Mirando nuestras vidas, podemos concluir precipitadamente que la santidad no es para nosotros, está reservada para gente especial que manifiesta una grandeza de alma fuera de lo común. Posiblemente estará hechos de una pasta distinta y nosotros no hemos tenido esa suerte. Por más que lo intentemos, repetidamente volvemos a fallar en nuestro programa de santidad. ¡Cómo nos gustaría erradicar los obstáculos donde continuamente tropezamos! Esto tipo de pensamientos nos está señalando que asociamos la santidad a la impecabilidad moral. Y eso es completamente contrario al Evangelio. Para Jesús, la santidad, un corazón humanizado, solo puede nacer en la experiencia del encuentro de nuestra fragilidad con el amor incondicional de Dios. La santidad es un camino de pobreza, es para los que fallan muchas veces. Los que se instalan en su impecabilidad, difícilmente podrán experimentar el amor compasivo de Dios, que es lo que puede llenar el nuestro de amor por todo y por todos. La búsqueda de la impecabilidad moral es lo propio de los fariseos, que se pasan la vida mirándose al espejo de la autosuficiencia, y que se sirven de la Ley como instrumento de exclusión.
El apóstol Pablo, que fue un fervoroso fariseo, a quien Jesús se manifiesta en el camino de Damasco, va a descubrir que la plenitud de la Ley es el amor, y que la experiencia de nuestra fragilidad no nos aleja de Dios, sino todo lo contrario: “Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad. Gustosamente, pues, seguiré presumiendo de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo.» (2 Cor 12,9) Pablo es un hombre herido, que confiesa llevar un aguijón clavado en su propia carne, del cual no tiene fuerza para liberarse. Es su impotencia que lo llevará a descubrir la fuerza de la gracia. La santidad no es la impecabilidad, es consentir que la gracia invada nuestro corazón. Solo Dios es santo y solo desde su fuerza somos santos, nunca desde la nuestra.
«Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad». El Señor le está diciendo a Pablo: tu debilidad es el “lugar” de mi fuerza. En la brecha abierta por el aguijón te visitaré con mi gracia. Yo no entro en tu vida como un mérito de tu impecabilidad; Yo no soy el coronamiento de tu perfección autosuficiente, como un pequeño plus casi dispensable. Al contrario: Yo habito en la raíz de tu impotencia. Yo entro en tu vida por la puerta de la ausencia. Yo soy la posibilidad de que tú puedas ser quien realmente eres: santo. Es a través del aguijón que encontrarás tu verdadero rostro. Yo estaré contigo en ese viaje. Yo soy ese viaje: el paso de la tierra de la separación a la tierra del amor; Yo soy tu Pascua – el más bello viaje.
¿No existirá una relación íntima entre nuestra herida y la santidad a que estamos llamados? La santidad no se programa, pues no es obra de nuestras manos, es una respuesta original nacida de las bodas del aguijón que llevamos en la carne y de la gracia divina, es obra del Espíritu. El Señor, a quien Pablo se dirige, no le podría arrancar el aguijón de la carne. No lo hizo con él ni lo hará con nosotros. Esa herida es probablemente la única puerta de entrada por donde Dios puede entrar en nosotros y arrancarnos de nuestro aislamiento, permitiéndonos ser tocados por la vida. La herida provocada por el aguijón es la oportunidad de religarnos a la totalidad de la historia, a la inmensidad del Universo y a Dios, que es el Misterio de toda la existencia.
Las bienaventuranzas que Jesús nos propone son un camino que se recorre desde abajo, desde la pobreza, desde las lágrimas, desde el hambre y la sed, desde la misericordia, desde la mansedumbre… La felicidad, según el evangelio, es un don que se recibe en el amor a la realidad cotidiana que nos es dada vivir, por más dura que se nos presente. El santo es aquel que se adentra en la vida de manos extendidas, con el corazón lleno de confianza, permaneciendo siempre en busca de la mirada de su Señor. Y ésta es su alegría. Dentro de sí se están gestando los nuevos cielos y la nueva tierra, pero él no lo sabe.
Cuando ponemos a disposición de los otros todo lo que somos y tenemos, manifestamos plenitud.
Gracias por compartir
Qué dificil: la felicidad es un don que se recibe en el amor a la vida cotidiana que nos es dada vivir, por más dura que se nos presente…….gracias.
Gracias
Gracias
Dar gracias al Señor por ser parte de esa “ muchedumbre “que lo escucha a los pies de la montaña. En medio de las pruebas – la Cruz – las bienaventuranzas son un consuelo y un canto a la esperanza.
Muchas gracias!!
Ya no me quedan palabras para decir algo de este nuevo envío, pero algo tengo que escribir: es profético 100×100, gracias y que el Espíritu siga inspirando los textos.
Grazas
Eso es, «con el corazón lleno de confianza, permaneciendo siempre en busca de la mirada de su Señor»
Gracias por estas reflexiones tan profundas y que tanto bien, al menos a mi, me hacen. Oraciones mutuas para que el ESPIRITU os siga acompañando.
Muy bueno!!siempre gracias