Fortalece nuestra fe y nuestra esperanza

La mère et l’enfant | Jean-Pierre Augier

Te saludamos Virgen María, Madre de Dios, Madre de los hombres, Reina de la Paz. Bendecimos tu nombre, alabamos tu maternidad divina, agradecemos tu presencia en medio del pueblo santo de Dios.

Damos gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que te ha constituido en Madre de todos los vivientes en el momento en el que el Hijo amado nos eleva a la dignidad de hijos adoptivos por su amor entrañable hacia nosotros.

Te saludamos, Madre, en este primer día del año desde este lugar que lleva el nombre de Santa María de Sobrado, unidos a todos nuestros monasterios, unidos a todas las comunidades eclesiales y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad para recoger con ellos, en el regazo de nuestra oración «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren».

Queremos, desde nuestra pobreza, ser presencia callada y discreta, presencia amorosa y orante, con esa discreción con que tú vivías en medio de los primeros hermanos y hermanas, dando calor y hondura, anchura y profundidad a su fe en Jesucristo, tu Hijo resucitado.

A veces estamos cansados de la vida, cansados de ver que el mundo no cambia, que el horizonte se oscurece y que se apaga la luz de la esperanza en un mundo nuevo y más justo. «¡Madre, ayuda nuestra fe! Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada. Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa. Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo con fe. Ayúdanos a fiarnos plenamente de Él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar. Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado. Recuérdanos que quien cree nunca está solo. Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que Él sea luz en nuestro camino. Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Jesucristo nuestro Señor» (Papa Francisco).

Ayúdanos a ser alivio para todos los que están cansados y agobiados por el peso de la vida, ayudándoles a reconciliarse consigo mismos, con el mundo y con Dios. Que sepamos derramar a manos llenas flores maravillosas que enciendan de luz y de ilusión sus vidas maltratadas por las fuerzas del mal.

Ayúdanos a ofrecer nuestra impotencia, manteniéndonos firmes al pie de sus cruces: los odios, las injusticias, pobrezas y miserias, hambres y desnudeces, torturas y cárceles, guerras, enfermedades y muerte. Que ellos y ellas puedan ver en nuestros ojos tus ojos con todo el amor y con toda la comunión de los que viven y creen el mismo destino: la fe, la esperanza y el amor que transforma la vida en un canto de alabanza y en un derroche de luz en medio de todas las oscuridades y de todas las muertes, unidos siempre a nuestro Señor Jesucristo.

Ayúdanos a saber discernir y aceptar la voluntad de Dios en los acontecimientos de la vida presente, de lo que vemos y contemplamos, a veces con verdadero estupor e impotencia. Que sepamos comprender que «Dios está llevando a la Iglesia a una situación nueva en contra de nuestra voluntad. La historia está despojando a la Iglesia de poder, prestigio y seguridad mundana. Dentro de pocos años, la Iglesia será más pequeña, más pobre y más débil. Tendrá que aprender a vivir en minoría. Conocerá en su propia carne lo que significa ser perdedora y vivir marginada. Solo desde esa pobreza aprenderá a dar pasos humildes hacia su conversión. Esas pequeñas comunidades creyentes se volverán a Jesús con más verdad y fidelidad que nosotros. Buscarán a Dios con más pureza que nunca y, en medio de una sociedad que lo declarará una vez más como muerto, ellos lo encontrarán donde ha estado y estará siempre: en lo más profundo del ser humano» (J. A. Pagola).

Tú eres la Reina de la Paz y, en este primer día del año, enciende en nosotros la esperanza de que la paz sea un deseo profundo entre los hombres y mujeres del mundo. No podemos solucionar todo el horror de los conflictos sangrientos, solo podemos, como tu Hijo clavado en la cruz, abrir los brazos y pedir perdón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».

No sabemos. Madre, qué sorpresas nos deparará este año que comenzamos con tanta ilusión. Todo lo ponemos en tus manos, Madre de la Esperanza. En ti ha florecido la salvación y en ti descansan nuestros anhelos de paz, de justicia y de amor.

Santa María, Madre de Dios, Regla de los monjes, ruega por nosotros, por la Iglesia y por el mundo.

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