El Evangelio nos propone responder con verdad a la pregunta esencial que la vida plantea a cualquier hombre y mujer: ¿quién soy yo?, ¿quiénes somos? Cuaresma es tiempo de desierto. El camino hacia el interior está repleto de peligros y asechanzas. Para llegar al verdadero ser, uno tiene que atravesar su propio desierto. Sólo en el propio desierto se afronta la verdadera batalla de la vida, siempre empujado por el Espíritu. Es un camino de liberación de todo lo que uno cree ser, para llegar al centro.
El deseo hace dramática y, a veces, trágica la existencia. Cuando se realiza, da una gran felicidad. Pero, por otro lado, produce una grave desilusión cuando se identifica una realidad finita como el objeto infinito deseado. No pasa mucho tiempo hasta que descubrimos que las realidades deseadas son ilusorias, solamente hacen aumentar el vacío interior, tan grande como el tamaño Dios. ¿Cómo salir de este impasse tratando de equilibrar lo infinito del deseo con lo finito de toda realidad? ¿Vagar de un objeto a otro, sin nunca encontrar reposo? Tarde o temprano, uno se plantea seriamente esta pregunta: ¿cuál es el verdadero y oscuro objeto de su deseo? Me atrevo a responder: es el Ser y no el ente, el Todo y no la parte, es el Infinito y no lo finito.
Después de mucho peregrinar, somos llevados a pasar por la experiencia del cor inquietum de san Agustín, incansable hombre de deseo e infatigable peregrino del Infinito: Tarde te amé, oh Belleza siempre antigua y siempre nueva. Tarde te amé. Tú me tocaste y yo ardo en deseo de tu paz. Mi corazón inquieto no descansará hasta reposar en Ti. Aquí se describe la trayectoria del deseo que busca y encuentra su oscuro objeto siempre deseado, en el sueño y en la vigilia. Sólo el Infinito se adecúa al deseo infinito del ser humano. Sólo entonces termina el viaje rumbo al corazón y comienza el sábado del descanso humano y divino.
Hemos perdido el sentido de la contemplación, de maravillarnos delante de las aguas cristalinas de un riachuelo, de llenarnos de sorpresa ante un cielo estrellado y de extasiarnos delante de los ojos brillantes de un niño que lo mira asombrado. No sabemos lo que es el frescor de una tarde de otoño y somos incapaces de quedarnos solos, sin móvil, sin internet, sin televisión, sin aparato de música. Tenemos miedo de oír la voz que viene de adentro, aquella que nunca miente, que nos aconseja, nos aplaude, nos juzga y siempre nos acompaña. A veces cuando imaginamos que nos perdemos, es cuando nos encontramos. La vida misma, se va encargando de traernos, de regreso, a nuestra dimensión perdida.
Erase una vez un ermitaño que vivía bastante más allá de las montañas, al sur del desierto. Hacía 30 años que se había recogido allí. Unas cabras le daban la leche diaria y un palmo de tierra de aquel valle fértil le daba el pan. Junto a la cabaña crecían unas parras. Durante todo el año, bajo la techumbre de palma, las abejas venían a hacer sus colmenas.
‘Hace 30 años que vivo por aquí’, suspiró el monje Porfirio. ‘Hace 30 años’. Y, sentado sobre una piedra, la mirada perdida en las aguas del regato que saltaban entre los guijarros, se detuvo en este pensamiento durante largas horas. ‘Hace 30 buenos años y no me he encontrado. Me perdí para todo y para todos, en la esperanza de encontrarme. ¡Pero me he perdido irremediablemente!’.
A la mañana siguiente, antes que naciera el sol, después del rezo de los peregrinos, con su talego a la espalda y sandalias medio rotas en los pies se puso en camino hacia las montañas. Siempre subía a las montañas cuando, bajo fuerzas extrañas, su mundo interior amenazaba derrumbarse. Iba a visitar al Abba Tebaíno, sabio eremita. Vivía debajo de un gran peñasco desde donde se podían ver, allá abajo, los trigales del valle.
‘Abba, me perdí para encontrarme. Me he perdido, sin embargo, irremediablemente. No sé quién soy, ni para qué o para quien soy. He perdido lo mejor de mí mismo, mi propio yo. He buscado la paz y la contemplación, pero lucho con una falange de fantasmas. He hecho todo para merecer la paz. Mírame, retorcido como una raíz, marcado por tantos ayunos, cilicios y vigilias. Y aquí estoy, roto y debilitado, vencido por el cansancio de la búsqueda’.
Y en la noche, bajo una luna enorme iluminando el perfil de las montañas, Abba Tebaíno, escuchó con ternura infinita las confidencias del hermano Porfirio. Después, en uno de esos intervalos donde las palabras se apagan y solo queda la presencia, un gatito que vivía desde hacía muchos años con Abba, vino arrastrándose despacio hasta sus pies descalzos. Maulló, le lamió la punta del sayal, se acomodó y se puso, con grandes ojos de niño, a contemplar la luna que subía silenciosa a los cielos.
Y, pasado mucho tiempo, Abba Tebaíno empezó a decir con gran dulzura: ‘Porfirio, mi querido hijo, tienes que ser como el gato; él no busca nada para sí mismo, pero espera todo de mí. Cada mañana espera a mi lado un pedazo de corteza de pan y un poco de leche de este cuenco. Después, viene y pasa el día junto a mí, lamiéndome los pies. Nada quiere, nada busca, espera todo. Es disponibilidad. Es entrega. Vive por vivir, pura y simplemente. Vive para el otro. Es don, es gracia, es gratuidad. Aquí, echado junto a mí, contempla inocente e ingenuo, arcaico como el ser, el milagro de la luna que sube, enorme y bendecida. No se busca a sí mismo, ni siquiera la vanidad íntima de la autopurificación o la complacencia de la autorrealización. Se perdió irremediablemente para mí y para la luna. Es la condición para ser lo que es y para encontrarse’. Y un silencio profundo descendió sobre la boca del peñasco.
A la mañana siguiente, antes de que naciera el sol, los dos eremitas cantaron los salmos de maitines. Sus loas resonaron por las montañas e hicieron estremecer la orla del universo. Después, se dieron el ósculo de despedida. El hermano Porfirio, con el talego al hombro y las sandalias medio rotas, regresó a su valle, al sur del desierto. Entendió que para encontrarse debía perderse en la más pura y sencilla gratuidad.
Y cuentan los moradores de la aldea vecina, que muchos años después, en una profunda noche de luna llena, vieron en el cielo un gran resplandor. Era el monje Porfirio que subía, junto con la luna, a la inmensidad infinita de aquel cielo delirantemente sembrado de estrellas. Ahora ya no necesitaba perderse porque se había definitivamente encontrado para siempre.
Gracias por recordarlo; le daré un buen repaso en mi oración personal. Continuamos en unión de oraciones.
GRACIAS, de nuevo me encanta el texto. Benditos los pies del mensajero de Sta.María de Sobrado. Alegría mesiánica y unión de oración. Abrazo fraterno.
Gracias
Gracias