Hubo un santo en Grecia llamado Máximo, un joven que fue una vez a la iglesia y escuchó la lectura que decía que debemos orar incesantemente. Le impresionó de tal manera que pensó que no podía hacer nada más que cumplir ese mandamiento. Salió del templo, subió a la montaña y se puso a orar incesantemente. Como campesino griego del s. IV, se sabía el Padrenuestro y algunas otras oraciones. Así que empezó a recitarlas, una y otra vez. Entonces se empezó a sentir muy contento.
Estaba orando, estaba con Dios, se sentía alegre, todo parecía perfecto, salvo que el sol comenzó a ocultarse, se hizo de noche, comenzó a hacer frío y según oscurecía empezó a oír toda clase de inquietantes rumores: ramas que se tronchaban por el peso de las fieras, ojos electrizantes, el gemido de las pequeñas bestias atacadas por las fieras más fuertes, y así sucesivamente. Entonces sintió que estaba verdaderamente solo, que era una pequeña criatura sin protección en un mundo de peligros, de muerte, de asesinatos y que no tenía ayuda si Dios no se la daba.
No volvió a recitar el Padrenuestro y el Credo, y empezó a gritar: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí”. Y gritó así toda la noche porque los animales y los ojos electrizantes no le dieron oportunidad de dormir. Luego llegó la mañana y como todas las fieras se habían ido a dormir, pensó: “ahora podré rezar”, pero para entonces tenía hambre. Pensó que recogería algunas moras y se dirigió a un matorral, pero se dio cuenta de que los ojos electrizantes y las zarpas salvajes podían estar escondidos entre la maleza. Así que empezó a andar muy despacio y a cada paso decía: “Señor Jesucristo, sálvame, sálvame, sálvame. Oh Dios, ayúdame, protégeme”; y por cada mora que comía había orado varias veces.
El tiempo fue pasando y al cabo de muchos años encontró a un anciano y experimentado asceta, quien le preguntó cómo había aprendido a orar incesantemente. Máximo le dijo: “creo que fue el demonio quien me enseñó a orar sin parar”. El anciano dijo: “creo comprender lo que quieres decir, pero me gustaría estar seguro de que te he entendido correctamente”.
Máximo le explicó cómo se había ido acostumbrando gradualmente a todos los ruidos y peligros del día y de la noche. Pero luego llegaron las tentaciones de la carne, tentaciones de la mente, de las emociones, y más tarde violentos ataques del demonio. Después de aquello no hubo momento del día o de la noche que no se volviera hacia Dios, diciendo: “Ten misericordia, ten misericordia, ayúdame, ayúdame, ayúdame”. Después de catorce años así, el Señor se le apareció, y desde el momento en que Dios se le apareció, la tranquilidad, la paz y la serenidad le inundaron. No quedó temor, —ni de la oscuridad, ni de la maleza, ni miedo del demonio— el Señor se lo llevó consigo.
Continuó diciendo Máximo, “yo había aprendido que, a menos que el mismo Señor venga, no tengo esperanza ni auxilio. Así que incluso cuando estaba sereno, en paz y feliz seguía orando: ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí’, porque sabía que solamente en la Divina Misericordia había paz de corazón y paz de espíritu y tranquilidad corporal y rectitud de voluntad”.
Máximo aprendió a orar, no a pesar de la confusión reinante, sino gracias a ella, porque la turbación era un peligro auténtico. Si pudiéramos caer en la cuenta de que la confusión es compañera de camino, que el espíritu de la mentira, del temor y de la discordia están al acecho, que en cada relación aguarda el juicio y atisbamos amenazas, que la sombra nos persigue y la falta de cordura está presta para el asalto -situaciones que nos invitan a invocar la presencia de Jesús-, si comprendiésemos que la vida está colmada, en cada momento, de una tremenda intensidad, entonces estaríamos preparados para gritar y orar continuamente, y la confusión no sería impedimento, sino la situación real que nos enseñase a orar desde lo hondo sin un incentivo externo, sin un apremio para hacerlo.
Cuando padecemos la pesadumbre de nuestra confianza malherida y el suplicio de nuestros miedos, ante la completa impotencia para liberarnos de ellos, entonces algo se fractura, abriéndose un espacio ilimitado a la Divina Misericordia, a la aparición del Resucitado, el Crucificado: Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: ‘Paz a vosotros’. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Gracias
Muchas gracias.
Habla de sencillez, simplicidad, abandono, indigencia ….., en la oración.
Hermosa Palabra: “ Paz a vosotros “.
Gracias
Gracias
Bendecir al Señor…desde el propio vaciamiento. Inquirir sin palabras…dejando que el Espíritu nos inunde con su Gracia. Los caminos de nuestras verdades son equivocados para alcanzar la Verdad. De nada sirven los miedos, temores, contrariedades de nuestra vida para buscar la última razón de nuestra existencia. Es posible que nuestras oraciones, a veces, no nos satisfagan con cierto grado de consuelo, pero incluso en las penalidades, en las tinieblas, hay Comunión con el Creador…hay encuentro entre Él y sus criaturas. No nos lamentemos… “ …levántate, toma tu camilla y anda… ( Juan 5, 8 ) “ . Todo día tiene su propio afán. Todo día requiere de nuestra atención…Orar hasta el final, continuamente…incluso más allá de la propia muerte, por don del Espíritu en el bautismo. Enamorémonos de cualquier santuario, ya sea templo, iglesia, mezquita, sinagoga…donde “ se pronuncie el Nombre del Dios Único “. Y además, enamorémonos de los Templos por excelencia que son cada una de las personas, donde Dios habita mucho más allá de lo más profundo de sus almas. Orar…orar… “ constantemente “.