
Stabat Mater | Enrique Mirones | 2017
En aquel viernes tremendo, Jesús se encontraba desnudo, impotente, totalmente vacío. No tenía a qué agarrarse. Su seguridad interior, desapareció. A gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte… y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. El Padre, callaba. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Soportó el descabellado final de un amor vivido hasta el extremo –Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen- y de una confianza ilimitada –Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu-, para transmitirnos como legado perenne que el amor nunca se desperdicia porque su valor no se basa en la reciprocidad (C.S. Lewis)
Relacionamos las noches oscuras con los santos y los místicos. La noche del espíritu -oscura y terrible- de san Juan de la Cruz, en la cual el alma ya no consigue creer en Dios, llega a dudar de su existencia y se siente condenada al infierno. La de santa Teresa de Lisieux, la dulce mística de las cosas cotidianas: no creo en la vida eterna; me parece que después de esta vida mortal, no existe nada: todo desapareció para mi, solo me queda el amor. La de Dietrich Bonhoeffer, teólogo mártir del nazismo, que aconsejaba vivir el amor en el servicio a los demás como si Dios no existiese. Y más próxima a nosotros, la noche de santa Teresa de Calcuta, icono del amor a los moribundos, que vivió durante casi 50 años en un profundo desamparo interior: en mi propia alma siento un dolor terrible. Siento que Dios no me quiere, que Dios no es Dios y que Él verdaderamente no existe… Hay tanta contradicción en mi alma: un profundo anhelo de Dios, tan profundo que me hace daño; un sufrimiento continuo y con él el sentimiento de no ser querida por Dios, rechazada, vacía, sin fe, sin amor, sin cuidado; el cielo no significa nada para mí, me parece un lugar vacío.
La vida es dramática. Una y otra vez ocurren situaciones dolorosas. El corazón, tomado por sorpresa, no logra aceptarlo y se subleva. Se estremece ante la oscuridad de la noche. La noche no es solo de los místicos, a todos nos resulta familiar. Sin ir más lejos, la noche de la ingratitud que padecen tantos papás y mamás. Quieren hijos felices. Invierten su vida en enseñarles a ser agradecidos, porque no se puede ser feliz sin ser agradecido. Les educan para que se conviertan en hombres y mujeres responsables, equilibrados y considerados, porque quieren un mundo mejor para ellos, porque ellos serán la medida del mundo en el que tendrán que vivir. Están convencidos de que la forma más hermosa de educar a sus hijos es en el agradecimiento, la compasión y el conocimiento… Pero, la vida real suele frustrar sus expectativas. Muchas mamás y papás podrían suscribir lo que sigue: duermes con un ojo abierto por la noche, te levantas y los cambias, haces todo eso… y luego el colegio, y luego todas esas horas, y luego el trabajo, y luego llenar la nevera, y luego los deberes, y todo eso… y luego te vuelves a preocupar y pones lo que necesitan, y otra vez lo que necesitan, y otra vez lo que necesitan… y un día, a los catorce o quince años que están ahí, y que necesitas que sigan ahí, giran la cabeza y se van… y luego vuelven a casa, es una pensión… y luego a los dieciocho giran la cabeza otra vez y luego se van… Es la noche oscura de los padres de familia.
Pero la noche les abre el horizonte a un panorama inédito: la ingratitud como la recompensa más bonita que pueden dar los hijos. De hecho, lo es. Significa que su regalo fue un regalo, que el amor que les tienen es realmente gratuito, que no implica ninguna contrapartida, ni siquiera la recompensa de que vean la belleza o la santidad de papá o de mamá… cuando el hijo se va sin mirar atrás, sin un gracias, ni nada… Esta ingratitud es el regalo definitivo, es el momento más hermoso, porque significa que todo lo que dieron fue realmente un regalo. A lo mejor, la forma más hermosa de amar a los hijos sea la ingratitud.
De noche iremos, de noche que, para encontrar la Fuente, sólo la sed nos alumbra (San Juan de la Cruz) La noche, al quitarnos con la luz la presencia de lo inmediato, vuelve a encender allá arriba, muy lejos, la luz de las estrellas inmensas. Porque las estrellas necesitan de la oscuridad para poder brillar. O tal vez no sean las estrellas las que necesiten de la oscuridad. En realidad, somos nosotros los que necesitamos de la oscuridad para poder ver esos inmensos astros de las lejanías que estaban allí, brillando desde siempre. Porque al arrebatarnos lo inmediato, la oscuridad nos capacita para ver lo real que brilla mucho más lejos. Nos ensancha el horizonte a las dimensiones del universo, al Misterio escandaloso de la Gloria de Dios en el Crucificado.
JESÚS, HIJO DE DIOS,
QUE NOS REDIMISTE CON TU SANGRE PRECIOSA,
TEN MISERICORDIA DE NOSOTROS
La mejor explicación que leí para entender el dolor. Gracias.
Como anillo al dedo me a venido este comentario, s.Ignacio Loyola escribió «cuando Dios se hace silencio» un texto también estupendo y que me ha ayudado mucho. Lo de Lewis igual, las dos Teresas y otras más que hay por el mundo…conocían lo descrito pero por encima de todo lo que vivieron murieron con un Dios mío te amo…quiera Dios hacerme la misma GRACIA. Y Feliz y Santa Pascua- Abrazo fraterno como siempre.
Enrique Mirones cada vez tu pintura conmueve más…se veía el dolor de la Madre, pocas personas escriben de sus lágrimas.
Esta homilía me ha conmovido.
Gracias.
Bendito sea el Misterio escandaloso de la Gloria de Dios en el Crucificado……. Como decía ayer el ángel cantor «Su Sangre nunca me ha fayado»…. GRACIAS
Gracias!!!
E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Jn 19,30
Gracias