Aunque la gente buscaba a Jesús por haber quedado saciada de pan, detrás latía algo más profundo, una sed insaciable como la nuestra, un hambre del pan del cielo, el que da vida abundante que no perece, que dilata nuestros horizontes, que alivia nuestras penas, que pone esperanza en nuestras desilusiones y realismo en nuestra vida. Necesitamos disfrutar de la vida con alegría, con anchura, ser realistas con las personas y los acontecimientos sin expectativas idealistas y sin derrotismos pesimistas, viviendo con los pies en el suelo, anclados en la humanidad que somos.
La presencia real, sencilla e íntima de Jesús, nos hace sentir acogidos y amados como nunca nadie podrá amarnos. Jesús, como el pan, se dejó amasar por la vida, con sus alegrías y sus contrariedades, haciendo siempre el bien al servicio de todos. Jesús, horneado por el fuego del amor del Espíritu, pudo ofrecerse como alimento a todos los hambrientos y sedientos.
Cada uno de nosotros es un regalo que el Padre Dios hace a este mundo para que sea más humano. Pero, no todos nos percatamos de la existencia de ese don, que duerme escondido en las profundidades de nuestro ser y que suspira por despertar y salir a la luz. No hay ninguno de nosotros que no lleve consigo traumas que nos han dividido por dentro, que nos han separado de nosotros mismos, de los demás, de la naturaleza y de la vida en general. Estas heridas encasillan nuestra existencia más de lo que suponemos. La vida se transforma cuando reconocemos la grandeza que hay en nuestro interior y favorecemos que se despliegue y alcance su plenitud. Para ello es necesario que se sanen nuestras heridas emocionales, heridas que desconocemos por más que padezcamos sus efectos.
El verdadero acto del descubrimiento no consiste en salir a buscar nuevas tierras, sino aprender a ver la vieja tierra con nuevos ojos (Marcel Proust). Unos ojos nuevos son los que nos van a permitir ver lo que antes nos era invisible y son también esos nuevos ojos, los que nos van a llevar a descubrir cómo alcanzar aquello que hasta ahora nos había parecido imposible.
Reconocer lo que está oculto tras nuestra fragilidad: sentimientos insondables de soledad, indefensión, impotencia, vergüenza, indignidad, miedo, desesperanza… nos permitirá comprender con hondura de dónde surgen nuestras verdaderas limitaciones, que son la causa de tanto sufrimiento. La comprensión de lo que nos pasa no la vamos a encontrar dando vueltas y vueltas a la cabeza, ni siquiera haciendo introspección, sino dejando que se abra paso desde un lugar desconocido e inaprehensible ¿Quién es capaz de hacer que el agua turbia se aclare? Déjala quieta y poco a poco se volverá clara (Lao Tzu)
Cuando como Jesús, el Pan de Vida, enfrentamos nuestros miedos y acogemos las contrariedades dejándonos amasar por la vida y hornear por el fuego del Espíritu, se produce un proceso de transformación interior que nos regala un universo desconocido, el más propio, lleno de recursos, fortalezas y posibilidades que jamás pudimos soñar y, simultáneamente, una inaudita empatía y compasión con la suerte de los que no lo tienen fácil en la vida. Ante la presencia cercana, tierna y liberadora de Jesús, nos vemos reflejados en el espejo de su amor gratuito e incondicional y, en el corazón, se va esclareciendo el misterio mismo del sentir de nuestro Padre Dios: Jesús es para mi, el Pan de Vida, para que sea mi sustento. Jesús es para mi, el Hambriento, para ser alimentado (Madre Teresa Calcuta)
Recorrer este mundo desconocido es todo menos sencillo. Aventurarse por estas tierras de penumbra, sin desfallecer, sin tirar la toalla, sin abandonar, nos va desvelando nuestra verdadera identidad, nuestra auténtica grandeza: somos, como Jesús, carne de Dios para dar vida al mundo. Por eso, Señor Jesús, necesitamos de tu presencia íntima y amiga para descubrir puertas donde antes solo veíamos muros, para recobrar la sorpresa y el asombro de los niños y poder contemplar la belleza del misterio de la vida. Gracias Señor Jesús por alimentarnos con tu cuerpo tierno, entregado y partido que nos permite disfrutar de la vida y derramarla gratuita y abundantemente.
Gracias
“”…y tú…¿ de qué tienes hambre?…””. Muchas veces, nos encontramos saciados de todo…de nuestro propio ego, de ídolos que nos creamos y a los que seguimos ciegos,, de aventuras sin fin a las que nos entregamos hasta la obsesión… Pero, nos sentimos, al final, insatisfechos, vacíos, heridos y extenuados… Y nuestra hambre, nuestra sed aparecen de nuevo… Limitarnos a una existencia lejana de los acontecimientos y realidades que nos abruman, engañándonos, diciéndonos que los demás se arreglen sin nosotros…todo, nos lleva a no ser ni prójimo de nosotros mismos ni de los otros. Jesús nos da el alimento que no perece, que no angustia, que renueva nuestras fuerzas y nos hace estar en esta vida con nuevas actitudes…viendo, mirando, con ojos nuevos. “ Nuestra concha jamás queda vacía de comida y bebida “. De forma que nuestras manos están llenas para ofrecerlas, partiendo y compartiendo, al resto de las personas. Dios nos alimenta físicamente… Dios nos alimenta con su Gracia, para que no nos falte de nada. Para que, desde la abundancia de los dones del Espíritu, nos entreguemos con ahínco en la consecución de un mundo mejor, pleno de justicia y paz. Muchas veces, podremos caernos por los impactos en nuestras heridas de nuestro ser, pero Dios que está en cada uno de nosotros nos anima y levanta del cieno, de la oscuridad…con su Luz ilumina todas nuestras estancias. Los problemas no duran siempre. La esperanza en Dios nos hace pedirle que nos asista en nuestras vidas, a la par que entonamos una inmensa alabanza a Él por la Misericordia y el Amor con que nos trata y nos tiene. Jesús jamás nos abandona. Jesús es la razón de nuestro ser.