humildad. Y la humildad se mide por la confianza, porque para tener confianza, es preciso no mirarse a uno mismo, sino únicamente a Dios y a lo que él quiere. La dificultad de la fe es la misma que la de la humildad: se trata siempre de dar preferencia al pensamiento, al querer de Dios, y no al nuestro. La humildad no consiste en estar descontento de sí mismo, tampoco es la confesión de nuestra miseria o de nuestro pecado, ni tan siquiera, en cierto sentido, de nuestra pequeñez. La humildad supone, en el fondo, mirar a Dios antes que a uno mismo y asombrase ante el abismo insondable de su amor, que estrecha, íntimamente, lo finito con el infinito. Cuanto mejor se ve esto, o, mejor dicho, cuando se acepta el verlo, más humilde se hace uno.
En el fondo, cuanto más se avanza en la vida de oración, más se penetra en el misterio del silencio de Dios. Uno mismo se ve reducido al silencio. No se sabe ya lo que hay que decir, ni lo que se tiene que pedir. Dice K. Rahner, que debemos ser hombres de Dios, y para decirlo más sencillamente, hombres de oración con el suficiente valor para arrojarnos en ese misterio de silencio que se llama Dios sin recibir aparentemente otra respuesta que la fuerza de seguir creyendo, esperando, amando y por tanto orando.
La oración es el comienzo del cielo en la propia tierra. El cielo no está nunca fuera de nosotros, está siempre escondido en el fondo de nuestro corazón y es de dentro de donde veremos emerger la vida nueva transfigurada.
La oración habita en el corazón –gime en nuestro interior- antes de que nos hayamos puesto a pensar en Dios. No es tu grito el que toca el corazón de Dios, sino que es Dios mismo quien ahonda tu corazón en profundidad para que puedas escuchar tu gemido interior, el grito de Dios en ti. Dios llama a la tierra y tú le das diferentes respuestas. Y él continúa llamando hasta el día en que tú le respondes: ‘aquí el pobre que te llama y tiene necesidad de ti, porque no puede más…’, entonces, descubres asombrado, que Dios está cerca del pobre, del corazón quebrantado que le invoca de verdad.
San Pablo en la segunda lectura apremia a Timoteo a permanecer en la fe de Jesús –Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas– y le urge, también, a proclamar la Palabra de Dios sin desánimo y sin cansancio. Pedimos al Santo Espíritu, que mantenga al Pueblo de Dios arraigado en el encuentro vivo y permanente con el Padre de Jesús, para que no decaiga en la alegría de la fe y sea portador de la Buena Noticia del Reino.
(…) mirar a Dios antes que a uno mismo y asombrarse ante el abismo insondable de su amor…
Gracias, siempre, querida Comunidad!
ACERTADO y mil gracias por esta continua catequesis que nos llega desde el monasterio, ¡que vuestros brazos sigan siempre elevados hacia lo alto!, es un misterio de amor fraterno, con vuestra oración, vuestra presencia, saber que estáis ahi, nos llega una fuerza indescriptible, se nota y sus efectos nos avisan de su llegada. Deciros gracias es poquísimo…pero no hay otras palabras.
Gracias
Muchísimas gracias por estas palabras llenas de claridad, de Luz.
Gracias
Muchísimas gracias por esta reflexión que nos invita a descalzarnos.