Dice Joan Chittister que si nuestra época ha perdido algo que precisa ser redescubierto, si el mundo occidental ha negado algo que precisa ser poseído, si los individuos han rechazado algo que precisa ser proclamado de nuevo, si la preservación del globo en el siglo XXI precisa algo del pasado, bien puede ser el compromiso de la RB con la humildad.
Para San Benito el monje es siempre discípulo, un buscador que corre por los caminos del Evangelio con el corazón ensanchado. Dilata su vida bajando los peldaños de la humildad que se convierten en laborioso ascenso hacia el amor por el conocimiento de sí mismo.
En la tradición monástica, la escalera del conocimiento espiritual tiene su primer peldaño en la dura experiencia de conocerse a sí mismo, de afrontar la propia verdad. No podemos tener conocimiento de las cosas de Dios si previamente no tenemos conciencia de la viga que tenemos en nuestro propio ojo (Lc 6,41). Para los Padres, la conciencia de las propias miserias, crea un estado interior llamado penthos, ‘duelo’, que hace referencia a la primera etapa de la vida espiritual, que va a permanecer para siempre en el corazón del monje: la conciencia de su propia nada y de la nada del mundo.
La humildad no consiste en acusarse ni en despreciarse a sí mismo, sino que es la total receptividad a la gracia de Dios. El espíritu humano, cuanto más se recoge en el interior de sí mismo, cuanto más se empequeñece, tanto más se dispone a acogerlo todo. Es la paradoja del Reino de Dios, que se revela a los pequeños. La humildad abre los caminos del corazón y sumerge al hombre en las profundidades del Espíritu, allí donde ese abismo de humildad se encuentra con el otro Abismo, más hondo aún, del Amor humilde de nuestro Dios.
Pero ¿de dónde viene este conocimiento, esta sabiduría? ¿Por qué el más bajo, el más humilde de los lugares, es por excelencia el lugar del conocimiento, de la revelación y de la gloria de Dios? Dice Olivier Clement que, la ‘luz de la Vida’ surge del Dios traspasado por amor, vaciado, para que el otro sea. El Inocente se deja asesinar para ofrecer su vida a los asesinos. Ya nadie está excluido, porque Dios viene a nosotros en medio de la peor exclusión. Más bajo, más profundo que nuestra deshonra y nuestra desesperación no está la nada, sino el Crucificado, cuyos brazos se encuentran abiertos para siempre. Para salvarnos de la nada, Dios se rebajó por una locura de amor, y no lo hizo perdiendo su divinidad, sino para demostrar que es ésta realmente, a saber, locura de amor.
Calixto e Ignacio Xanthopouloi escriben: feliz el hombre que conoce su propia debilidad. Este conocimiento es el fundamento, la raíz, el inicio de toda bondad. En efecto, cuando se ha experimentado la propia debilidad, el alma queda protegida de toda posible vanidad, de esa vanidad que oscurece el conocimiento. El hombre que ha conseguido conocer su propia debilidad, ha alcanzado la perfección de la humildad.
San Isaac el Sirio, hace este bello elogio del hombre humilde: nadie puede llegar a odiar verdaderamente al que es humilde, ni herirlo con sus palabras, ni despreciarlo. Porque su Maestro le ama, y es amado por todos. El humilde ama a todos los seres, y todos los seres le aman a él. Todos le desean. Por donde quiera que pase, todos le miran como a un ángel de luz y le honran. Si habla, el sabio y el doctor se callan, porque también ellos quieren oír hablar al humilde. Todos están atentos a las palabras que salen de su boca. Todos los ojos están vueltos hacia él, y cada uno espera sus palabras como palabras venidas de Dios. Su concisión vale más que todas las palabras rebuscadas de los sofistas. Sus palabras son, para el oído de los sabios, más dulces que la miel en la boca. Todos le consideran como si fuera Dios, aunque sus palabras sean las de un hombre simple e ignorante y aunque tenga un aspecto ordinario y despreciable.
Y terminamos con san Bernardo. Para él, sólo el humilde puede amar: amarse a sí mismo en la aceptación de la propia miseria; amar al prójimo tal como es, y no tal como quisiéramos que fuera, y amar a Dios en su verdad, no en nuestras proyecciones. Descubrió que la verdad propia lleva a la verdad ajena, que la aceptación incondicional de sí, es condición básica para la aceptación incondicional del otro, con todo lo que le hace otro y distinto, y que el orgullo ciega el conocimiento propio y de todo lo demás.
Que san Benito anime nuestro caminar, fortalezca nuestra esperanza y robustezca nuestra vida fraterna, que se fundamenta en el amor humilde y misericordioso de Jesús.
Gracias
Resuena el eco de la última letra: Jesús . Gracias!
Fantastica conclusion: “…nuestra vida se fundamenta en el amor humilde y misericordioso de Jesus”.
Sin el nada somos.
Gracias