Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 14-2-2015
Fraternidad de Laicos Cistercienses
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En la última charla terminábamos diciendo que incluso en aquellas situaciones en las que nada podemos hacer en el plano de los hechos, siempre conservamos la libertad interior de perseverar en el amor: una libertad que ninguna circunstancia, por trágica que sea, logrará quitarnos. Ésta tendría que ser para nosotros una certeza firme, una certeza liberadora y llena de consuelo en medio de la prueba de la impotencia: si yo no puedo hacer nada, desde el momento en que creo, espero y amo, algo ocurre en el plano de “lo invisible”, y sus frutos se manifestarán antes o después, en el tiempo de la misericordia divina.
Aceptar el sufrimiento que nos causan los demás
Acabamos de exponer la conveniencia de no “resistirnos” a las contrariedades y aceptarlas de buen grado. Ahora retomaremos el tema, referido esta vez a las contrariedades que nos llegan no a través de sucesos materiales, sino por culpa de los demás. ¿Cómo debemos comportarnos frente al dolor provocado por quienes nos rodean? La línea de conducta ha de ser la misma: esforzarnos por “consentir”.
Tampoco en este caso se trata de permanecer pasivo. A veces es necesario salir al paso de aquella persona cuya conducta nos hace sufrir para ayudarle a darse cuenta y corregirse. Otras veces es nuestro deber reaccionar con firmeza contra ciertas situaciones injustas y protegernos -o proteger a los demás- de comportamientos destructivos. Pero siempre quedará cierta parte de sufrimiento que procede de nuestro entorno y que no seremos capaces de evitar ni corregir, sino que habremos de aceptar con una actitud de esperanza y de perdón.
Nos cuesta más asimilar esto que las contrariedades materiales. Es más fácil no enojarse por no llegar a una cita debido al reventón de una rueda que por el retraso a que me obliga mi mujer al pasar una hora al teléfono con una de sus amigas. Los disgustos motivados por los otros son más difíciles de aceptar que las molestias materiales, porque en el primer caso entra en juego la libertad y nos consta que las cosas podían haber sido diferentes. Es lógico guardar más rencor a un ser libre por los problemas que nos origina, que a circunstancias impersonales.
Aunque no resulta sencillo, hay que saber perdonar a los que nos hagan sufrir o nos decepcionen, e incluso aceptar como un favor o como un beneficio los problemas que nos crean. Esta actitud no es espontánea ni natural, pero sí la más adecuada si queremos conquistar la paz y la libertad interior. En este sentido, haremos algunas consideraciones que nos pueden ayudar.
Tener en cuenta las diferencias de carácter
Primera observación: en los sufrimientos que nos procuran los demás no hay por qué ver sistemáticamente mala voluntad por su parte (tal y como nos inclinamos a hacer habitualmente). Cuando surgen problemas entre dos personas, es frecuente que ambas se apresuren a hacer valoraciones morales la una de la otra, cuando en realidad lo que hay de fondo no son sino malentendidos o dificultades de comunicación. Debido a nuestras distintas formas de expresarnos y a nuestros filtros psicológicos, a veces percibimos erróneamente las auténticas intenciones o motivaciones de los demás.
Todos tenemos caracteres bien diferenciados, maneras de ver las cosas opuestas, y sensibilidades opuestas, y éste es un hecho que hay que reconocer con realismo y aceptar con humor. A algunos les encanta el orden y el menor síntoma de desorden crea en ellos inseguridad. Hay otros que en un contexto excesivamente cuadriculado y ordenado se asfixian enseguida. Los que aman el orden se sienten personalmente agredidos por quienes van dejándolo todo en cualquier sitio, mientras que a la persona de temperamento contrario le agobia quien exige, siempre y en todo, un orden perfecto. Y enseguida echamos mano de consideraciones morales, cuando no se trata más que de diferencias de carácter.
Todos padecemos una fuerte tendencia a alabar lo que nos gusta y conviene a nuestro temperamento, y a criticar lo que no nos agrada. Los ejemplos serían interminables. Y, si no se tiene esto en cuenta, nuestras familias y nuestras comunidades correrán el riesgo de convertirse en permanentes campos de batalla entre los defensores del orden y los de la libertad, entre los partidarios de la puntualidad y los de la flexibilidad, los amantes de la calma y los del tumulto, los madrugadores y los trasnochadores, los locuaces y los taciturnos, y así sucesivamente.
De ahí la necesidad de educarnos para aceptar a los demás como son, para comprender que su sensibilidad y los valores que los sustentan no son idénticos a los nuestros; para ensanchar y educar nuestro corazón y nuestros pensamientos en consideración hacia ellos.
Una tarea complicada que nos obliga a relativizar nuestra inteligencia, a hacernos pequeños y humildes; a saber renunciar a ese “orgullo de tener razón” que tan a menudo nos impide sintonizar con los otros; y esta renuncia, que a veces significa morir a nosotros mismos, cuesta terriblemente.
Pero no tenemos nada que perder. Es una suerte que nos contraríe la manera de ver las cosas de los demás, pues así tendremos ocasión de salir de nuestra estrechez de miras para abrirnos a otras cualidades. Un religioso que lleva viviendo 25 años en comunidad, dice:
“he de reconocer que, a fin de cuentas, he acabado recibiendo más de aquellos con quienes no me entendía que de aquellos a los que me unía cierta afinidad. De haberme limitado a frecuentar a personas de mi misma sensibilidad, esos otros valores distintos a los míos nunca me habrían abierto los nuevos horizontes que he llegado a descubrir”.
Algunas reflexiones sobre el perdón
Dicho esto, no hay duda de que existen casos en que el sufrimiento que otros provocan en nosotros es debido a una auténtica falta por su parte. La actitud que se nos pide entonces no es solamente la de flexibilidad y comprensión hacia las diferencias a que acabamos de referirnos; es otra más exigente y más difícil: la del perdón.
La cultura moderna (sólo hay que fijarse, por ejemplo, en el cine) no hace mucho por ensalzar el perdón; muy al contrario, suele legitimar el rencor y la venganza. ¿Y así es como disminuirá el mal en el mundo? Debemos proclamar muy alto que el único modo de paliar el dolor que pesa sobre la humanidad es el perdón.
“La Iglesia, al anunciar el perdón y el amor a los enemigos, es consciente de introducir en el patrimonio espiritual de toda la humanidad una forma nueva de relacionarse con los demás; una forma ciertamente trabajosa, pero rica en esperanza. Para lograrlo, sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que nunca abandona a quien acude a Él en los momentos difíciles. La caridad no tiene en cuenta el mal (1 Co 13, 5). En estas palabras de la primera carta a los Corintios, el apóstol Pablo recuerda que el perdón es una de las formas más nobles del ejercicio de la caridad” (Juan Pablo II).
No vamos a tratar aquí del tema del perdón, un tema fundamental pero complejo. Nuestro propósito es únicamente insistir en que, si no entendemos la importancia del perdón y no lo integramos en nuestra convivencia con los demás, nunca alcanzaremos la libertad interior y permaneceremos siempre prisioneros de nuestros rencores.
Cuando nos negamos a perdonar algo de lo que hemos sido víctimas, no hacemos más que añadir mal sobre mal, sin resolver absolutamente nada: nos limitamos a aumentar la cantidad de mal que hay en el mundo, del que -en mi opinión- tenemos más que suficiente. No seamos cómplices en la propagación del mal. Como nos pide San Pablo, no te dejes vencer por el mal; antes bien, vence el mal con el bien (Rom 12,21).
Detengámonos brevemente con objeto de señalar algunos obstáculos que hacen difícil el perdón o lo imposibilitan.
Perdonar no es avalar el mal
Lo que hace a veces tan difícil el perdón es que, de modo más o menos consciente, pensamos que perdonar a una persona que nos ha hecho sufrir vendría a ser como si ésta no hubiera hecho nada malo; sería como llamar “bien” al mal o apoyar una injusticia, cosas todas ellas que no estamos dispuestos a admitir.
Sin embargo, perdonar no consiste en aceptar el mal ni en pretender que es justo lo que no lo es; evidentemente, no debemos admitir nada parecido: sería como burlarse de la verdad. Perdonar significa lo siguiente: a pesar de que esta persona me ha hecho daño, yo no quiero condenarla, ni identificarla con su falta, ni tomarme la justicia por mi mano. Dejo a Dios, el único que escudriña las entrañas y los corazones (Ap. 2,23) y juzga con justicia (1Pe 2,23), la misión de examinar sus obras y emitir un juicio, pues yo no deseo encargarme de tan difícil y delicada tarea, que sólo corresponde a Dios.
Es más, no quiero reducir a quien me ha ofendido a un juicio definitivo e inapelable; sino que lo miro con ojos esperanzados, creo que algo en él puede dar un giro y cambiar, y continúo queriendo su bien. Creo también que del mal que me ha hecho, aunque humanamente parezca irremediable, Dios puede obtener un bien… A fin de cuentas, nosotros sólo podemos perdonar de verdad porque Cristo ha resucitado de entre los muertos, y esta resurrección constituye la garantía de que Dios es capaz de sanar cualquier mal.
Los lazos del rencor
Por otro lado, debemos darnos cuenta de que, cuando perdonamos a alguien, si en cierto sentido le hacemos un bien a esa persona (liberándola de una deuda), ante todo nos hacemos un bien a nosotros, pues recobramos la libertad que el rencor y el resentimiento estuvieron a punto de hacernos perder.
A veces nuestra libertad puede verse enturbiada por lazos afectivos demasiado fuertes o por la dependencia de esa persona a la que queremos demasiado (y mal), la cual acaba resultándonos tan indispensable que nos hace perder parte de nuestra autonomía. Al igual que la dependencia afectiva, la negativa a perdonar nos encadena a quien queremos mal y enajena nuestra libertad. Somos tan dependientes de las personas a las que aborrecemos como de las que amamos de forma exagerada.
Cuando guardamos rencor a alguien, no dejamos de pensar en él; nos inundan sentimientos negativos que agotan gran parte de nuestras energías; y se produce un “bloqueo” en la relación que no nos deja ni psicológica ni espiritualmente disponibles para vivir los demás aspectos de nuestra vida. El rencor perjudica las fuerzas de aquel de quien se adueña y causa en él mucho daño. Cuando alguien nos ha hecho sufrir, nuestra tendencia espontánea es a guardar cuidadosamente el recuerdo del daño padecido, como una “factura” que esgrimir en el momento oportuno para exigir cuentas y hacer pagar al otro lo que nos debe.
De lo que no somos conscientes es de que esas facturas acumuladas terminan por envenenar nuestra vida. Es mucho más inteligente perdonar toda deuda, tal y como invita el Evangelio: a su vez, se nos perdonará todo a nosotros y nuestro corazón quedará libre. Todos hemos experimentado cómo el resentimiento guardado a otra persona nos lleva a perder la objetividad respecto a ella. Entonces todo lo vemos negro y nos cerramos a cuanto -a pesar de que nos haya hecho sufrir- podría aportarnos de positivo.
Con la medida que midáis seréis medidos vosotros
Uno de los pasajes del Evangelio más bellos sobre la invitación a perdonar lo encontramos en los versículos de Lc 6, 27-38. Merece la pena releerlos, pues este texto fundamental ha de guiarnos en nuestra actitud hacia los demás:
Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los perversos. Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, colmada, rebosante echarán en vuestro regazo; porque con la medida que midáis seréis medidos vosotros.
Palabras muy exigentes; y, sin embargo, se trata de una exigencia que debemos entender como un “regalo” magnífico que Dios quiere hacernos. Dios da lo que pide, y este texto contiene la promesa de poder transformar nuestro corazón hasta el punto de hacernos capaces de amar con un amor tan puro, tan gratuito y tan desinteresado como el suyo. Dios quiere concedernos que perdonemos como sólo Él es capaz y que de este modo nos volvamos semejantes a Él, porque Dios nunca es “tan Dios” como cuando perdona.
Podríamos decir que todo el misterio de la Redención de Cristo a través de su encarnación, su muerte y su resurrección, consiste en este intercambio maravilloso: en el corazón de Cristo, Dios nos ha amado humanamente con el fin de hacernos aptos para amar divinamente. Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios, es decir, ame como sólo Dios es capaz de amar, con la pureza, la intensidad, la fuerza, la ternura y la infatigable paciencia propias del amor divino.
A este respecto, cito un hermoso texto de San Juan de la Cruz sobre las “cualidades” del amor divino que el alma es capaz de experimentar cuando es transformada en amor y unida a Dios:
Porque, cuando uno ama y hace bien a otro, hácele bien y ámale según su condición y sus propiedades; y así tu Esposo, estando en ti, como quien él es te hace las mercedes: porque siendo él omnipotente, hácete bien y ámate con omnipotencia; y siendo sabio, sientes que te hace bien y ama con sabiduría; y siendo infinitamente bueno, sientes que te ama con bondad; siendo santo, sientes que te ama y hace mercedes con santidad; y siendo él justo, sientes que te ama y hace mercedes justamente; siendo él misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y clemencia; y siendo él fuerte y subido y delicado ser, sientes que te ama fuerte, subida y delicadamente; y como sea limpio y puro, sientes que con pureza y limpieza te ama; y como sea verdadero, sientes que te ama de veras; y como él sea liberal, sientes que te ama y hace mercedes con liberalidad sin algún interese, sólo por hacerte bien; y como él sea la virtud de la suma humildad, con suma bondad y con suma estimación te ama, e igualándote consigo, mostrándosete en estas vías de sus noticias (él mismo) alegremente con este su rostro lleno de gracias y diciéndote en esta unión suya, no sin gran júbilo tuyo: ‘Yo soy tuyo y para ti, y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti’ (Llama de amor viva, en Obras completas, San Juan de la Cruz, canción 3, verso 1. BAC, pp. 1047-1048).
Es extraordinariamente esperanzador y un gran consuelo saber que, merced a la obra de la gracia divina en nosotros (si seguimos abiertos mediante la perseverancia en la fe, la oración y los sacramentos), el Espíritu Santo transformará y ensanchará nuestros corazones hasta hacerlos capaces algún día de amar como Dios ama.
Observemos que la conclusión del pasaje evangélico citado un poco antes contiene dos principios fundamentales de la vida espiritual (¡y también de la vida humana!): con la medida que midáis seréis medidos vosotros. Una interpretación superficial sería la siguiente: Dios recompensará con largueza a los que son generosos en el amor y en el perdón, parcamente a aquellos cuya actitud hacia el prójimo es mezquina.
Este versículo posee sin embargo un significado más profundo que el del castigo o la recompensa dictados por Dios de acuerdo con nuestra conducta. De hecho, no es Dios quien castiga, sino el hombre el que se castiga a sí mismo. El versículo se limita a enunciar una “ley” inherente a la existencia humana: quien se niega a perdonar, quien se niega a amar, antes o después acabará siendo víctima de su falta de amor. El mal que hacemos o el que queremos para los demás siempre se vuelve contra nosotros. Quien adopta una actitud de estrechez de corazón hacia el prójimo padecerá esa misma estrechez.
Al reducir al otro a un juicio, un desprecio, un rechazo o un rencor, me envuelvo en una red que terminará por ahogarme. Mis aspiraciones más profundas -al absoluto, al infinito…- tropezarán con barreras infranqueables y nunca se verán realizadas. Mi falta de misericordia hacia los demás me condena a un mundo estrecho, un mundo asfixiante de cálculos e intereses. Basta un mínimo de lucidez y realismo para constatar esta ley y su implacabilidad:
Trata de ponerte a buenas con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que devuelvas el último céntimo (Mt. 5,25-26).
Cuando nos hallemos interiormente “oprimidos”, muchas veces no habrá otra razón que ésta: que nuestro corazón es mezquino en sus disposiciones hacia el prójimo y se niega a amar y a perdonar con generosidad. Por el contrario, la generosidad en el amor y el perdón, la benevolencia en los juicios y la misericordia nos hacen “hijos del Altísimo” y nos empujan a navegar en un universo de gratuidad, en los océanos ilimitados del amor y la vida divina, donde las aspiraciones más profundas de nuestro corazón serán un día saciadas. Si amamos al prójimo, nos dice Isaías, entonces brotará tu luz como la aurora y pronto germinará tu curación… Serás como huerto regado, como fuente de aguas que no se agotan (Is. 58,8-12).
Obtener fruto de las faltas ajenas
Por lo que se refiere a las faltas e imperfecciones de nuestro prójimo, es bueno considerar -al igual que ocurre con las demás contrariedades- que “en el mal no sólo hay mal”. La conducta cuestionable de quienes nos rodean y que constituye para nosotros un motivo de sufrimiento, no es totalmente negativa, sino que ofrece ciertos beneficios.
En nosotros está sólidamente enraizada la tendencia a buscar en nuestra relación con los demás lo que puede llenar nuestras carencias, sobre todo las carencias de nuestra infancia. Las imperfecciones de los otros y las decepciones que nos causan nos obligan a esforzarnos por amarlos con un amor verdadero y a establecer con ellos una relación que no se limite a la búsqueda inconsciente de satisfacer nuestras propias necesidades, sino que tienda a hacerse pura y desinteresada como el mismo amor divino: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt. 5,48).
Por otro lado, estos defectos nos ayudan también a no esperar del prójimo la felicidad, la plenitud o la realización que sólo podemos encontrar en Dios, quien nos invita a “enraizamos” en Él. A veces es tras una decepción en la relación con alguien de quien esperamos mucho (seguramente demasiado) como aprendemos a profundizar en la oración y en la intimidad con Dios, a esperar de Él esa plenitud, esa paz y esa seguridad que únicamente su amor infinito puede garantizarnos. Cuando los demás nos defraudan, nos hacen pasar de un amor “idólatra” (un amor que espera demasiado) a un amor realista, libre y, por lo tanto, finalmente dichoso. El amor romántico siempre se verá amenazado por las decepciones; la caridad jamás, porque no busca su propio interés (1 Cor. 13,5).
El pecado de los demás no me quita nada
Una de las mayores dificultades que nos impide perdonar proviene del hecho siguiente: después de algún suceso doloroso o del comportamiento negativo de una persona que repercute en nuestra historia personal, tenemos la sensación de vernos privados de algo que consideramos importante, si no vital. A menudo es esta sensación difusa de haber sido desprovistos por culpa de otros de ciertos bienes necesarios lo que alimenta nuestro rencor.
Puede tratarse de bienes materiales, afectivos, morales (no haber recibido el amor al que se tenía derecho, o la estima necesaria, etc.) o espirituales (esa conducta del responsable de mi comunidad que me ha impedido determinado crecimiento espiritual, etc.).
Para encontrarnos en disposición de perdonar o de vivir en paz y sin rencores, incluso cuando nuestro entorno se vuelve motivo de dolor por determinadas conductas erróneas, es necesario darse cuenta de algo importante, y es que debemos revisar enteramente ese sentimiento de frustración que acabamos de describir, pues no se corresponde con la realidad. Hemos de dar un vuelco a nuestra mentalidad y a nuestros juicios para llegar a comprender cuáles son los bienes auténticos y percatarnos de que, en realidad, el mal que proviene de los otros no me priva de nada, así que carezco de razones válidas para quererlos mal.
Por supuesto que los demás tienen la capacidad de privarme de muchas cosas en el plano humano y material, pero nadie puede quitarme lo esencial, el único bien verdadero y definitivo, que es el amor que Dios me da y el que yo puedo darle, y el crecimiento que de él se derivará. Nadie será nunca capaz de privarme de la posibilidad de creer en Dios, de esperar en Él, de amarlo en todo lugar y circunstancia.
Nadie me podrá arrebatar este bien esencial y auténtico, ni impedirá que crezca lo que hay en mí de más profundo y definitivo. Porque es esencialmente a través del ejercicio de la fe, de la esperanza y del amor como se construye el hombre; todo lo demás es secundario y relativo, y podemos pasar sin ello porque no es un mal absoluto. Hay en nosotros algo indestructible que está garantizado por la fidelidad y el amor de Dios. El Señor es mi pastor, nada me falta… Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tu vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan (Sal. 22)
En lugar de perder el tiempo y desperdiciar energías acusando a los demás de lo que no marcha bien en nuestra vida, o reprochándoles lo que consideramos que nos quitan, es preciso esforzarse por adquirir una autonomía espiritual, profundizando en la relación personal con Dios, fuente única e inagotable de todo bien, y creciendo en la fe, la esperanza y el amor desinteresado. Debemos convencernos de una vez por todas de que el hecho de que los demás sean pecadores, a mí no me impide convertirme en santo; que nadie me priva de nada y que, al atardecer de mi vida, cuando me encuentre cara a cara con Dios (que nunca permitirá que carezca de todo lo necesario para avanzar espiritual y humanamente), no cometeré la niñería de acusar a los demás de mi falta de progreso espiritual.
La trampa de la desmovilización
En algunos momentos de la lucha, cuando nos hallamos especialmente preocupados por lo que “no va” en nuestro entorno, en nuestra comunidad, en nuestra familia o en nuestro medio eclesial, y nos sentimos tentados de desalentarnos y bajar los brazos, esto es lo que deberíamos decirnos: pase lo que pase, sean cuales sean los errores y faltas cometidos aquí y allá, esto no nos quita absolutamente nada. Ni siquiera el vivir entre gente que comete pecados mortales desde que se levanta hasta que se acuesta puede impedirme que ame al Señor y sirva al prójimo, ni me priva de ningún bien espiritual, ni es obstáculo para que yo siga dirigiéndome a la plenitud del amor. Aunque a mi alrededor el mundo se desmoronase, nada me quitaría la posibilidad de orar, de amar a Dios y de poner en Él toda mi esperanza.
Por supuesto que no se trata de encerrarse en una torre de marfil y volverse absolutamente indiferentes a lo que sucede junto a nosotros, ni tampoco de permanecer siempre pasivos. Cuando en nuestro entorno surgen problemas, claro que debemos desear que se resuelvan, además de discernir lo que Dios quiere de nosotros: ¿debo intervenir?; ¿está en mi mano, de un modo real y concreto, hacer algo? Si la respuesta es afirmativa, sería un pecado de omisión no hacer nada.
Lo que quiero decir es que, aunque parezca que todo marcha mal, es absolutamente necesario preservar esa libertad nuestra de continuar esperando en Dios y sirviéndole con entusiasmo y alegría. En efecto, a menudo está la tentación que busca cómo descorazonarnos, desmoralizarnos o hacernos perder la alegría de servir al Señor, y uno de sus métodos preferidos consiste en inquietarnos con lo que nos toca de cerca.
Supongamos que formo parte de una comunidad: con el fin de hacerme perder todo mi dinamismo y mi energía espiritual, estará siempre ahí la tentación, que se las arreglará para que me fije en un montón de cosas negativas, tales como el comportamiento injusto de los superiores o de los hermanos, sus errores, su falta de fervor, sus pecados a veces graves, etc. Entonces se abatirá sobre mí una carga de inquietud, de tristeza y desaliento, que irá minando poco a poco mi propio impulso espiritual: ¿de qué sirven tantos esfuerzos por orar, o por ser generoso, cuando existen tantos problemas entre nosotros? Y enseguida nos asalta la tibieza…
Tenemos que detectar cómo actúa la tentación y reaccionar diciendo:
pase lo que pase, no tengo nada que perder; debo conservar mi fervor, y continuar amando a Dios y rezando con todo el corazón; debo amar a las personas con las que convivo, incluso aunque no sepa en qué acabará esta situación. No pierdo el tiempo ni me equivoco intentando amar en lo cotidiano: este amor nunca será en vano. Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor, (Carta a la madre María de la Encarnación, S. Juan de la Cruz, Obras Completas, BAC, p. 375).
Por el contrario, si me entristezco y los problemas que existen en mi entorno me llevan a perder el fervor, no resolveré nada: sólo añadiré mal sobre mal. Si el pecado que me rodea me conduce al desasosiego y al descorazonamiento, únicamente acelero la propagación del mal. El mal no puede vencerse más que con el bien, poniendo freno a la difusión del pecado con nuestra devoción, nuestra alegría y nuestra esperanza, haciendo hoy el bien que está en nuestra mano sin preocuparnos del mañana.
El verdadero mal no se halla fuera de nosotros, sino en nosotros
Otra cosa que deberíamos decirnos en estos momentos de la lucha: no es de la conversión del prójimo de la que tenemos que ocuparnos, sino de la nuestra. Hay pocas probabilidades de que veamos la conversión del prójimo si no nos afanamos seriamente en la nuestra. Es mucho más realista y alentador este punto de vista: mi influencia sobre los demás no es grande, y los intentos por cambiarlos no tienen demasiado futuro. Más aún cuando, la mayor parte del tiempo, deseamos que cambien de acuerdo no con los designios divinos, sino con los criterios y los plazos que brotan de nuestra manera humana de ver las cosas. Así que, si me ocupo prioritariamente de mi propia conversión, aumentará la esperanza de que las cosas avancen. Vale más buscar la reforma de mi corazón que la del mundo o la Iglesia: será más fecundo para todos.
Con el fin de animaros a seguir esta línea de conducta, me gustaría hacer una reflexión en torno a la siguiente cuestión: “¿en qué medida puede afectarme el mal que me rodea?”. Pido perdón de antemano a las personas a las que pueda escandalizar mi respuesta, pues considero mi deber afirmar que ese mal que me rodea (los pecados de los otros, de la Iglesia o de la sociedad) no me afecta; para mí sólo puede convertirse en auténtico mal en la medida en que encuentre en mí alguna complicidad, en la medida en que yo lo deje penetrar en mi corazón.
Es lógico que el mal que existe en torno de nosotros nos haga sufrir; no es cuestión de blindarse y vivir indiferente a todo, sino al contrario: a mayor santidad, mayor sufrimiento a causa del mal y del pecado que hay en el mundo. Pero el mal exterior sólo me hace daño si no me deja reaccionar bien, es decir, si reacciono con miedo, con inquietud, con desaliento, con tristeza; bajando los brazos y desasosegándome en busca de soluciones precipitadas que no arreglan nada; juzgando, alimentando rencores y amargura, negándome a perdonar…
Como dice Jesús en el evangelio de San Marcos, nada hay fuera del hombre que al entrar en él pueda hacerlo impuro… pero lo que sale del hombre, eso sí que hace impuro al hombre (Mc. 7,15). El mal no procede de las circunstancias externas; procede del modo en que reacciona nuestro interior. “Lo que arruina nuestras almas no es lo que ocurre fuera, sino el eco que esto suscita en nosotros” (Cómo aprovechar las crisis, Christiane Singer. Ed. Albín Michel, p. 102). Así pues, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que “el mal que me hacen otros no procede de ellos, sino de mí”. Como dicen los Padres de la Iglesia, uno sólo es herido por sí mismo.
Nuestra complicidad refuerza el mal
Tenemos que pedir al Señor la gracia de detectar en nosotros toda esa complicidad con el mal (especialmente en el terreno de la palabra) mediante la cual, en lugar de contrarrestarlo, le insuflamos vida. Cuando nos fijamos demasiado en lo que no “marcha bien”, cuando lo convertimos en el tema preferido de nuestras conversaciones, cuando nos quejamos de nuestros problemas y nos desanimamos, acabamos proporcionando al mal más consistencia de la que en realidad posee. A veces nuestra manera de deplorar el mal sólo logra reforzarlo. No hace mucho le oí decir a un presbítero: “No me voy a pasar la vida denunciando el pecado: eso sería hacerle demasiado honor. Prefiero alentar el bien antes que condenar el mal”. Y creo que no se equivoca.
La postura que recomendamos no es la del avestruz que se niega a ver la realidad, ni la de impedir que se actúe, sino ese optimismo propio de la caridad y del amor desinteresado que permite movilizar todas nuestras energías hacia el bien: la caridad no se irrita, no piensa mal, no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1Cor. 13,5-7).
Es ésta una verdad aplicable también respecto a uno mismo: avanzaremos de forma mucho más segura y eficaz si nos entregamos de lleno al bien de que somos capaces, a pesar de nuestros fallos, que inquietándonos exageradamente por éstos. De igual modo, a cualquiera se le alienta mejor hacia la conversión y el crecimiento espiritual animándolo con lo positivo, que insistiendo en cada uno de sus errores. El bien posee más consistencia y entidad que el mal, y su impulso es capaz de hacerlo triunfar sobre este último.
Mayor gravedad reviste esa perversa satisfacción que se apodera de nosotros al detectar y poner en evidencia el mal con el propósito de justificar nuestros rencores y amarguras; lo cual representa una cómoda manera de descargarlos sobre cuanto nos rodea, cuando en realidad su origen se encuentra en el vacío espiritual que anida en nosotros y en la insatisfacción que genera. Más de una vez he constatado cómo las personas más críticas son aquellas cuyo vacío espiritual es mayor, y uno acaba preguntándose si es que algunos para existir no se habrán tenido que fabricar enemigos; tan grande es su vacío interior.
El mal viene a llenar un vacío
Jesús vivió inmerso en un océano de mal, de odio, de violencia, de mentira. Su corazón fue destrozado y atravesado de parte a parte; ningún hombre ha sufrido como El; y, sin embargo, no se ha dejado alcanzar por el mal, éste no ha logrado penetrar en Él, porque su alma estaba llena de confianza en el Padre, de abandono y de ofrecimiento amoroso. Nosotros debemos seguir sus huellas… ultrajado, no devolvía el ultraje; maltratado, no amenazaba (1Pe. 2,23). Lo mismo se puede decir de la Santísima Virgen, al pie de la cruz. Ella bebió un cáliz de dolor, pero su corazón se mantuvo puro: sin miedo, sin rebelión, sin odio, sin desesperación; con aceptación, con perdón, con esperanza…
Si el mal penetra en nuestro corazón, es porque ha encontrado en él un lugar en el que anidar, una complicidad; si el sufrimiento nos vuelve agrios o malos, es porque nuestro corazón está vacío: vacío de fe, de esperanza y de amor. Si, por el contrario, en nuestro corazón existe una confianza total en Dios, si el fin de nuestra vida no es la búsqueda de nosotros mismos, sino hacer la voluntad de Dios, amarla con todo el corazón y amar al prójimo como a nosotros mismos, es imposible que el mal triunfe en nosotros. El sufrimiento, sí; pero no el mal.
El Padre Kolbe murió en Auschwitz, en el bunker del hambre, y sin embargo mantuvo su corazón puro e intacto en medio de aquel infierno, porque, filialmente abandonado en la Inmaculada, no odió a sus verdugos, sino que aceptó dar su vida por amor. Tanto él como sus compañeros murieron cantando el Magníficat; vencieron el mal con el bien.
Evidentemente, esta capacidad de ser libre con respecto al mal no es inmediata, sino fruto de una larga conquista y, sobre todo, de una prolongada labor de la gracia, que nos hace crecer en el ejercicio de las virtudes teologales. Es un aspecto de la madurez espiritual y, sin duda, constituye más un don de Dios que el resultado de nuestros esfuerzos. Dicho esto, hay que aclarar que se nos dará con más certeza y antes cuanto más inclinados estemos hacia ella, cuanto más la deseemos y busquemos poner por obra las actitudes que acabamos de mencionar.
Si nos enraizamos en Dios mediante la fe y la oración, si dejamos de reprocharle a nuestro entorno todo lo que no marcha en nuestra vida y de considerarnos víctimas de los demás o de las circunstancias, si asumimos decididamente nuestra propia responsabilidad y aceptamos nuestra vida tal y como es, si ejercitamos en todo momento nuestra capacidad de creer, de esperar y de amar, si nos proponemos conquistarla, esta libertad nos será concedida progresivamente.
Para el que vive como un hijo de Dios en la fe, la esperanza y la caridad, habrá penas y miserias, pero él no se someterá a nada, ni dependerá de circunstancias afortunadas o desafortunadas, ni existirán para él acontecimientos negativos, sino que todo cuanto sucede en el mundo estará a su servicio y beneficiará a su crecimiento en el amor y en su condición de hijo de Dios. Ni las circunstancias, ni las contingencias buenas o malas, ni el comportamiento de los demás pueden afectarle negativamente: sólo pueden fomentar su verdadero bien, que es amar.
San Pablo expresa así este sentimiento de libertad real, privilegio de quien vive en los brazos del Padre: Todo es vuestro, y añade: y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1 Cor. 3,23).
Y en la “oración del alma enamorada” San Juan de la Cruz lo describe con estas hermosas palabras:
¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón? Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos, y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues, ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti (Dichos de luz y amor, 26. San Juan de la Cruz, Obras Completas, BAC, pp. 412-413).
Preguntas para la reflexión:
1.- ¿Qué puedo compartir acerca de mi experiencia con el rencor y el resentimiento?
2.- Cuando las cosas van mal en mi entorno, ¿cómo reacciono?¿Me desmoralizo o más bien sigo adelante confiado en el Señor?
3.- Comparte lo que más te ha impactado
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