Autoconocimiento y Amor de Dios XVI

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 30-5-2015
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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A lo largo de este curso hemos visto cómo la interioridad es como un viaje de regreso hacia la luz, a ese espacio íntimo, el más nuestro, y también el más universal, que hemos perdido.

La inocencia infantil, la confianza y la espontaneidad con la que todos nacemos quedaron encubiertas debido al proceso de socialización, por el que tuvimos que adaptarnos y sufrimos traumas. Ahora, lo que encontramos cuando nos dirigimos dentro, es con nuestra vulnerabilidad, con un núcleo de miedo; un mundo de miedos, a veces muy, muy profundos, de pánico e incluso terror.

Para poder sobrevivir, aprendimos desde una muy temprana edad a encontrar formas de compensación para esos miedos profundamente asentados, pero eso no los hizo desaparecer. Por el contrario, se asentaron más profundamente en nuestro inconsciente. Es decir, dentro de nosotros habita un niño interior, que está herido y que tiene una mente propia que funciona de forma totalmente independiente de la de nuestro adulto compensado. Este niño vive en su propio mundo; un mundo tantas veces inconsciente, basado en experiencias y recuerdos del lejano pasado que son aún muy vívidos y afectan de manera importante al presente. Lo importante es ser más conscientes de cómo siente, de por qué siente, lo que siente y de cómo funciona este niño.

Para nosotros es muy difícil ver o sentir a nuestro propio niño aterrado. Podemos verlo y sentirlo en los demás, pero somos reacios a dirigir el espejo hacia nosotros mismos. Es básico que comprendamos esa parte nuestra. Por eso, hacer camino internándose “mar adentro” en uno mismo es algo que puede resultar doloroso, pero nos consuela que la verdad nos hará libres porque abre todas las puertas al Amor Incondicional de Dios. No se trata de revolver introspectivamente en el interior, sino simplemente saber dónde enfocar para poder observar con atención lo que acontece dentro de nosotros, aprendiendo a poner nombre a lo que nos pasa, contemplar desde dónde nos movemos, quien es el que pilota esta nave de nuestra propia vida. Nos ayuda a salir de la inconsciencia para ganar en interioridad, conocernos y abrirnos irremediablemente al núcleo de nuestro ser, a nuestro verdadero yo, al Amor Incondicional de Dios.

Para ello nos vamos a servir de un modelo que describe, de una forma sencilla, el proceso para regresar a la luz, a nuestro hogar, y vivir desde el Amor Incondicional de Dios.

Imaginaos que estamos en el centro de un gran círculo dividido en tres anillos: un anillo exterior, uno medio y otro interior. Al anillo exterior le llamaremos capa de protección: éste es el hogar del adulto compensado. El segundo anillo es la capa de los sentimientos y la vulnerabilidad, el hogar del niño vulnerable. Finalmente, el centro es el núcleo del ser esencial y el hogar del espíritu. Allí hay espacio, nos encontramos con nuestra energía fluida y espontánea, y podemos mirar todo lo que sucede dentro y fuera de nosotros con amplitud y objetividad. En su forma más elevada, constituye un estado de armonía con nosotros mismos y con la vida; éste es el centro que los místicos han descrito a través de los tiempos como un estado de unidad con la existencia. Nuestro viaje es para regresar a este núcleo interior.

Cuando éramos niños, a menos que nos comportáramos y nos convirtiéramos en lo que ellos querían, nos arriesgábamos a que se cortara nuestra fuente de amor y aprobación. Nuestros padres, profesores y sacerdotes, en el convencimiento de que actuaban desde el amor y la preocupación, nos impusieron los valores represivos de la sociedad y la cultura. Así, en nuestro estado infantil inocente y receptivo sucumbimos, renunciando a nuestra viveza y locura espontánea a cambio de amor y aprobación.

Una de las formas más comunes de proteger nuestra vulnerabilidad es adoptando un rol, una imagen propia. Hemos formado estas protecciones a tan temprana edad y de forma tan inconsciente que se han convertido en una costumbre. Mantenemos fuera todas las energías de forma indiscriminada, quedando así aislados y desnutridos. Además, nuestro escudo protector también mantiene nuestra energía encerrada dentro, desconectándonos de nuestros sentimientos y del libre flujo de nuestras energías vitales y creativas.

En la capa de protección vive nuestro adulto compensado. Podríamos preguntarnos, ¿cómo se vive la espiritualidad el adulto compensado desde la capa de protección? No se vive la interioridad sino la superficialidad. Lo normal es que se rinda culto al superyó en lugar de a Dios. Domina la exigencia, el perfeccionismo, y por más que uno combata y se esfuerce, lo único que va a hacer es dar vueltas sobre sí mismo, hipertrofiando el ego. Es un camino sin salida, el camino del fariseo, del narcisista, que tiene ante sí su propio rostro. Estamos en el régimen de la Ley, expuestos a confundir la espiritualidad con la ideología o las creencias.

Al adentrarnos en la capa de vulnerabilidad, podemos ver que cada uno de nosotros, de formas diferentes, está herido por la indignidad y la privación, que de alguna manera todos las compartimos. Creo que pocos se han librado de este ataque a su integridad, inocencia y vulnerabilidad. Puede variar el grado de afectación, pero todos, más o menos, navegamos en el mismo barco. Dado que estas heridas las sufrimos a una edad tan temprana, necesitamos encubrirlas para poder sobrevivir; el dolor era demasiado profundo, así que nos construimos una capa de protección. Como era demasiado doloroso continuar viviendo en la capa media, nos trasladamos a la capa exterior.

Como resultado de nuestra vergüenza, bloqueamos gran parte de nuestra energía sexual, creativa, amorosa, feliz enérgica y extravagante. Cuando intentamos adentrarnos en la capa media para investigarla con una comprensión compasiva y tierna, podemos sanar gradualmente nuestras inhibiciones y regresar a nuestra energía espontánea. Al investigar validamos y sanamos la vergüenza y el shock de nuestro niño herido, recuperando todas esas energía vitales, y a medida que nos libramos del peso de la culpa y del miedo al rechazo y la desaprobación, podemos ir arriesgándonos más a afirmar estas energías vitales. Empezamos a redescubrir y a vivir cada vez más nuestra verdad. Entonces surge la interioridad.

No es el hecho de ser amado incondicionalmente el que cambia la vida, sino la arriesgada experiencia de permitirme ser amado incondicionalmente. Paradójicamente, nadie puede cambiar mientras no se acepte tal como es. El autoengaño y la ausencia de auténtica vulnerabilidad bloquean toda transformación significativa. Sólo cuando acepto quién soy, me atrevo a mostrarte mi yo en toda su vulnerabilidad y desnudez; y sólo entonces tengo la oportunidad de recibir tu amor de manera que tenga verdadera incidencia. Esto es aplicable tanto al amor de Dios como al amor de otra persona.

Es una tontería avanzar en esta temible dirección si uno no está motivado por un anhelo Íntimo de la presencia de Dios, si no siente un doloroso déficit interior que no puede compensarse con ningún tipo de ingenioso artificio. Si crees que eres feliz y has alcanzado el éxito o que la buena vida está justo delante de ti, olvida la transformación y descarta la búsqueda interior.

Dicho de otra manera: la experiencia del dolor y del sufrimiento son el lugar privilegiado para comenzar el trabajo interior. Se abre la posibilidad de conocer el camino de la fe. Tomamos conciencia de nuestra herida y al mismo tiempo de nuestra incapacidad para compensarla. Si Jesús se dirige intencionadamente a los pecadores y publicanos es por la sencilla razón de que los encuentra abiertos al amor de Dios.

El trabajo interior se centra por lo tanto en el niño vulnerable y en las identificaciones, conscientes o inconscientes, que como adulto compensado ha tenido que hacer para poder para sobrevivir. A lo largo de este curso hemos aprendido también que es el niño quien lleva las riendas para aliviar con estrategias sus miedos profundos. Son estos miedos los que en realidad gobiernan la vida del adulto compensado.

Enfocar en el niño herido, supone saber algo fundamental: que nadie me produce ningún sentimiento; lo único que puede hacer es estimular las emociones que ya están en mí esperando ser activadas. La diferencia entre causar y estimular las emociones no es un simple juego de palabras; es importante además aceptar la verdad que encierra. Si yo creo que tú puedes hacerme enfadar, entonces, cuando me enfade, me limitaré a culparte de ello y a cargarte a ti con el problema, y nuestro encuentro no me habrá enseñado nada. Lo único que concluiré es que tú has sido el culpable de mi enfado. Y ya no necesitaré hacerme pregunta alguna sobre mí mismo, porque habré descargado en ti la responsabilidad del asunto.

Lo importante es darse cuenta de que cada una de nuestras reacciones emocionales nos dice algo acerca de nosotros mismos. Debemos aprender a no descargar en los demás la responsabilidad de estas reacciones, prefiriendo culparles a ellos en lugar de aprender algo sobre nosotros mismos. Cuando yo reaccione emocionalmente, sé que no todos reaccionarán de la misma manera. No todos tienen en su interior las mismas emociones que yo. Cuando se trata con muchas personas, hay una gran variedad de reacciones emocionales: esas personas son diferentes, sienten diferentes necesidades, tienen un diferente pasado y persiguen diferentes objetivos. Consiguientemente, sus reacciones emocionales son también diferentes, en función de lo que haya dentro de cada una de ellas. Lo más que yo puedo hacer es estimular esas emociones.

Podríamos decir por tanto, que mis relaciones son mis maestros para conocerme y conocer el amor de Dios y es por ahí por donde tengo que enfocar. Y, fácilmente, me voy a sentir perdido, pobre, sin poder echar ya mano de identificaciones porque veo la falsedad de todas ellas. Es el momento propicio, el kairós para apasionarse con la Dama Pobreza en un mundo que me resulta nuevo y desconocido, y con difícil retorno a la falsedad de mis intenciones y estrategias.

Uno ya no puede seguir viviendo así. Se experimenta a sí mismo como un pobre hambriento y sediento de poner verdad en su vida; verdad que sólo llega por el amor.

Es el relato del niño, con todas sus identificaciones el que hay que trabajar en la silla. Y hacerlo con un gran amor, que tiene tres características: la atención amorosa, la acogida compasiva y una profunda aceptación.

Y es importante tener siempre presente que la atención amorosa, la acogida compasiva y la profunda aceptación son algo más que herramientas, son precisamente lo que ocurre cuando saboreamos el Amor incondicional en el taller experimental propio.

En charlas anteriores habíamos visto que es necesario el coraje de aceptar la aceptación. Paul Tillich define la fe como el coraje de aceptar la aceptación, refiriéndose a la aceptación nuestra por parte de Dios. Tal vez no nos demos cuenta de que la fe exige mucho coraje de nuestra parte. Es la “confianza básica” que, de alguna manera, no depende de nosotros pues este coraje de aceptar la aceptación, es un don de Dios. Quizás incluso, la fe nos parezca algo muy fácil y suave. Pero, en realidad, el coraje es un requisito indispensable y es el valor, justamente, lo que nos falta con demasiada frecuencia.

Los pobres, por su necesidad de redención, están abocados a poner verdad en su vida, por su necesidad vital de redención. De ellos es el reino de los cielos. Y si el reino está dentro de ellos, si están habitados por el Cristo interior -el rey del reino- entonces serán cristóforos, portadores de Cristo, que es lo que anunciarán cada cual en su propia vocación.

El que vive así, será puro amor incondicional con todos y con todo porque sentirá que lo de todos es propio, y que todo es perdonado y aceptado por Él. SE trata en definitiva de vivir todo como hijas e hijos de Dios confiados en un Padre que es Amor, y que todo lo envuelve, confiados en que todo está en sus manos. Todo es Gracia: antes, ahora y siempre mi vida, la vida es una historia de amor.

Acabo recordándoos un precioso texto del místico sufí Rumi:

“El ser humano es una casa de huéspedes.
Cada mañana un nuevo recién llegado.
Una alegría, una tristeza, una maldad,
que viene como un visitante inesperado.
¡Dales la bienvenida y recibe a todos!
Aun si son un coro de penurias que vacían tu casa violentamente.
Trata a cada huésped honorablemente,
él puede estar creándote el espacio para una nueva delicia.
El pensamiento oscuro, la vergüenza, la malicia,
recíbelos en la puerta sonriendo
e invítalos a entrar.
Agradece a quien quiera que venga,
porque cada uno ha sido enviado
como un guía del más allá”

Rumi

Pregunta para la Reflexión:

1.- ¿Quién es Jesús para mi actualmente? Compartir los cambios más notables en la imagen de Dios que se han dado en mi vida desde que comenzaron las charlas.

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Autoconocimiento y Amor de Dios XV

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 14-2-2015
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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En la última charla terminábamos diciendo que in­cluso en aquellas situaciones en las que nada podemos hacer en el plano de los hechos, siempre conservamos la libertad interior de perseverar en el amor: una libertad que ninguna cir­cunstancia, por trágica que sea, logrará quitarnos. Ésta tendría que ser para nosotros una certeza firme, una certeza liberadora y llena de consuelo en medio de la prueba de la impotencia: si yo no puedo hacer nada, desde el momento en que creo, espero y amo, algo ocurre en el plano de “lo invisible”, y sus frutos se manifestarán antes o después, en el tiempo de la misericordia divina.

Aceptar el sufrimiento que nos causan los demás

Acabamos de exponer la conveniencia de no “re­sistirnos” a las contrariedades y aceptarlas de buen grado. Ahora retomaremos el tema, referido esta vez a las contrariedades que nos llegan no a través de sucesos materiales, sino por culpa de los demás. ¿Cómo debemos comportarnos frente al dolor provocado por quienes nos rodean? La línea de conducta ha de ser la misma: esforzarnos por “consentir”.

Tampoco en este caso se trata de permanecer pa­sivo. A veces es necesario salir al paso de aquella persona cuya conducta nos hace sufrir para ayudarle a darse cuenta y corregirse. Otras veces es nuestro deber reaccionar con firmeza contra ciertas situacio­nes injustas y protegernos -o proteger a los de­más- de comportamientos destructivos. Pero siem­pre quedará cierta parte de sufrimiento que procede de nuestro entorno y que no seremos capaces de evi­tar ni corregir, sino que habremos de aceptar con una actitud de esperanza y de perdón.

Nos cuesta más asimilar esto que las contrarieda­des materiales. Es más fácil no enojarse por no lle­gar a una cita debido al reventón de una rueda que por el retraso a que me obliga mi mujer al pasar una hora al teléfono con una de sus amigas. Los disgus­tos motivados por los otros son más difíciles de aceptar que las molestias materiales, porque en el primer caso entra en juego la libertad y nos consta que las cosas podían haber sido diferentes. Es lógico guardar más rencor a un ser libre por los problemas que nos origina, que a circunstancias impersonales.

Aunque no resulta sencillo, hay que saber perdo­nar a los que nos hagan sufrir o nos decepcionen, e incluso aceptar como un favor o como un beneficio los problemas que nos crean. Esta actitud no es es­pontánea ni natural, pero sí la más adecuada si que­remos conquistar la paz y la libertad interior. En este sentido, haremos algunas consideraciones que nos pueden ayudar.

Tener en cuenta las diferencias de carácter

Primera observación: en los sufrimientos que nos procuran los demás no hay por qué ver sistemática­mente mala voluntad por su parte (tal y como nos in­clinamos a hacer habitualmente). Cuando surgen problemas entre dos personas, es frecuente que am­bas se apresuren a hacer valoraciones morales la una de la otra, cuando en realidad lo que hay de fondo no son sino malentendidos o dificultades de comuni­cación. Debido a nuestras distintas formas de expre­sarnos y a nuestros filtros psicológicos, a veces per­cibimos erróneamente las auténticas intenciones o motivaciones de los demás.

Todos tenemos caracteres bien diferenciados, ma­neras de ver las cosas opuestas, y sensibilidades opuestas, y éste es un hecho que hay que reconocer con realismo y aceptar con humor. A algunos les en­canta el orden y el menor síntoma de desorden crea en ellos inseguridad. Hay otros que en un contexto excesivamente cuadriculado y ordenado se asfixian enseguida. Los que aman el orden se sienten perso­nalmente agredidos por quienes van dejándolo todo en cualquier sitio, mientras que a la persona de temperamento contrario le agobia quien exige, siempre y en todo, un orden perfecto. Y enseguida echamos mano de consideraciones morales, cuando no se tra­ta más que de diferencias de carácter.

Todos padece­mos una fuerte tendencia a alabar lo que nos gusta y conviene a nuestro temperamento, y a criticar lo que no nos agrada. Los ejemplos serían interminables. Y, si no se tiene esto en cuenta, nuestras familias y nues­tras comunidades correrán el riesgo de convertirse en permanentes campos de batalla entre los defenso­res del orden y los de la libertad, entre los partida­rios de la puntualidad y los de la flexibilidad, los amantes de la calma y los del tumulto, los madruga­dores y los trasnochadores, los locuaces y los taci­turnos, y así sucesivamente.

De ahí la necesidad de educarnos para aceptar a los demás como son, para comprender que su sensi­bilidad y los valores que los sustentan no son idénti­cos a los nuestros; para ensanchar y educar nuestro corazón y nuestros pensamientos en consideración hacia ellos.

Una tarea complicada que nos obliga a relativizar nuestra inteligencia, a hacernos pequeños y humil­des; a saber renunciar a ese “orgullo de tener razón” que tan a menudo nos impide sintonizar con los otros; y esta renuncia, que a veces significa morir a noso­tros mismos, cuesta terriblemente.

Pero no tenemos nada que perder. Es una suerte que nos contraríe la manera de ver las cosas de los demás, pues así tendremos ocasión de salir de nues­tra estrechez de miras para abrirnos a otras cualida­des. Un religioso que lleva viviendo 25 años en comunidad, dice:

“he de reconocer que, a fin de cuentas, he acabado recibien­do más de aquellos con quienes no me entendía que de aquellos a los que me unía cierta afinidad. De ha­berme limitado a frecuentar a personas de mi misma sensibilidad, esos otros valores distintos a los míos nunca me habrían abierto los nuevos horizontes que he llegado a descubrir”.

Algunas reflexiones sobre el perdón

Dicho esto, no hay duda de que existen casos en que el sufrimiento que otros provocan en nosotros es debido a una auténtica falta por su parte. La actitud que se nos pide entonces no es solamente la de flexi­bilidad y comprensión hacia las diferencias a que acabamos de referirnos; es otra más exigente y más difícil: la del perdón.

La cultura moderna (sólo hay que fijarse, por ejemplo, en el cine) no hace mucho por ensalzar el perdón; muy al contrario, suele legitimar el rencor y la venganza. ¿Y así es como disminuirá el mal en el mundo? Debemos proclamar muy alto que el único modo de paliar el dolor que pesa sobre la humanidad es el perdón.

“La Iglesia, al anunciar el perdón y el amor a los enemigos, es consciente de introducir en el patrimo­nio espiritual de toda la humanidad una forma nueva de relacionarse con los demás; una forma ciertamen­te trabajosa, pero rica en esperanza. Para lograrlo, sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que nunca abandona a quien acude a Él en los momentos difíciles. La caridad no tiene en cuenta el mal (1 Co 13, 5). En estas palabras de la primera carta a los Corintios, el apóstol Pablo recuerda que el perdón es una de las formas más nobles del ejercicio de la ca­ridad” (Juan Pablo II).

No vamos a tratar aquí del tema del perdón, un tema fundamental pero complejo. Nuestro propósito es únicamente insistir en que, si no entendemos la importancia del perdón y no lo integramos en nues­tra convivencia con los demás, nunca alcanzaremos la libertad interior y permaneceremos siempre prisioneros de nuestros rencores.

Cuando nos negamos a perdonar algo de lo que hemos sido víctimas, no hacemos más que añadir mal sobre mal, sin resolver absolutamente nada: nos limitamos a aumentar la cantidad de mal que hay en el mundo, del que -en mi opinión- tenemos más que suficiente. No seamos cómplices en la propaga­ción del mal. Como nos pide San Pablo, no te dejes vencer por el mal; antes bien, vence el mal con el bien (Rom 12,21).

Detengámonos brevemente con objeto de señalar algunos obstáculos que hacen difícil el perdón o lo imposibilitan.

Perdonar no es avalar el mal

Lo que hace a veces tan difícil el perdón es que, de modo más o menos consciente, pensamos que perdonar a una persona que nos ha hecho sufrir ven­dría a ser como si ésta no hubiera hecho nada malo; sería como llamar “bien” al mal o apoyar una injusticia, cosas todas ellas que no estamos dispues­tos a admitir.

Sin embargo, perdonar no consiste en aceptar el mal ni en pretender que es justo lo que no lo es; evi­dentemente, no debemos admitir nada parecido: se­ría como burlarse de la verdad. Perdonar significa lo siguiente: a pesar de que esta persona me ha hecho daño, yo no quiero condenarla, ni identificarla con su falta, ni tomarme la justicia por mi mano. Dejo a Dios, el único que escudriña las entrañas y los cora­zones (Ap. 2,23) y juzga con justicia (1Pe 2,23), la misión de examinar sus obras y emitir un juicio, pues yo no deseo encar­garme de tan difícil y delicada tarea, que sólo co­rresponde a Dios.

Es más, no quiero reducir a quien me ha ofendido a un juicio definitivo e inapelable; sino que lo miro con ojos esperanzados, creo que algo en él puede dar un giro y cambiar, y continúo queriendo su bien. Creo también que del mal que me ha hecho, aunque humanamente parezca irremediable, Dios puede obtener un bien… A fin de cuentas, nosotros sólo podemos perdonar de verdad porque Cristo ha resucitado de entre los muertos, y esta resurrección constituye la garantía de que Dios es ca­paz de sanar cualquier mal.

Los lazos del rencor

Por otro lado, debemos darnos cuenta de que, cuando perdonamos a alguien, si en cierto sentido le hacemos un bien a esa persona (liberándola de una deuda), ante todo nos hacemos un bien a nosotros, pues recobramos la libertad que el rencor y el resentimiento estuvieron a punto de hacernos perder.

A veces nuestra libertad puede verse enturbiada por lazos afectivos demasiado fuertes o por la depen­dencia de esa persona a la que queremos demasiado (y mal), la cual acaba resultándonos tan indispensa­ble que nos hace perder parte de nuestra autonomía. Al igual que la dependencia afectiva, la negativa a perdonar nos encadena a quien queremos mal y ena­jena nuestra libertad. Somos tan dependientes de las personas a las que aborrecemos como de las que amamos de forma exagerada.

Cuando guardamos rencor a alguien, no dejamos de pensar en él; nos inundan sentimientos negativos que agotan gran par­te de nuestras energías; y se produce un “bloqueo” en la relación que no nos deja ni psicológica ni espiritualmente disponibles para vivir los demás aspec­tos de nuestra vida. El rencor perjudica las fuerzas de aquel de quien se adueña y causa en él mucho daño. Cuando alguien nos ha hecho sufrir, nuestra tendencia espontánea es a guardar cuidadosamente el recuerdo del daño padecido, como una “factura” que esgrimir en el momento oportuno para exigir cuentas y hacer pagar al otro lo que nos debe.

De lo que no somos conscientes es de que esas facturas acumuladas terminan por envenenar nuestra vida. Es mucho más inteligente perdonar toda deuda, tal y como invita el Evangelio: a su vez, se nos perdonará todo a nosotros y nuestro corazón quedará libre. Todos hemos experimentado cómo el resentimien­to guardado a otra persona nos lleva a perder la objetividad respecto a ella. Entonces todo lo vemos ne­gro y nos cerramos a cuanto -a pesar de que nos haya hecho sufrir- podría aportarnos de positivo.

Con la medida que midáis seréis medidos vosotros

Uno de los pasajes del Evangelio más bellos so­bre la invitación a perdonar lo encontramos en los versículos de Lc 6, 27-38. Merece la pena releerlos, pues este texto fundamental ha de guiarnos en nues­tra actitud hacia los demás:

Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; así será gran­de vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los per­versos. Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzga­dos; no condenéis y no seréis condenados. Perdo­nad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, colmada, rebosante echa­rán en vuestro regazo; porque con la medida que midáis seréis medidos vosotros.

Palabras muy exigentes; y, sin embargo, se trata de una exigencia que debemos entender como un “regalo” magnífico que Dios quiere hacernos. Dios da lo que pide, y este texto contiene la promesa de poder transformar nuestro corazón hasta el punto de hacernos capaces de amar con un amor tan puro, tan gratuito y tan desinteresado como el suyo. Dios quiere concedernos que perdonemos como sólo Él es capaz y que de este modo nos volvamos semejantes a Él, porque Dios nunca es “tan Dios” como cuando perdona.

Podríamos decir que todo el misterio de la Reden­ción de Cristo a través de su encarnación, su muerte y su resurrección, consiste en este intercambio mara­villoso: en el corazón de Cristo, Dios nos ha amado humanamente con el fin de hacernos aptos para amar divinamente. Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios, es decir, ame como sólo Dios es capaz de amar, con la pureza, la intensidad, la fuerza, la ternura y la infatigable paciencia pro­pias del amor divino.

A este respecto, cito un hermoso texto de San Juan de la Cruz sobre las “cualidades” del amor divino que el alma es capaz de experimentar cuando es transformada en amor y unida a Dios:

Porque, cuando uno ama y hace bien a otro, hácele bien y ámale según su condición y sus propiedades; y así tu Esposo, estando en ti, como quien él es te hace las mercedes: porque siendo él omnipotente, hácete bien y ámate con om­nipotencia; y siendo sabio, sientes que te hace bien y ama con sabidu­ría; y siendo infinitamente bueno, sientes que te ama con bondad; sien­do santo, sientes que te ama y hace mercedes con santidad; y siendo él justo, sientes que te ama y hace mercedes justamente; siendo él miseri­cordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y cle­mencia; y siendo él fuerte y subido y delicado ser, sientes que te ama fuerte, subida y delicadamente; y como sea limpio y puro, sientes que con pureza y limpieza te ama; y como sea verdadero, sientes que te ama de veras; y como él sea liberal, sientes que te ama y hace mercedes con liberalidad sin algún interese, sólo por hacerte bien; y como él sea la virtud de la suma humildad, con suma bondad y con suma estima­ción te ama, e igualándote consigo, mostrándosete en estas vías de sus noticias (él mismo) alegremente con este su rostro lleno de gracias y diciéndote en esta unión suya, no sin gran júbilo tuyo: ‘Yo soy tuyo y para ti, y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti’ (Lla­ma de amor viva, en Obras completas, San Juan de la Cruz, canción 3, verso 1. BAC, pp. 1047-1048).

Es extraordinariamente esperanzador y un gran consuelo saber que, merced a la obra de la gracia divina en nosotros (si seguimos abiertos mediante la perseverancia en la fe, la ora­ción y los sacramentos), el Espíritu Santo transfor­mará y ensanchará nuestros corazones hasta hacerlos capaces algún día de amar como Dios ama.

Observemos que la conclusión del pasaje evangé­lico citado un poco antes contiene dos principios fundamentales de la vida espiritual (¡y también de la vida humana!): con la medida que midáis seréis me­didos vosotros. Una interpretación superficial sería la siguiente: Dios recompensará con largueza a los que son generosos en el amor y en el perdón, parca­mente a aquellos cuya actitud hacia el prójimo es mezquina.

Este versículo posee sin embargo un sig­nificado más profundo que el del castigo o la recom­pensa dictados por Dios de acuerdo con nuestra con­ducta. De hecho, no es Dios quien castiga, sino el hombre el que se castiga a sí mismo. El versículo se limita a enunciar una “ley” inherente a la existencia humana: quien se niega a perdonar, quien se niega a amar, antes o después acabará siendo víctima de su falta de amor. El mal que hacemos o el que queremos para los demás siempre se vuelve contra nosotros. Quien adopta una actitud de estrechez de corazón hacia el prójimo padecerá esa misma estrechez.

Al reducir al otro a un juicio, un desprecio, un rechazo o un rencor, me envuelvo en una red que terminará por ahogarme. Mis aspiraciones más profundas -al absoluto, al infinito…- tropezarán con barreras infranqueables y nunca se verán realizadas. Mi falta de misericordia hacia los demás me condena a un mun­do estrecho, un mundo asfixiante de cálculos e intereses. Basta un mínimo de lucidez y realismo para constatar esta ley y su implacabilidad:

Trata de ponerte a buenas con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que devuelvas el último céntimo (Mt. 5,25-26).

Cuando nos hallemos interiormente “oprimidos”, muchas veces no habrá otra razón que ésta: que nues­tro corazón es mezquino en sus disposiciones hacia el prójimo y se niega a amar y a perdonar con generosidad. Por el contrario, la generosidad en el amor y el perdón, la benevolencia en los juicios y la miseri­cordia nos hacen “hijos del Altísimo” y nos empujan a navegar en un universo de gratuidad, en los océa­nos ilimitados del amor y la vida divina, donde las aspiraciones más profundas de nuestro corazón serán un día saciadas. Si amamos al prójimo, nos dice Isaías, entonces brotará tu luz como la aurora y pronto germinará tu curación… Serás como huerto regado, como fuente de aguas que no se agotan (Is. 58,8-12).

Obtener fruto de las faltas ajenas

Por lo que se refiere a las faltas e imperfecciones de nuestro prójimo, es bueno considerar -al igual que ocurre con las demás contrariedades- que “en el mal no sólo hay mal”. La conducta cuestionable de quienes nos rodean y que constituye para noso­tros un motivo de sufrimiento, no es totalmente ne­gativa, sino que ofrece ciertos beneficios.

En nosotros está sólidamente enraizada la tenden­cia a buscar en nuestra relación con los demás lo que puede llenar nuestras carencias, sobre todo las caren­cias de nuestra infancia. Las imperfecciones de los otros y las decepciones que nos causan nos obligan a esforzarnos por amarlos con un amor verdadero y a establecer con ellos una relación que no se limite a la búsqueda inconsciente de satisfacer nuestras propias necesidades, sino que tienda a hacerse pura y desinte­resada como el mismo amor divino: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt. 5,48).

Por otro lado, estos defectos nos ayudan también a no esperar del prójimo la felicidad, la plenitud o la realización que sólo podemos encontrar en Dios, quien nos invita a “enraizamos” en Él. A veces es tras una decepción en la relación con alguien de quien esperamos mucho (seguramente demasiado) como aprendemos a profundizar en la oración y en la intimidad con Dios, a esperar de Él esa plenitud, esa paz y esa seguridad que únicamente su amor infinito puede garantizarnos. Cuando los demás nos defrau­dan, nos hacen pasar de un amor “idólatra” (un amor que espera demasiado) a un amor realista, libre y, por lo tanto, finalmente dichoso. El amor romántico siem­pre se verá amenazado por las decepciones; la cari­dad jamás, porque no busca su propio interés (1 Cor. 13,5).

El pecado de los demás no me quita nada

Una de las mayores dificultades que nos impide perdonar proviene del hecho siguiente: después de algún suceso doloroso o del comportamiento negati­vo de una persona que repercute en nuestra historia personal, tenemos la sensación de vernos privados de algo que consideramos importante, si no vital. A menudo es esta sensación difusa de haber sido des­provistos por culpa de otros de ciertos bienes necesarios lo que alimenta nuestro rencor.

Puede tratarse de bienes materiales, afectivos, morales (no haber recibido el amor al que se tenía derecho, o la estima necesaria, etc.) o espirituales (esa conducta del res­ponsable de mi comunidad que me ha impedido de­terminado crecimiento espiritual, etc.).

Para encontrarnos en disposición de perdonar o de vivir en paz y sin rencores, incluso cuando nues­tro entorno se vuelve motivo de dolor por determi­nadas conductas erróneas, es necesario darse cuenta de algo importante, y es que debemos revisar entera­mente ese sentimiento de frustración que acabamos de describir, pues no se corresponde con la realidad. Hemos de dar un vuelco a nuestra mentalidad y a nuestros juicios para llegar a comprender cuáles son los bienes auténticos y percatarnos de que, en reali­dad, el mal que proviene de los otros no me priva de nada, así que carezco de razones válidas para que­rerlos mal.

Por supuesto que los demás tienen la capacidad de privarme de muchas cosas en el plano humano y material, pero nadie puede quitarme lo esencial, el único bien verdadero y definitivo, que es el amor que Dios me da y el que yo puedo darle, y el creci­miento que de él se derivará. Nadie será nunca capaz de privarme de la posibilidad de creer en Dios, de esperar en Él, de amarlo en todo lugar y circunstancia.

Nadie me podrá arrebatar este bien esencial y auténtico, ni impedirá que crezca lo que hay en mí de más profundo y definitivo. Porque es esencial­mente a través del ejercicio de la fe, de la esperanza y del amor como se construye el hombre; todo lo de­más es secundario y relativo, y podemos pasar sin ello porque no es un mal absoluto. Hay en nosotros algo indestructible que está garantizado por la fideli­dad y el amor de Dios. El Señor es mi pastor, nada me falta… Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tu vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan (Sal. 22)

En lugar de perder el tiempo y desperdiciar ener­gías acusando a los demás de lo que no marcha bien en nuestra vida, o reprochándoles lo que considera­mos que nos quitan, es preciso esforzarse por adqui­rir una autonomía espiritual, profundizando en la re­lación personal con Dios, fuente única e inagotable de todo bien, y creciendo en la fe, la esperanza y el amor desinteresado. Debemos convencernos de una vez por todas de que el hecho de que los demás sean pecadores, a mí no me impide convertirme en santo; que nadie me priva de nada y que, al atardecer de mi vida, cuando me encuentre cara a cara con Dios (que nunca permitirá que carezca de todo lo necesario para avanzar espiritual y humanamente), no comete­ré la niñería de acusar a los demás de mi falta de progreso espiritual.

La trampa de la desmovilización

En algunos momentos de la lucha, cuando nos ha­llamos especialmente preocupados por lo que “no va” en nuestro entorno, en nuestra comunidad, en nuestra familia o en nuestro medio eclesial, y nos sentimos tentados de desalentarnos y bajar los bra­zos, esto es lo que deberíamos decirnos: pase lo que pase, sean cuales sean los errores y faltas cometidos aquí y allá, esto no nos quita absolutamente nada. Ni siquiera el vivir entre gente que comete pecados mortales desde que se levanta hasta que se acuesta puede impedirme que ame al Señor y sirva al próji­mo, ni me priva de ningún bien espiritual, ni es obs­táculo para que yo siga dirigiéndome a la plenitud del amor. Aunque a mi alrededor el mundo se des­moronase, nada me quitaría la posibilidad de orar, de amar a Dios y de poner en Él toda mi esperanza.

Por supuesto que no se trata de encerrarse en una torre de marfil y volverse absolutamente indiferentes a lo que sucede junto a nosotros, ni tampoco de per­manecer siempre pasivos. Cuando en nuestro entor­no surgen problemas, claro que debemos desear que se resuelvan, además de discernir lo que Dios quiere de nosotros: ¿debo intervenir?; ¿está en mi mano, de un modo real y concreto, hacer algo? Si la respuesta es afirmativa, sería un pecado de omisión no hacer nada.

Lo que quiero decir es que, aunque parezca que todo marcha mal, es absolutamente necesario preser­var esa libertad nuestra de continuar esperando en Dios y sirviéndole con entusiasmo y alegría. En efec­to, a menudo está la tentación que busca cómo descorazonarnos, desmoralizarnos o hacernos perder la alegría de servir al Señor, y uno de sus métodos preferidos con­siste en inquietarnos con lo que nos toca de cerca.

Supongamos que formo parte de una comunidad: con el fin de hacerme perder todo mi di­namismo y mi energía espiritual, estará siempre ahí la tentación, que se las arreglará para que me fije en un montón de cosas negativas, tales como el comportamiento injusto de los superiores o de los hermanos, sus errores, su falta de fer­vor, sus pecados a veces graves, etc. Entonces se abatirá sobre mí una carga de inquietud, de tristeza y desaliento, que irá minando poco a poco mi propio impulso espiritual: ¿de qué sirven tantos esfuerzos por orar, o por ser generoso, cuando existen tantos problemas entre nosotros? Y enseguida nos asalta la tibieza…

Tenemos que detectar cómo actúa la tenta­ción y reaccionar diciendo:

pase lo que pase, no ten­go nada que perder; debo conservar mi fervor, y continuar amando a Dios y rezando con todo el cora­zón; debo amar a las personas con las que convivo, incluso aunque no sepa en qué acabará esta situa­ción. No pierdo el tiempo ni me equivoco intentando amar en lo cotidiano: este amor nunca será en vano. Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor, (Carta a la madre María de la Encarnación, S. Juan de la Cruz, Obras Completas, BAC, p. 375).

Por el contrario, si me entristezco y los problemas que existen en mi entorno me llevan a perder el fer­vor, no resolveré nada: sólo añadiré mal sobre mal. Si el pecado que me rodea me conduce al desasosiego y al descorazonamiento, únicamente acelero la propagación del mal. El mal no puede vencerse más que con el bien, poniendo freno a la difusión del pe­cado con nuestra devoción, nuestra alegría y nuestra esperanza, haciendo hoy el bien que está en nuestra mano sin preocuparnos del mañana.

El verdadero mal no se halla fuera de nosotros, sino en nosotros

Otra cosa que deberíamos decirnos en estos mo­mentos de la lucha: no es de la conversión del próji­mo de la que tenemos que ocuparnos, sino de la nuestra. Hay pocas probabilidades de que veamos la conversión del prójimo si no nos afanamos seria­mente en la nuestra. Es mucho más realista y alenta­dor este punto de vista: mi influencia sobre los de­más no es grande, y los intentos por cambiarlos no tienen demasiado futuro. Más aún cuando, la mayor parte del tiempo, deseamos que cambien de acuerdo no con los designios divinos, sino con los criterios y los plazos que brotan de nuestra manera humana de ver las cosas. Así que, si me ocupo prioritariamente de mi propia conversión, aumentará la esperanza de que las cosas avancen. Vale más buscar la reforma de mi corazón que la del mundo o la Iglesia: será más fecundo para todos.

Con el fin de animaros a seguir esta línea de conducta, me gustaría hacer una reflexión en tor­no a la siguiente cuestión: “¿en qué medida puede afectarme el mal que me rodea?”. Pido perdón de an­temano a las personas a las que pueda escandalizar mi respuesta, pues considero mi deber afirmar que ese mal que me rodea (los pecados de los otros, de la Iglesia o de la sociedad) no me afecta; para mí sólo puede convertirse en auténtico mal en la medida en que encuentre en mí alguna complicidad, en la medi­da en que yo lo deje penetrar en mi corazón.

Es lógico que el mal que existe en torno de noso­tros nos haga sufrir; no es cuestión de blindarse y vi­vir indiferente a todo, sino al contrario: a mayor san­tidad, mayor sufrimiento a causa del mal y del pecado que hay en el mundo. Pero el mal exterior sólo me hace daño si no me deja reaccionar bien, es decir, si reacciono con miedo, con inquietud, con desaliento, con tristeza; bajando los brazos y desasose­gándome en busca de soluciones precipitadas que no arreglan nada; juzgando, alimentando rencores y amargura, negándome a perdonar…

Como dice Jesús en el evangelio de San Marcos, nada hay fuera del hombre que al entrar en él pueda hacerlo impuro… pero lo que sale del hombre, eso sí que hace impuro al hombre (Mc. 7,15). El mal no procede de las circunstancias externas; procede del modo en que reacciona nuestro interior. “Lo que arruina nuestras almas no es lo que ocurre fuera, sino el eco que esto suscita en nosotros” (Cómo aprovechar las crisis, Christiane Singer. Ed. Albín Michel, p. 102). Así pues, podemos afirmar sin temor a equi­vocarnos que “el mal que me hacen otros no procede de ellos, sino de mí”. Como dicen los Padres de la Iglesia, uno sólo es herido por sí mismo.

Nuestra complicidad refuerza el mal

Tenemos que pedir al Señor la gracia de detectar en nosotros toda esa complicidad con el mal (espe­cialmente en el terreno de la palabra) mediante la cual, en lugar de contrarrestarlo, le insuflamos vida. Cuando nos fijamos demasiado en lo que no “marcha bien”, cuando lo convertimos en el tema preferido de nuestras conversaciones, cuando nos quejamos de nuestros problemas y nos desanima­mos, acabamos proporcionando al mal más consis­tencia de la que en realidad posee. A veces nuestra manera de deplorar el mal sólo logra reforzarlo. No hace mucho le oí decir a un presbítero: “No me voy a pasar la vida denunciando el pecado: eso sería ha­cerle demasiado honor. Prefiero alentar el bien antes que condenar el mal”. Y creo que no se equivoca.

La postura que recomendamos no es la del avestruz que se niega a ver la realidad, ni la de impedir que se ac­túe, sino ese optimismo propio de la caridad y del amor desinteresado que permite movilizar todas nuestras energías hacia el bien: la caridad no se irri­ta, no piensa mal, no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1Cor. 13,5-7).

Es ésta una verdad aplicable también respecto a uno mismo: avanzaremos de forma mucho más se­gura y eficaz si nos entregamos de lleno al bien de que somos capaces, a pesar de nuestros fallos, que inquietándonos exageradamente por éstos. De igual modo, a cualquiera se le alienta mejor hacia la conversión y el crecimiento espiritual animándolo con lo positivo, que insistiendo en cada uno de sus erro­res. El bien posee más consistencia y entidad que el mal, y su impulso es capaz de hacerlo triunfar sobre este último.

Mayor gravedad reviste esa perversa satisfacción que se apodera de nosotros al detectar y poner en evi­dencia el mal con el propósito de justificar nuestros rencores y amarguras; lo cual representa una cómoda manera de descargarlos sobre cuanto nos rodea, cuan­do en realidad su origen se encuentra en el vacío espi­ritual que anida en nosotros y en la insatisfacción que genera. Más de una vez he constatado cómo las personas más críticas son aquellas cuyo vacío espiritual es mayor, y uno acaba preguntándose si es que algu­nos para existir no se habrán tenido que fabricar enemigos; tan grande es su vacío interior.

El mal viene a llenar un vacío

Jesús vivió inmerso en un océano de mal, de odio, de violencia, de mentira. Su corazón fue destrozado y atravesado de parte a parte; ningún hombre ha su­frido como El; y, sin embargo, no se ha dejado alcanzar por el mal, éste no ha logrado penetrar en Él, porque su alma estaba llena de confianza en el Pa­dre, de abandono y de ofrecimiento amoroso. Noso­tros debemos seguir sus huellas… ultrajado, no de­volvía el ultraje; maltratado, no amenazaba (1Pe. 2,23). Lo mismo se puede decir de la Santísima Virgen, al pie de la cruz. Ella bebió un cáliz de dolor, pero su cora­zón se mantuvo puro: sin miedo, sin rebelión, sin odio, sin desesperación; con aceptación, con perdón, con esperanza…

Si el mal penetra en nuestro corazón, es porque ha encontrado en él un lugar en el que anidar, una complicidad; si el sufrimiento nos vuelve agrios o malos, es porque nuestro corazón está vacío: vacío de fe, de esperanza y de amor. Si, por el contrario, en nuestro corazón existe una confianza total en Dios, si el fin de nuestra vida no es la búsqueda de nosotros mismos, sino hacer la voluntad de Dios, amarla con todo el corazón y amar al prójimo como a nosotros mismos, es imposible que el mal triunfe en nosotros. El sufrimiento, sí; pero no el mal.

El Padre Kolbe murió en Auschwitz, en el bunker del hambre, y sin embargo mantuvo su corazón puro e intacto en medio de aquel infierno, porque, filial­mente abandonado en la Inmaculada, no odió a sus verdugos, sino que aceptó dar su vida por amor. Tan­to él como sus compañeros murieron cantando el Magníficat; vencieron el mal con el bien.

Evidentemente, esta capacidad de ser libre con respecto al mal no es inmediata, sino fruto de una larga conquista y, sobre todo, de una prolongada la­bor de la gracia, que nos hace crecer en el ejercicio de las virtudes teologales. Es un aspecto de la madu­rez espiritual y, sin duda, constituye más un don de Dios que el resultado de nuestros esfuerzos. Dicho esto, hay que aclarar que se nos dará con más certe­za y antes cuanto más inclinados estemos hacia ella, cuanto más la deseemos y busquemos poner por obra las actitudes que acabamos de mencionar.

Si nos enraizamos en Dios mediante la fe y la oración, si dejamos de reprocharle a nuestro entorno todo lo que no marcha en nuestra vida y de considerarnos víctimas de los demás o de las circunstancias, si asumimos decididamente nuestra propia responsabilidad y aceptamos nuestra vida tal y como es, si ejercita­mos en todo momento nuestra capacidad de creer, de esperar y de amar, si nos proponemos conquistarla, esta libertad nos será concedida progresivamente.

Para el que vive como un hijo de Dios en la fe, la esperanza y la cari­dad, habrá penas y miserias, pero él no se someterá a nada, ni dependerá de circunstancias afortunadas o desafortunadas, ni existirán para él acontecimientos negativos, sino que todo cuanto sucede en el mundo estará a su servicio y beneficiará a su crecimiento en el amor y en su condición de hijo de Dios. Ni las circunstancias, ni las contingencias buenas o malas, ni el comportamiento de los demás pueden afectarle negativamente: sólo pueden fomentar su verdadero bien, que es amar.

San Pablo expresa así este sentimiento de libertad real, privilegio de quien vive en los brazos del Pa­dre: Todo es vuestro, y añade: y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1 Cor. 3,23).

Y en la “oración del alma enamo­rada” San Juan de la Cruz lo describe con estas her­mosas palabras:

¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón? Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos, y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cris­to es mío y todo para mí. Pues, ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti (Dichos de luz y amor, 26. San Juan de la Cruz, Obras Comple­tas, BAC, pp. 412-413).

Preguntas para la reflexión:

1.- ¿Qué puedo compartir acerca de mi experiencia con el rencor y el resentimiento?
2.- Cuando las cosas van mal en mi entorno, ¿cómo reacciono?¿Me desmoralizo o más bien sigo adelante confiado en el Señor?
3.- Comparte lo que más te ha impactado

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Autoconocimiento y Amor de Dios XIV

 

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 10-1-2015
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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Ya en la charla del último día y también en esta nos hemos propuesto que cada uno de nosotros descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la autentica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar en nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundirnos ni agobiarnos del todo.

Aceptarse a uno mismo para aceptar a los demás

Existe un profundo vínculo de doble dirección entre aceptación de sí y aceptación de los demás. El uno propicia el otro.

A veces no llegamos a aceptar a los demás porque, en el fondo, no nos aceptamos a nosotros. El que no está en paz consigo mismo, necesariamente estará en guerra con los demás. La no-aceptación de mí mismo, crea una tensión interior, una insatisfacción y una frustra­ción que con frecuencia volcamos sobre los demás, convertidos así en cabeza de turco de nuestros con­flictos interiores. Un pequeño ejemplo: cuando esta­mos de mal humor contra lo que nos rodea, suele ser porque no nos sentimos contentos con nosotros mis­mos ¡y se lo hacemos pagar a los demás! Etty Hillesum escribe: Empiezo a darme cuenta de que, cuan­do sientes aversión hacia el prójimo, debes buscar la raíz en el disgusto contigo mismo: ama a tu prójimo como a ti mismo.

Y a la inversa: el hombre que cierra su corazón a los demás, que no hace ningún esfuerzo por amarlos tal como son, que no sabe reconciliarse con ellos, ja­más tendrá la fortuna de vivir esa profunda reconci­liación con uno mismo que tanto necesitamos. De hecho, siempre acabamos siendo víctimas de nuestra pobreza de corazón para con el prójimo, de nuestros juicios y de nuestro rigor.

Aceptar las contrariedades

Después de hablar de la aceptación de uno mis­mo, nos disponemos a abordar la aceptación de los acontecimientos. El principio fundamental es el mismo: no seremos capaces de transformar eficaz­mente nuestra vida si no comenzamos por acogerla en su integridad y, en consecuencia, por aceptar cualquier acontecimiento exterior al que nos enfren­temos.

Evidentemente, resulta difícil aceptar lo que no percibimos como bueno, gratificante o positivo. Y es más difícil aún cuando se trata de dificultades y su­frimientos de todo tipo. Nos referiremos a todas esas realidades consideradas negativas con el término de “contrariedades”.

El asunto es un poco delicado. No se trata de vol­verse pasivo y “tragárselo” todo sin pestañear. Pero tenemos la experiencia de que, sean cuales sean nuestros proyectos o nuestra cuidadosa planifica­ción, existen multitud de circunstancias que no po­demos dominar y multitud de acontecimientos con­trarios a nuestra previsión, nuestras aspiraciones o nuestros deseos, que nos vemos obligados a aceptar.

En este sentido, creo que lo más importante es no contentarse con aceptarlas a regañadientes, sino acep­tarlas verdaderamente. No limitarse a “sufrirlas”, sino -en cierto modo- “elegirlas” (incluso cuando no tenemos otra elección, cosa que nos contraría aún más). Aquí elegir significa realizar un acto de libertad que nos lleve, además de a resignarnos, a recibirlas de forma positiva. Cosa nada fácil, sobre todo cuando se trata de pruebas dolorosas, pero sí un buen método que debemos decidirnos a poner en práctica con la mayor frecuencia posible y con una actitud de fe y es­peranza. Si tenemos la fe suficiente en Dios para creer que Él es capaz de extraer un bien de todo lo que nos ocurre, así lo hará: Que te suceda como has creído, dice en varias ocasiones Jesús en el Evangelio.

Es ésta una verdad absolutamente fundamental: Dios puede sacar provecho de todo, tanto de lo bue­no como de lo malo, de lo positivo como de lo nega­tivo. Por eso es Dios, es el Padre Todopoderoso que confesamos en el Credo. Sacar un bien de lo bueno no es difícil: cualquiera es capaz de hacerlo.

Pero sólo Dios, en su omnipotencia, en su amor y sabiduría, posee la facultad de obtener un bien de un mal. ¿Cómo? No nos corresponde a nosotros demos­trarlo ni explicarlo enteramente (ninguna filosofía o reflexión teológica es capaz de ello), pero sí creerlo basándonos en las palabras de la Escritura que nos invitan a esa confianza: Todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que Él ha llamado según sus designios (Rom. 8,28). Si lo creemos, así lo experimentaremos. Repasando toda su existencia unos días antes de su muerte, decía Santa Teresa de Lisieux: Todo es gracia.

El sufrimiento que más daño hace es aquel que no se acepta

Hay que darse cuenta de una cosa: cuando experi­mentamos un sufrimiento, lo que más daño nos hace no es tanto éste como su rechazo, porque entonces al propio dolor le añadimos otro tormento: el de nues­tra oposición, nuestra rebelión, nuestro resentimien­to y la inquietud que provoca en nosotros. La tensa resistencia que genera en nuestro interior y la no aceptación del sufrimiento hacen que éste aumente. Mientras que, cuando estamos dispuestos a aceptar­lo, se vuelve de golpe menos doloroso. Un sufri­miento sereno deja de ser un sufrimiento, decía el cura de Ars.

Cuando sobreviene el dolor, es perfectamente normal intentar remediarlo en la medida de lo posi­ble. Si me duele la cabeza, tendré que tomarme una aspirina para aliviarme. Pero siempre habrá sufri­mientos irremediables que conviene esforzarse en aceptar con tranquilidad. Y esto no es masoquismo, ni gusto por el dolor, sino todo lo contrario, porque la aceptación de un sufrimiento hace éste mucho más soportable que la crispación del rechazo.

Una realidad comprobable también en el plano físico: quien se da un golpe estando endurecido y tenso, se hace mucho más daño que el que lo recibe distendi­do. A veces querer eliminar un sufrimiento a cual­quier precio provoca después sufrimientos mucho más difíciles de sobrellevar. Es sorprendente ver lo desgraciados que somos en nuestra vida diaria a cau­sa de la mentalidad hedonista de nuestra sociedad, para la cual cualquier dolor es un mal y hay que evi­tarlo a toda costa.

Quien adopta como línea de conducta habitual la huida del dolor, el no aceptar más que lo grato y có­modo rechazando lo demás, antes o después acabará cargando con cruces más pesadas que quien se esfuerza por aceptar de buen grado un sufrimiento que, considerado con realismo, es imposible eliminar. En la adhesión al dolor encontramos fuerza. ¿No habla la Escritura del pan de lágrimas? Recordemos lo que dice Sal. 79, 6: Les hiciste comer un pan de lágrimas, les hiciste beber lágrimas en abundancia.

Dios es fiel y siempre da la fuerza necesaria para asumir, un día tras otro, lo más duro y difícil de nuestra vida. Dice Etty Hillesum:

Desde el momento en que me he mostrado dispuesta a afrontarlas, las pruebas siem­pre se han transformado en belleza. Sin embargo, no disponemos de la misma gracia para soportar el dolor suplementario que nos procuramos a nosotros mismos con nuestro rechazo de las contrariedades normales de la vida.

Añadiremos que “el auténtico mal no es tanto el dolor como el miedo al dolor”. Si lo acogemos con confianza y con paz, el dolor nos hace crecer, nos educa, nos purifica, nos enseña a amar de modo de­sinteresado, nos hace humildes, mansos y compren­sivos con el prójimo. El miedo al dolor, por el con­trario, nos endurece, nos encorseta en actitudes protectoras y defensivas, y a menudo nos conduce a decisiones irracionales de nefastas consecuencias. Los peores sufrimientos del hombre son los que se temen, dice Etty Hillesum. El sufrimiento malo no es el vivido, sino el “representado”, ése que se apodera de la imaginación y nos coloca en situacio­nes falsas. El problema no está en la realidad, que es esencialmente positiva, incluso en su parte dolorosa, sino en nuestra representación de la realidad.

Rehuir el dolor es rehuir la vida

El ambiente cultural que nos rodea no cesa de repe­tir la cantinela de su “evangelio” a través de la publi­cidad y de los medios de comunicación: toma como regla de vida huir del dolor a cualquier precio y no busques más que el placer. Pero se olvida de una cosa: y es que no existe mejor modo de ser infeliz que el de adoptar este principio de conducta. No deseo hacer apología del dolor: éste ha de ser aliviado en la medida de lo posible. Pero forma parte de nuestra vida y querer eliminarlo por completo signi­fica eludir la vida misma. Rehuir el dolor es rehuir la vida y, a fin de cuentas, cuanto la vida puede traer­nos de bueno y de bello.

Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará, nos dice Jesús; y su evangelio es bas­tante más fiable que el de la publicidad. Obviamen­te, no tengo nada en contra del placer, que es una cosa buena, y que -también él- forma parte de la vida. De no existir el placer, no se podría “dar pla­cer”, que es el modo más corriente de manifestar el amor a los demás. El placer es bueno, pero no ha sido hecho para “tomarlo” egoístamente, sino para darlo y recibirlo

Sin embargo, me sigo sorpren­diendo al constatar, en la conducta de muchas perso­nas, cómo con frecuencia, huyendo de un pequeño sufrimiento (normal y asumible), se infligen otros mucho mayores. Y he visto, por ejemplo, a algunos padres disgustados durante años, simplemente por no querer aceptar la vocación de alguno de sus hijos. Huyen del dolor de la separación o de una elección distinta de la que esperaban, condenándose con ello a años de tormento.

Los ejemplos serían intermina­bles y confirmarían que la aceptación del dolor y del sacrificio (cuando éstos son legítimos, claro está) no es una actitud masoquista y suicida, sino todo lo contrario. Al aceptar los sufrimientos “propuestos” por la vida y “permitidos” por Dios para nuestro progreso y nuestra purificación, nos ahorramos otros mucho mayores. Hay que ser realistas y dejar de so­ñar, de una vez por todas, con una vida sin dolor y sin lucha. Esta la obtendremos en el Paraíso, pero no aquí, en la tierra. Debemos tomar valientemente y cada día la cruz en pos de Cristo y, antes o después, su amargura se transformará en inmensa dulzura.

Así pues, permanezcamos atentos a nuestra acti­tud interior, cuyas consecuencias a largo plazo son más importantes de lo que parece. Cuando nos en­frentamos al dolor cotidiano, al peso del día y al calor de la jornada, al cansancio, hay que evitar pasarse el tiem­po refunfuñando por dentro o esperando que acabe cuanto antes; hay que evitar soñar permanentemente con una vida distinta: es preferible aceptarla de corazón. La vida es buena y bella tal como es, incluso con su parte de dolor.

Cuando Dios creó al hombre y a la mujer, derramó sobre toda vida humana una in­mensa bendición que nunca nos ha retirado a pesar del pecado y de su cortejo de sufrimientos, porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables (Rom. 11,29), sobre todo el primer don y la primera llamada, es de­cir, los de la vida. Toda existencia, incluso si se en­cuentra abocada al dolor, es infinitamente bendita e infinitamente valiosa.

Una actitud así nos introduce en la realidad y nos ahorra muchas energías: las mismas que gastamos quejándonos, exigiendo que las cosas sean diferen­tes, soñando con imposibles… Y tanto más legítima en cuanto que, como cristianos, estamos seguros de que nos espera una eternidad de dicha: el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los si­glos (Apoc. 22,15); por lo tanto, no tenemos ningún motivo váli­do para quejarnos de las dificultades de esta vida. Guardemos en nuestros corazones las palabras de San Pablo: Porque momentáneas y ligeras son las tribulaciones que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria (2 Cor. 4,17).

En el mal no sólo hay mal: el lado positivo de las contrariedades

Por otra parte, hay que admitir que las contrarieda­des, por penosas que sean, no traen sólo inconvenien­tes, sino que a menudo contienen muchas ventajas.

La primera de ellas es que nos impiden constituir­nos en propietarios de nuestras vidas y de nuestro tiempo, y evitan que nos encerremos en nuestros proyectos, nuestros planes o nuestro juicio personal. La auténtica cárcel que nos aprisiona y de la que de­bemos liberarnos somos nosotros mismos y nuestra pequeñez de corazón y de entendimiento. Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por enci­ma de los vuestros mis pensamientos (Is. 55,8), dice la Escri­tura. En la vida, lo peor que podría sucedemos es que todo fuera de acuerdo con nuestros deseos: eso supondría el fin de todo crecimiento.

Para ir adentrándonos poco a poco en la sabiduría divina, que es infinitamente más bella, más rica, más fecunda y más misericordiosa que la nuestra, -recordemos el himno de la sabiduría divina de Rom 11, 33-36:

¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones e inescrutables sus caminos! Porque: ‘¿Quién conoce el pensamiento del Señor? ¿Quién ha sido su consejero? ¿Quién le ha prestado algo para pedirle que se lo devuelva?’ De él, por él y para él son todas las cosas. A él la gloria por siempre. Amén.-

Es necesario que nuestra sabiduría humana se tambalee: no para ser destruida, sino elevada y purificada; para no quedar prisionera de sus propios límites, porque siempre se halla marcada por una parte de egoísmo y de orgullo, de faltas de fe y de amor más o menos conscientes. Existe en nosotros mucha estrechez de corazón y de miras que hay que eliminar para poder recibir progre­sivamente la sabiduría divina y vivir una profunda renovación y un ensanchamiento de nuestras mentali­dades. Mientras que el pecado es estrechez, la santi­dad es amplitud de espíritu y grandeza de alma.

Del señorío al abandono: la purificación de la inteligencia

En circunstancias de prueba, lo que nos suele re­sultar más difícil no es tanto el dolor como no saber su porqué. El dolor en sí mismo causa a veces me­nos sufrimiento que el hecho de no entender su sen­tido. No hay peor prueba que la de la inteligencia cuando ésta se topa con los “porqués” sin respuesta. Por el contrario, si el entendimiento se encuentra sa­tisfecho, es mucho más fácil acoger y soportar el do­lor: aunque una medicina que me cura me siente mal, no la rechazaré porque entiendo que es capaz de devolverme la salud. Todo esto merece una breve reflexión sobre el pa­pel de la inteligencia en la vida espiritual.

Como todas las facultades de que Dios nos ha do­tado, la inteligencia es esencialmente buena y útil. Existe en el hombre una sed de verdad, una necesi­dad de comprender mediante la razón, que forma parte de su dignidad y de su grandeza. Despreciar la inteligencia, sus posibilidades y su papel en la vida humana y espiritual, no sería justo. La fe no puede prescindir de la razón y no hay nada más hermoso que la posibilidad dada al hombre de cooperar a la obra de Dios mediante su libertad, su entendimiento y todas sus demás facultades. Esos momentos de nuestra vida en que la inteligencia aprehende lo que Dios hace, a qué nos llama y cuál es su pedagogía para hacernos crecer, son muy positivos, pues nos permiten aportar a la obra de la gracia divina toda nuestra cooperación.

Una colaboración que se en­cuentra enteramente en el orden de las cosas queri­das por Dios, quien no ha hecho de nosotros marionetas, sino personas libres y responsables llamadas a dar a su amor el consentimiento de su inteligencia y la adhesión de su libertad. De ahí que sea bueno y legítimo querer comprender el sentido de cuanto vivimos.

Pero hemos de reconocer que a veces nuestro im­perioso anhelo de comprenderlo todo se halla cargado de ambigüedad y necesita ser purificado. En efecto, el afán de comprender puede estar inspirado por mo­tivaciones, más o menos conscientes, que no siempre son justas. Existe un deseo de comprender que expresa la sed de conocer la verdad para acogerla y conformar nuestra vida según ella, cosa absoluta­mente legítima; pero existe también un deseo de comprender que representa la voluntad de poder: comprender es dominar, aprehender, ser dueño de la situación. Así, todo cuanto hay en nosotros de deseo de dominación o de instinto de propiedad, alimenta, quizá inconscientemente, el deseo de comprender.

Este último puede también tener su origen, que tampoco es puro, en nuestro fondo de inseguridad. Comprender es reafirmarse, asegurarse mediante el sentimiento de que, una vez comprendido, se estará en condiciones de controlar la situación. Pero es ésta una seguridad humana, frágil y engañosa que, un día u otro, siempre podrá malograrse. Porque la única auténtica seguridad en que debemos apoyarnos en esta vida no es en nuestra capacidad de controlar los acontecimientos mediante la inteligencia, ni en la de preverlos, sino en la certeza de que Dios es fiel y ja­más nos puede abandonar, pues su amor de Padre es irrevocable.

En circunstancias de prueba, a menudo nuestra ne­cesidad de comprender lo que ocurre es simplemente la expresión de nuestra incapacidad para abandonar­nos en Dios con confianza y de nuestra búsqueda de seguridad humana, es decir, algo de lo que debemos purificarnos. Nadie gozará de una plena libertad inte­rior si no aprende a despojarse del deseo de apoyarse en seguridades humanas para experimentar que sólo Dios es su “Roca”, tal y como dice la Escritura.

Para que nuestra inteligencia consiga desembara­zarse de los dos principales defectos que acabamos de describir (voluntad de dominar y necesidad de auto-afirmación por falta de abandono), es preciso que atravesemos en nuestras vidas ciertas etapas (sin duda las más penosas) en las que, sea cual sea nues­tro esfuerzo, no lleguemos a comprender el porqué de lo que nos ocurre. Y esto es muy doloroso, pues­to que -como ya hemos dicho antes- una prueba cuyo significado se comprende resulta fácil de acep­tar; pero, si la inteligencia se encuentra como perdi­da en la noche, la cosa es completamente distinta.

Hay períodos de la existencia en que necesitamos a cualquier precio buscar comprender lo que vivi­mos (mediante la reflexión, mediante la oración o pidiendo consejo a quien demuestra su prudencia), porque es gracias a esta luz y en cooperación con ella como hemos comprendido que así progresare­mos. Pero existen también momentos en que se ha de renunciar a entender: entonces habrá llegado el momento de abandonarse en Dios con confianza cie­ga. La luz vendrá más tarde: Lo que yo hago, tú aho­ra no lo entiendes, lo entenderás después (Jn. 13,7), le dice Je­sús a Pedro.

En este caso, intentar comprender a toda costa nos haría más mal que bien, aumentaría el dolor en lugar de calmarlo y sólo lograría exacerbar nuestras dudas, nuestras inseguridades, nuestros miedos y nuestros interrogantes, sin darles respues­ta. No se trata ya de satisfacer la inteligencia bus­cando una respuesta, sino de hacer actos de fe y de abandonarse en Dios. Lo único que puede conceder­nos sosiego no es contar con la respuesta a nuestras preguntas, sino la oración humilde y confiada, esa actitud expresada por el libro de las Lamentaciones: Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor (Lam. 3,26).

Comprender la voluntad divina

A causa de nuestra necesidad de asegurarnos, nos gustaría ante todo tener la certeza de estar cumplien­do la voluntad de Dios: un deseo lógico y natural si lo que pretendemos es amoldarnos a ella; y, si las buscamos con corazón sincero, normalmente conta­remos con las luces que nos permitan comprenderla. Pero no siempre es así. Incluso en el caso de que em­pleemos cuanto haga falta (la oración, la meditación o el acompañamiento espiritual) para conocer la voluntad de Dios en tal o cual situación, no siempre obtendremos una respuesta totalmente clara, o al menos no inme­diatamente.

Por dos razones: la primera, porque Dios nos trata como adultos y existen multitud de circuns­tancias en que quiere que decidamos por nosotros mismos. Y, en segundo lugar, con el fin de purificar­nos: si siempre tuviéramos la seguridad de estar en la verdad, de estar haciendo la voluntad de Dios, no tar­daríamos en caer en una peligrosa presunción que podría convertirse fácilmente en orgullo espiritual. La imposibilidad de estar siempre absolutamente se­guros de hacer la voluntad divina es una dolorosa desgracia, pero nos protege, nos hace humildes y pe­queños, en búsqueda constante, y nos impide apoyarnos en nosotros mismos y alcanzar una falsa seguri­dad que nos eximiría del abandono.

En este tipo de situaciones “veladas” en cuanto a la voluntad de Dios, es importante decirse a uno mismo: aunque ciertos aspectos de Su voluntad se me escapan, hay también muchos otros que conozco con certeza y a los que me puedo agarrar sin ningún riesgo de error y sabiendo que ese “asidero” es se­guro: cumplir con los deberes de mi estado actual y vivir los puntos esenciales de toda vocación cristia­na. A veces caemos en el defecto siguiente (que es necesario conocer y evitar): como me encuentro a oscuras sobre cuál sea la voluntad divina en este asunto importante (por ejemplo, la respuesta a la propia vocación u otra decisión seria), me paso el tiempo interrogándome y alimentando cierto desa­liento que me impide atenerme a lo que es para mí la voluntad de Dios cotidiana: perseverar en la oración, seguir confiando y amar a las personas a las que tra­to habitualmente. Cuando no existen respuestas para el futuro, el mejor modo de prepararse a recibirlas es vivir plenamente el hoy.

“Mi vida nadie me la quita, sino que yo la doy voluntariamente” (Jn.10,18)

Nos conviene entrenarnos no solamente en “sopor­tar” las contrariedades, sino también -y en cierto sentido- en “elegirlas”. Lo cual no quiere decir bus­carlas con agrado; pero sí recibirlas de corazón cuan­do se presentan mediante un acto positivo de nuestra libertad que nos haga pasar (¡cuanto antes, mejor!) de la reacción más o menos violenta de enojo a un con­sentimiento fundamentado en la confianza.

Como nos ocurre a cualquiera de nosotros, a San­ta Teresa de LIsieux no le gustaba demasiado que la molesta­ran. A veces le confiaban algún encargo que requería especial atención (unas veces pintar, otras redactar una obrita teatral para la comunidad), pero el estricto horario del Carmelo no le dejaba demasiado tiempo libre. Cuando por fin lograba sacar una o dos horas para ponerse a trabajar, lo hacía con la siguiente dis­posición: “elijo” que me molesten. Entonces, si al­guna de las hermanas le pedía algo mientras estaba ocupada, Teresa, en lugar de despacharla secamen­te, se esforzaba por atenderla de buen grado: eso era lo que había elegido; y, si no venía nadie a interrum­pirla, lo consideraba un regalo de Dios y daba gra­cias por ello. Actuando de este modo, Teresa vivía en paz y nunca se enfadaba; en todo hallaba la manera de hacer su voluntad, porque su voluntad era la de aceptarlo todo.

Cuando la lucha se nos plantea en este terreno, quizá nos haría bien meditar estas palabras de Jesús: Mi vida (…) nadie me la quita, sino que yo la doy voluntariamente (Jn.10,18).

Unas palabras paradójicas. Bien cierto es que a Jesús le quitaron la vida: apresado, condenado, llevado al suplicio y crucificado. Pero, como dice la liturgia, se entregó libremente a la muerte. Su corazón albergaba esa firme aceptación, esa adhesión a la voluntad del Padre, gracias a la cual su muerte continuó siendo plenamente libre, pues hizo de ella una ofrenda de amor. Mediante el consentimiento libre y amoroso, la vida quitada se transforma en una vida entregada.

Nuestra vida siempre cuenta con esta maravillosa posibilidad: la de hacer de lo que nos quitan (lo que nos quita la vida misma, las circunstancias o los de­más) algo que ofrecer. Exteriormente no se aprecia ninguna diferencia, pero en el interior todo queda transfigurado: el destino se convierte en una elec­ción libre, la violencia en amor, la pérdida en fecun­didad. La libertad humana posee una grandeza increíble. Gracias a ella, el hombre no tiene el poder de cambiar cuanto le rodea, pero sí que dispone (lo cual es mucho mejor) de la capacidad de otorgarle un sentido a todo, ¡incluso a lo que carece de él! Aunque no siempre seamos dueños del transcurrir de nuestra vida, sí lo somos del sentido que le damos.

Gracias a nuestra libertad, no existe ningún aconte­cimiento (se trate del que se trate) que no pueda reci­bir un significado positivo y ser expresión de amor, o transformarse en abandono, en confianza, en espe­ranza o en ofrenda… Los actos más importantes y fe­cundos de nuestra libertad no son aquellos mediante los cuales transformamos el mundo exterior, sino aquellos mediante los cuales modificamos nuestra propia actitud interior para concederle un sentido positivo a algo, recurriendo en última instancia a la fe, por la que sabemos que de cualquier cosa sin excepción Dios puede obtener un bien. Me gusta mucho esta frase: “Algunos andan en busca de un lugar hermoso, otras hacen de un lugar algo hermoso”.

He aquí una veta inagotable, una riqueza ilimitada que explotar y que elimina de nuestra existencia cuanto hay de ne­gativo, de banal o de indiferente, porque todo ad­quiere un sentido: lo positivo acaba siendo motivo de alegría y acción de gracias; lo negativo, ocasión de abandono, de fe y de ofrenda: todo se transforma en gracia. Deberíamos dar muchas gracias a Dios por el valioso don de la libertad.

La impotencia en la prueba y la prueba de la impotencia: libertad de creer, de esperar, de amar

A lo largo de nuestra vida, todos conoceremos al­guna situación de prueba o de dificultad que nos afec­tará personalmente, bien a nosotros, bien a quienes nos sean muy queridos; una situación en la que no habrá nada que hacer, porque -por muchas vueltas que le demos y aunque pensemos en ello día y no­che- la solución no estará en nuestras manos. Sen­tirse así de pobre, tan desarmado e impotente, cons­tituye una gran prueba. Más aún cuando se trata de alguien muy próximo, pues ver debatirse en medio de dificultades a una persona a la que queremos y carecer de los medios de ayuda necesarios es sin duda uno de los peores sufrimientos que padecere­mos en nuestra vida.

A muchos padres les acaba lle­gando, antes o después. Cuando el hijo es pequeño, siempre existe alguna manera de intervenir o de ayu­dar en los problemas que vayan surgiendo. Pero cuando crece, cuando se hace independiente y no atiende a razones, es terrible para los padres ser tes­tigos de cómo un hijo se refugia en la droga o se em­barca en aventuras demoledoras; a pesar de su in­menso deseo de ayudarle, se sienten absolutamente inermes… Entonces, incluso si aparentemente no hay a dónde agarrarse ni se dispone de los medios con­cretos para intervenir, tenemos que decirnos a noso­tros mismos que, a pesar de todo, aún nos queda la posibilidad de creer, de esperar y de amar.

Creer que Dios no abandona a esa persona y que la oración por ella dará sus frutos en el tiempo oportuno. Esperarlo todo de la fidelidad y el poder del Señor. Amar a esa persona sin dejar de llevarla en el corazón y en la oración, perdonando todas sus culpas y el mal que haya hecho, y expresando nuestro amor por ella de acuerdo con las circunstancias; un amor que no se puede traducir en hechos visibles, pero que se expre­sa en la confianza, en el abandono y en el perdón; un amor mayor y más puro cuanto más desgraciado. In­cluso cuando nada podemos hacer en el plano de los hechos, siempre conservamos esa libertad interior de perseverar en el amor: una libertad que ninguna cir­cunstancia, por trágica que sea, logrará quitarnos.

Ésta ha de ser para nosotros una certeza firme, una certeza liberadora y llena de consuelo en medio de esta prueba de impotencia: si yo no puedo hacer nada, desde el momento en que creo, espero y amo, algo ocurre en el plano de “lo invisible”, y sus frutos se manifestarán antes o después, en el tiempo de la misericordia divina. El amor, aunque pobre e im­potente en apariencia, siempre es fecundo y no pue­de no serlo porque participa del mismo ser y de la vida misma de Dios. Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rom. 5,5)

Como resumen de aceptar las contrariedades, podríamos quedarnos con la transformación de que no me quitan la vida sino que yo la entrego y la ofrezco libremente, en nombre de qué… en nombre de la dinámica pascual, de que no sea yo, sino Cristo quien deseo que viva en mi, y eso me descentra y le convierte a Él en el único centro de la vida que conduce mi vida llevándola a la Vida: esas pequeñas muertes que acepto como lo mejor que puede sucederme para dejar que el Espíritu haga brotar de la “pérdida” la “ganancia”, el hombre nuevo.

Tenemos muchos ejemplos paradigmáticos y uno de ellos es la noche oscura de San Francisco de Asís, que fue su proceso de purificación y también de iluminación, al comprender que no era “su obra” sin la obra de Dios: sólo Dios basta.

Preguntas para la reflexión:

1.- ¿Cuales son mis reacciones habituales ante las contrariedades de la vida? Comparte en el grupo.

2.- ¿Cómo me manejo en las situaciones de oscuridad en las que es muy difícil conocer la Voluntad de Dios? Comparte en el grupo.

3.- Compartir lo que más me ha impresionado de la charla de hoy.

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Autoconocimiento y Amor de Dios XIII

 

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 13-12-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses

(para leer en pdf, pincha aqui)

El objetivo de esta charla y de la siguiente es muy sencillo que cada uno de nosotros descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la autentica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar en nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundirnos ni agobiarnos del todo. ¡Que ojalá el Espíritu del Adviento nos ilumine para no volver a vivir encerrados en nuestro corazón!

A menudo se considera que el único ejercicio de libertad auténtico consiste en elegir de entre diferentes posibilidades la que más nos convie­ne; de forma que, cuanto mayor sea el abanico de po­sibilidades, más libres seremos. La medida de nuestra libertad sería proporcional a la cantidad de opciones posibles. En todas las circunstancias de nuestra vida nos gustaría contar con la “facultad de elegir”. Soñamos con la vida como si ésta fuese un inmenso supermercado en el que cada estante despliega un amplio surtido de posibilidades del que poder tomar, a placer y sin coacción, lo que nos gus­ta, y dejar lo demás.

Es un hecho bien cierto que el uso de nuestra libertad con frecuencia nos conduce a optar entre distintas posibilidades… y, además, un hecho bueno. Pero pe­caríamos de falta de realismo si lo contempláramos sólo desde este ángulo. En nuestra vida hay multitud de aspectos fundamentales que no elegimos: nuestro sexo, nuestros padres, el color de los ojos, el carác­ter o nuestra lengua materna. Y los elementos de nuestra existencia que sí elegimos son de una impor­tancia bastante menor que los que no escogemos.

De hecho, si en la etapa de la adolescencia la vida se presenta ante nosotros como un gran abanico de posibilidades entre las que elegir, no podemos dejar de admitir que, con los años, el abanico se va cerran­do… Son muchas las elecciones que hacer y, una vez hechas, las posibilidades restantes se reducen de ma­nera proporcional. Casarse implica escoger a una mujer, con lo cual quedan excluidas todas las demás. (Entre paréntesis, nos podríamos preguntar si uno elige verdaderamente la mujer con la que se casa; lo más habitual es casarse con la mujer de la que has caído rendidamente enamorado y, como la expresión “caer rendidamente” indica, no se trata precisamente de una elección).

Cuantos más años vamos cumpliendo, menos son nuestras posibilidades de elegir: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando hayas envejecido, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras” (Jn. 21,18).

Si el ejercicio de la libertad como elección entre diferentes opciones tiene sin duda su importancia, no obstante es fundamental -so pena de quedar ex­puesto a dolorosas desilusiones- comprender que existe otro modo de ejercer la libertad; un modo a primera vista menos celebrado y más pobre y humil­de, pero a fin de cuentas más corriente, y de una fecundidad humana y espiritual inmensa: la libertad no es solamente elegir, sino aceptar lo que no hemos elegido.

Me gustaría resaltar la importancia de este modo de ejercer la libertad. El acto más elevado y fecundo de libertad humana reside antes en la aceptación que en el dominio. El hombre manifiesta la grandeza de su libertad cuando transforma la realidad, pero más aún cuando acoge confiadamente la realidad que le viene dada día tras día.

Resulta natural y fácil aceptar las situaciones que, sin haber sido elegidas, se presentan en nuestra vida bajo un aspecto agradable y placentero. Evidente­mente, el problema se plantea a la hora de enfrentar­nos con lo que nos desagrada, nos contraría o nos hace sufrir. Y, sin embargo, es precisamente en estos casos cuando, para ser realmente libres, se nos pide “elegir” lo que no hemos querido e incluso lo que no hubiéramos querido a ningún precio. He aquí una ley paradójica de nuestra existencia: ¡no podemos ser verdaderamente libres si no aceptamos no serlo siempre!

Quien desea acceder a una verdadera libertad interior, debe entrenarse en la se­rena y gustosa aceptación de multitud de cosas que parecen ir en contra de su libertad. Aceptar sus limi­taciones personales, su fragilidad, su impotencia, esta o aquella situación que la vida le impone, etc.: algo que cuesta mucho hacer, porque sentimos un recha­zo espontáneo hacia las situaciones sobre las que no ejercemos nuestro control. Pero la verdad es ésta: las situaciones que nos hacen crecer de verdad son pre­cisamente aquellas que no dominamos (Jean-Claude Sagne).

Rebelión, resignación, aceptación

Antes de seguir avanzando, convendría hacer al­guna precisión lingüística. Existen tres actitudes po­sibles frente a aquello de nuestra vida, de nuestra persona o de nuestras circunstancias, que nos desagrada o que consideramos negativo.

La primera es la rebelión; es el caso de quien no se acepta a sí mismo y se rebela: contra Dios que lo ha hecho así, contra la vida que permite tal o cual acontecimiento, contra la sociedad, etc. La rebe­lión suele ser la primera reacción espontánea frente al sufrimiento. El problema está en que no resuelve nada; por el contrario, no hace sino añadir un mal a otro mal y es fuente de desesperación, de violencia y de resentimiento. Quizá cierto romanticismo litera­rio haya hecho apología de la rebelión, pero basta un mínimo de sentido común para darse cuenta de que jamás se ha construido nada importante ni positivo a partir de la rebelión; ésta solamente aumenta y pro­paga más aún el mal que pretende remediar.

A la rebelión tal vez le suceda la resignación: como me doy cuenta de que soy incapaz de cambiar tal situación o de cambiarme a mí mismo, termino por resignarme. Al lado de la rebelión, la resignación puede representar cierto progreso, en la medida en que conduce a una actitud menos agresiva y más rea­lista. Sin embargo, es insuficiente; quizá sea una vir­tud filosófica, pero nunca cristiana, porque carece de esperanza. La resignación constituye una declaración de impotencia, sin más. Aunque puede ser una etapa necesaria, resulta estéril si se permanece en ella.

La actitud a la que conviene aspirar es la acepta­ción. Con respecto a la resignación, la aceptación im­plica una disposición interior muy diferente. La acep­tación me lleva a decir “sí” a una realidad percibida en un primer momento como negativa, porque dentro de mí se alza el presentimiento de que algo positivo acabará brotando de ella. En este caso existe, pues, una perspectiva esperanzadora. Así, por ejemplo, puedo decir sí a lo que soy a pesar de mis fallos, por­que me sé amado por Dios; porque confío en que el Señor es capaz de hacer cosas espléndidas con mis miserias.

Puedo decir sí a la realidad más ruin y más frustrante en el plano humano, porque -empleando la forma de expresarse de Santa Teresa de Lisieux- creo que el amor es tan poderoso que sabe sacar provecho de todo, del bien y del mal que halla en mí. La diferencia decisiva entre la resignación y la aceptación radica en que en esta última -incluso si la realidad objetiva en la que me encuentro no va­ría- la actitud del corazón es muy distinta, pues en el anidan ya -podríamos decir que en estado embrionario- las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad.

Aceptar mis miserias, por ejemplo, es con­fiar en Dios, que me ha creado tal y como soy. Este acto de aceptación implica la existencia de fe en Dios, de confianza en Él y también de amor, pues confiar en alguien ya es amarle. A causa de esta presencia de la fe, la esperanza y la caridad, la aceptación cobra un valor, un alcance y una fecundidad muy grandes. Porque (no nos cansaremos de decirlo), en cuanto hay algo de fe, de esperanza y de cari­dad, automáticamente hay también disponibilidad a la gracia divina, hay acogida de esta gracia y, más pronto o más tarde, hay efectos positivos. La gracia de Dios nunca se da en vano a quien la recibe, sino que resulta siempre extraordinariamente fecunda.

Dios es realista

Vamos a recordar ahora algunos campos de nuestra vida en los que debemos vivir ese avance, a veces difícil, que desde la rebelión o la resignación nos conduce a la aceptación, haciéndonos llegar fi­nalmente a “elegir lo que no hemos elegido”.

Lógicamente, empezaremos por nosotros mismos y diremos algunas palabras sobre el lento aprendiza­je del amor a uno mismo: una tarea necesaria si que­remos aceptarnos plenamente tal y como somos.

Primera observación: en la vida lo más importan­te no es tanto lo que nosotros podemos hacer, como dar cabida a la acción de Dios. El gran secreto de toda fecundidad y crecimiento espiritual es aprender a dejar hacer a Dios: Sin mí no podéis hacer nada, dice Jesús. Y es que el amor divino es infinitamente más poderoso que cualquier cosa que hagamos noso­tros ayudados de nuestro buen juicio o nuestras pro­pias fuerzas. Así pues, una de las condiciones más necesarias para permitir que la gracia de Dios obre en nuestra vida es decir “sí” a lo que somos y a nuestras circunstancias.

Dios, en efecto, es “realista”. Su gracia no actúa sobre lo imaginario, lo ideal o lo soñado, sino sobre lo real y lo concreto de nuestra existencia. Aunque la trama de mi vida cotidiana no me parezca demasia­do gloriosa, no existe ningún otro lugar en el que po­der dejarme tocar por la gracia de Dios. La persona a la que Dios ama con el cariño de un Padre que quie­re salir a su encuentro y transformar por amor, no es la que a mí “me gustaría ser” o la que “debería ser”; es, sencillamente, “la que soy”. Dios no ama per­sonas “ideales” o seres “virtuales”; el amor sólo se da hacia seres reales y concretos. A Él no le intere­san santos de pasta flora, sino nosotros, pecadores como somos.

En la vida espiritual a veces perdemos tontamente el tiempo quejándonos de no ser de tal o cual manera, lamentándonos por tener este defecto o aquella limitación, imaginando todo el bien que podríamos hacer si, en lugar de ser como somos, es­tuviéramos un poco menos lisiados o más dotados de una u otra cualidad o virtud; y así interminable­mente. Todo eso no es más que tiempo y energía perdidos y sólo consigue retrasar la obra del Espíritu Santo en nuestros corazones.

Muy a menudo, lo que impide la acción de la gra­cia divina en nuestra vida no son tanto nuestros pe­cados o errores como esa falta de aceptación de nuestra debilidad, todos esos rechazos más o menos conscientes de lo que somos o de nuestra situación concreta. Para “liberar” la gracia en nuestra vida y permitir esas transformaciones profundas y espec­taculares, bastaría a veces con decir “sí” (un sí ins­pirado por la confianza en Dios) a aquellos aspectos de nuestra vida hacia los cuales mantenemos una postura de rechazo interior.

Si no admito que tengo tal falta o debilidad, si no admito que estoy marcado por ese acontecimiento pasado o por haber caído en este o aquel pecado, sin darme cuenta hago estéril la acción del Espíritu Santo. Éste sólo influye en mi realidad en la medida en que yo lo acepte: el Espíri­tu Santo nunca obra sin la colaboración de mi liber­tad. Y, si no me acepto como soy, impido que el Es­píritu Santo me haga mejor.

De forma análoga, si no acepto a los otros tal y como son (y, por ejemplo, me paso la vida exigién­doles que correspondan a mis esperanzas), tampoco permito al Espíritu Santo que actúe de modo positi­vo en mi relación con ellos o que convierta esta relación en una oportunidad para el cambio.

Las actitudes descritas son estériles porque se en­cuentran marcadas por un “rechazo de lo real” que hunde sus raíces en la falta de fe y esperanza en Dios, que a su vez engendra una falta de amor. Todo ello nos cierra a la gracia y paraliza la acción divina.

Deseo de cambio y aceptación de lo que somos

Acabamos de recordar la necesidad de “aceptarnos como somos”, con nuestras miserias y nuestras limita­ciones. Y quizá podríamos objetar: ¿no es esto fruto de la pasividad o de la pereza? ¿Qué ocurre entonces con el deseo de progresar, de cambiar, de vencerse para mejorar? ¿Acaso no nos invita el Evangelio a la conversión: ¡Sed perfectos como vuestro Padre celes­tial es perfecto! (Mt. 5,48).

El deseo de mejorar, de tender sin descanso al propio vencimiento para crecer en perfección, es evidentemente indispensable: dejar de progresar es dejar de vivir. Quien no quiere ser santo, no conse­guirá serlo. A fin de cuentas, Dios nos da lo que no­sotros deseamos, ni más ni menos. Pero para ser san­tos tenemos que aceptarnos como somos. Estas dos actitudes sólo son contradictorias en apariencia: de­bemos vivir la aceptación de nuestras limitaciones, pero sin consentir resignarnos a la mediocridad; de­bemos albergar deseos de cambio, pero sin que éstos impliquen un rechazo más o menos consciente de nuestras debilidades o una no aceptación de nosotros mismos.

El secreto es muy sencillo: se trata de comprender que no se puede transformar de un modo fecundo lo real si no se comienza por aceptarlo; y se trata tam­bién de tener la humildad de reconocer que no pode­mos cambiar por nuestras propias fuerzas, sino que todo progreso, toda victoria sobre nosotros mismos, es un don de la gracia divina. Esta gracia para cam­biar no la obtendré si no la deseo, pero para recibir la gracia que me ha de transformar es preciso que me acoja y me acepte tal como soy.

La mediación de la mirada de Otro

La tarea de aceptarse a uno mismo es bastante más difícil de lo que parece. El orgullo, el temor a no ser amado y la convicción de nuestra poca valía están firmemente enraizados en nosotros. Basta con constatar lo mal que llevamos nuestras caídas, nues­tros errores y nuestras debilidades; cuánto nos pue­den desmoralizar y crear en nosotros sentimientos de culpa o inquietud.

Creo que no somos realmente capaces de aceptar­nos a nosotros mismos si no es bajo la mirada de Dios. Para amarnos necesitamos de una mediación, de la mirada de alguien que, como el Señor por boca de Isaías, nos diga: Eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo (Is.43,4).

En este sentido, existe una experiencia humana muy común: el joven o la joven que se ven y perciben feos, hasta que comienzan a pensar que no son tan horrorosos el día que una o un joven se fija en ellos y posa sobre su rostro su tierna mirada de enamorado.

Para amarnos y aceptarnos como somos tenemos una necesidad vital de la mediación de la mirada de otro. Esa mirada puede ser la de un padre, un amigo o un acompañante espiritual, pero por encima de todas ellas se encuentra la mirada de nuestro Padre Dios: la mirada más pura, más verdadera, más cariñosa, más llena de amor, más repleta de esperanza que existe en el mundo. Creo que el mejor regalo que obtiene quien busca el rostro de Dios mediante la perseverancia en la oración es que, un día u otro, percibirá posada sobre él esa mirada y se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de aceptar­se plenamente a sí mismo.

Todo lo dicho trae consigo una importante conse­cuencia: cuando el hombre se aparta de Dios, des­graciadamente se priva al mismo tiempo de toda po­sibilidad real de amarse a sí mismo. Y a la inversa: quien no se ama a sí mismo, se aparta de Dios, como hemos explicado un poco antes.
En el Diálogo de carmelitas, de Bernanos, la anciana priora dirige estas palabras a la joven Blanche de la Forcé: Ante todo no te desprecies nunca. Es muy difícil despre­ciarse sin ofender a Dios en nosotros.

Me gustaría concluir este punto citando un breve pasaje del hermoso libro de Henri Nouwen, “El regreso del hijo pródigo”:

Durante mucho tiempo consideré la imagen negativa que tenía de mí como una virtud. Me habían prevenido tantas veces contra el orgullo y la vanidad que llegué a pensar que era bueno despreciarme a mí mismo. Ahora me doy cuenta de que el verdadero pecado consiste en negar el amor primero de Dios por mí, en ignorar mi bon­dad original. Porque, si no me apoyo en ese amor primero y en esa bondad original, pierdo el contacto con mi auténtico yo y me destruyo.

La libertad de ser pecadores, la libertad de ser santos

Cuando nos descubrimos a nosotros mismos a la luz de la mirada de Dios -un descubrimiento maravi­lloso-, experimentamos una gran libertad; una do­ble libertad, podríamos decir: la de ser pecadores y la de ser santos.

En cuanto a la primera, evidentemente no signifi­ca que seamos libres de pecar tranquilamente y sin consecuencias (eso no sería libertad, sino irresponsa­bilidad); me refiero más bien a que nuestra condi­ción de pecadores no nos aniquila, que de alguna manera “tenemos derecho” a ser miserables, dere­cho a ser lo que somos.

Dios conoce nuestras debili­dades y nuestras flaquezas, pero no nos condena ni se escandaliza de ellas. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos barro (Sal. 102,13).

Con la mirada que posa sobre noso­tros, Dios nos invita a la santidad y nos estimula a la conversión y al progreso espiritual, pero sin provo­car nunca la angustia de no llegar, esa “presión” que sentimos a veces bajo la mirada de los demás o en el modo en que nos juzgamos a nosotros mismos: nun­ca estamos del todo bien, nunca suficientemente de tal manera o de tal otra; el descontento de nosotros mismos es permanente y nos consideramos culpa­bles de no haber respondido a esa expectativa o a aquella norma. No debemos sentirnos culpables de existir (como les ocurre a muchos, a menudo de una manera inconsciente) porque seamos unos pobres pecadores.

La mirada que Dios nos dirige nos autori­za plenamente a ser nosotros mismos, con nuestras limitaciones y nuestra incapacidad; nos otorga el “derecho al error” y nos libera de esa especie de angustia u obligación, que no tiene su origen en la vo­luntad divina, sino en nuestra psicología enferma, y que con frecuencia hace presa en nosotros: la obliga­ción de ser, al fin y al cabo, otra cosa distinta de la que somos.

Los niños suelen aceptar intuitivamente Lo-Que-Es. A este respecto os cuento la siguiente historia verídica:

Mi nieta Laura a los cuatro años era una niña muy inquieta y al final del día su madre terminaba rendida. Una noche, Paula, su madre, le dijo:

Laura, mira, me has agotado. Ahora te daré un baño. Después te irás a tu habitación, te quedarás allí en silencio durante unos minutos y rezarás a Dios para que haga de ti una niña más buena.

Laura aceptó de buen grado y se fue a su habitación, pero volvió a salir a los dos minutos. Su madre le preguntó:
¿Has rezado a Dios?
Sí, mamá, le he rezado de verdad, porque no quiero fatigarte, así que me he esforzado mucho –respondió la niña.
¿Qué le has pedido?

He hecho lo que me has dicho. Le he pedido que me hiciera más buena, para no cansar tanto a mi mamá. De verdad que he rezado.
Su madre estaba contenta. Pero al día siguiente, Laura fue Laura, y volvió a hacer las mismas cosas. Al final de otro largo día, su madre le dijo:

Laura, me dijiste anoche que habías rezado.
Mamá, es verdad que recé. Me esforcé mucho. De modo que si Él no me ha hecho más buena, significa que o no puede hacer nada o quiere que yo sea así. (R. Balsekar, Habla la Consciencia, Kairós, p. 318)

En nuestra vida social sufrimos frecuentemente la tensión constante de responder a lo que los demás esperan de nosotros (o a lo que nos imaginamos que esperan de nosotros), lo cual puede acabar resultan­do agotador. Nuestro mundo ha desechado el cristia­nismo, sus dogmas y sus mandamientos bajo el pre­texto de que es una religión culpabilizadora, cuando nunca hemos estado más culpabilizados que hoy en día: todas las jóvenes se sienten más o menos cul­pables de no ser tan atractivas como la última “top-model” del momento, y los hombres de no tener tan­to éxito como el dueño de Microsoft…

Los modelos propuestos por la cultura contemporánea son mucho más gravosos de imitar que la llamada a la perfec­ción que nos dirige Jesús en el Evangelio: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de cora­zón, y encontraréis vuestro descanso; pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera (Mt. 11, 28-30).

Bajo la mirada de Dios nos sentimos liberados del apremio de ser “los mejores”, los perpetuos “gana­dores”; y podemos vivir con el ánimo tranquilo, sin hacer continuos esfuerzos por mostrarnos como en nuestro mejor día, ni gastar increíbles energías en aparentar lo que no somos; podemos -sencillamen­te- ser como somos. No existe mejor técnica de re­lajación que ésta: apoyarnos como niños pequeños en la ternura de un Padre que nos quiere como somos.

Vemos tanta dificultad en aceptar nuestras flaque­zas porque pensamos que éstas nos incapacitan para el amor: como fallamos en tal punto y en tal otro, no merecemos ser amados. Vivir bajo la mirada de Dios nos hace percibir la falsedad de esta idea: el amor es gratuito y no se merece, y nuestras debilidades no impiden que Dios nos ame, sino al contrario. Nos hemos liberado de una obligación desesperante y te­rrible: la de ser personas de bien para poder ser amadas.

Sin embargo, la mirada de Dios, al tiempo que nos autoriza a ser nosotros mismos, pobres pecadores, nos permite también toda clase de audacias en nues­tra lucha hacia la santidad: tenemos derecho a aspirar a la cima, a desear la más alta santidad, porque Dios puede y quiere concedérnosla. Él jamás nos encierra dentro de nuestra mediocridad, ni nos condena a una triste resignación; siempre conservamos la esperanza de progresar en el amor.

Dios es capaz de hacer del pecador un santo: su gracia puede hacer realidad ese milagro y hay que tener una fe sin límites en el poder de su amor. La persona que todos los días cae y, a pe­sar de ello, se levanta diciendo: “Señor, te doy gra­cias porque estoy seguro de que harás de mí un san­to”, se encuentra en la misma sintonía del Señor y, más pronto o más tarde, recibirá lo que espera de El.

Por lo tanto, nuestra actitud ante Dios ha de ser ésta: una sosegada y distendida aceptación de no­sotros mismos y de nuestras debilidades, unida -a un tiem­po- a un inmenso deseo de santidad, a una fir­me determinación de progresar, apoyados en una ilimitada confianza en el poder de la gracia divina.

Una doble actitud magníficamente expresada en el siguiente pasaje, tomado del diario espiritual de San­ta Faustina Kowalska:

Deseo amarte más de lo que nadie te haya ama­do nunca. A pesar de mi miseria y mi pequeñez, he anclado firmemente mi alma en el abismo de tu misericordia, ¡Dios mío y Creador mío! A pesar de mis grandes miserias, no temo nada y albergo la esperan­za de cantar eternamente mi canto de alabanza. Que ningún alma -ni siquiera la más miserable- dude, mientras siga con vida, de poder ser muy santa. Por­que grande es el poder de la gracia divina.

“Creencias limitadoras” y prohibiciones

Todo cuanto venimos diciendo permite evitar un concepto erróneo de la aceptación de sí y de las fla­quezas. Ésta no consiste en dejarnos encerrar por las limitaciones que consideramos tales y que, como ocu­rre con frecuencia, no lo son en realidad. A consecuencia de nuestras caídas y de la educación recibida (esa persona que nos ha repetido mil veces: “tú no lle­garás”, o “nunca harás nada bueno”, etc.); a causa de los reveses sufridos y de nuestra falta de confianza en Dios, tenemos una fuerte tendencia a llevar inscrita en nosotros toda una serie de “creencias limitadoras” y de convicciones, que no se corresponden con la reali­dad, de acuerdo con las cuales nos hemos persuadido de que jamás seremos capaces de hacer esto o aquello, de afrontar tal o cual situación. Los ejemplos son in­numerables: “no llegaré”, “jamás saldré de esto”, “no puedo”, “siempre será así”…

Afirmaciones de este tipo nada tienen que ver con la aceptación de nuestras limitaciones tal como venimos diciendo; son, por el contrario, el fruto de la historia de nuestras heridas, de nuestros temores y de nuestras faltas de confianza en nosotros mismos y en Dios, a las que conviene dar sa­lida y de las cuales es preciso desembarazarse. Aceptarse a uno mismo significa acoger las miserias pro­pias, pero también las riquezas, permitiendo que se desarrollen todas nuestras legítimas posibilidades y nuestra auténtica capacidad. Así pues, antes de expre­sarnos en términos tales como “soy incapaz de hacer tal cosa o tal otra”, resulta conveniente discernir si esta afirmación procede de un sano realismo espiri­tual, o es una convicción de naturaleza puramente psi­cológica que deberíamos desechar.

A veces podemos sentir también la tendencia a prohibirnos determinadas sanas aspiraciones, o bien ciertos modos de realizarnos a nosotros mismos, e incluso algunas formas legítimas de felicidad, a través de una serie de mecanismos psicológicos incons­cientes que nos inclinan a considerarnos culpables o a prohibirnos la felicidad. Este hecho también puede tener su origen en una falsa representación de la vo­luntad divina, como si Dios quisiera privarnos siste­máticamente de todo lo bueno de la vida. Esto, desde luego, no tiene nada que ver con el realismo espiri­tual y la aceptación de nuestras limitaciones. Es cier­to que Dios nos pide a veces sacrificios y renuncias, pero también lo es que nos libera de los miedos y las falsas culpabilidades que nos aprisionan, devolvién­donos la libertad de aceptar plenamente todo cuanto de bueno y grato, El, en su sabiduría, quiere otorgar­nos, animándonos y manifestándonos su amor.

Si en todo caso existiera un terreno en el que nada se nos prohibirá jamás, es en el de la santidad. Siempre, claro está, que no confundamos la santidad con lo que no es, es decir, la perfección externa, el heroís­mo o la impecabilidad. Pero, si entendemos la santi­dad en el sentido correcto (la posibilidad de crecer indefinidamente en el amor a Dios y a nuestros her­manos), convenzámonos de que en ese campo nada nos resultará inaccesible. Basta con no desanimarnos nunca y no ofrecer resistencia a la acción de la gra­cia divina, confiando enteramente en ella.

No todos poseemos madera de héroe; pero, por la gracia divina, sí tenemos todos madera de santo: es la ropa bautismal de la que nos revestimos al recibir el sacramento que nos hace hijos de Dios.

Preguntas para la reflexión:

1.- ¿He entendido la distinción entre rebelión, resignación y aceptación? ¿Puedo compartir cuál de ellas es mi actitud habitual?

2.- ¿Qué es lo que más me ha llegado al corazón? ¿Puedo compartirlo?

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Autoconocimiento y Amor de Dios XII

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 15-11-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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El último día hicimos hincapié en el Amor Incondicional de Dios y dijimos que se manifiesta en nuestra debilidad, tomando como guía a San Pablo. Antes de pasar adelante, siguiendo con el tema de nuestras heridas, me gustaría que nos detuviésemos hoy en un aspecto importante al que nos conduce la meditación y es el vivir el ahora, el momento presente. Hablar de ello puede ser una manera de darnos anchura y de motivarnos en el trabajo de la atención plena que supone una buena meditación.

Vamos a ver cómo este tema de tanta actualidad hoy en día en todos los círculos de espiritualidad, tiene ya una larga trayectoria en nuestra tradición cristiana.

Nos dice J.P. de Caussade (s.j. del s. XVIII) en su Tratado del Santo abandono a la Providencia divina:

En aquella época se reconocía que cada momento trae consigo un deber que hay que cumplir con fidelidad, y eso bastaba para los espirituales de entonces.

Toda su atención se concentraba en ello momento a momento, a semejanza de la aguja que marca las horas y que, cada minuto responde al espacio que debe recorrer.

El espíritu de aquellos hombres, movido sin cesar por el impulso divino, se encontraba insensiblemente orientado hacia el nuevo objeto que se ofrecía a ellos, según Dios lo quería, a cada hora del día.

Los deberes de cada momento son las sombras bajo las cuales se oculta la acción divina…

Así… los deberes de cada instante, bajo sus oscuras apariencias, ocultan la verdad del querer divino, único que merece nuestra atención.

… ¿Qué descubren en ellos bajo la apariencia común de los acontecimientos que los van llenando? Lo que se ve de fuera es semejante a lo que ocurre a los demás; pero lo invisible que la fe descubre y discierne en ellos es nada menos que Dios obrando grandes maravillas.

¡Oh pan de los ángeles, maná celestial, perla evangélica, ‘sacramento del momento presente’!

Con este texto clásico podemos comprobar que eso de lo que tanto se habla hoy en día -vivir el ahora, vivir el presente- es algo que forma parte de nuestra tradición espiritual.

Una de las condiciones indispensables para con­quistar la libertad, la mirada interior, en definitiva, para conocernos a nosotros mismos y que se nos revele el Amor Incondicional de Dios, es la capacidad de vivir el momento presente. Es este tema absolutamente fundamental para vivir la vida con penetración y sabiduría.

Y ahí va la primera observación: no podemos ejercer auténticamente nuestra libertad si no es en el instante pre­sente. Carecemos de toda influencia sobre el pasado, del que no podemos cambiar ni una coma; cualquier escenario imaginario sobre el que intentemos revivir algún hecho pasado del que nos arrepentimos o que consideramos un descalabro (debería de haber hecho esto o aquello…) cae por su propio peso: no es posi­ble echar marcha atrás en el tiempo. Sólo hay un acto de libertad que podamos plantear con respecto a nuestro pasado: aceptarlo tal como es y ponerlo con­fiadamente en manos de Dios.

Tampoco somos capaces de dominar nuestro futu­ro: sabemos muy bien que, independientemente de cuáles sean nuestras previsiones, planes y promesas, basta muy poco para que nada salga como pensába­mos. Es imposible programar la vida; sólo nos queda acogerla un instante tras otro.

A fin de cuentas, lo único que nos pertenece es el momento actual: sólo en este medio nos podemos plantear actos libres; sólo en el instante presente es­tablecemos un auténtico contacto con la realidad; sólo en el ahora nos podemos relacionar con Dios.

Existe la posibilidad de entender trágicamente el carácter fugaz del momento actual o el hecho de que ni el pasado ni el futuro nos pertenezcan. Pero, des­de la perspectiva de la fe y la esperanza cristianas, el momento presente se revela ante nosotros como un tesoro de gracia y de inmenso consuelo.

En primer lugar, el “ahora” es el de la presencia de Dios: yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt. 28,20). Dios es el eterno presente, el eterno Viviente. Tene­mos que convencernos de que cada instante, sea cual sea su contenido, está lleno de la presencia de Dios y supone la posibilidad de la comunión con Dios. Nuestra relación con Dios no se establece en el pasa­do ni en el futuro, sino mediante la aceptación de cada instante como el lugar de su presencia, el me­dio en el que se da a nosotros. Cada segundo consti­tuye un momento de comunión con la eternidad; en cierto sentido, contiene la eternidad. En lugar de proyectarnos constantemente sobre el pasado o el fu­turo, deberíamos aprender a vivir cada momento como suficiente en sí mismo, como plenitud de exis­tencia, porque en él está Dios; y, si Dios está en él, no nos falta nada.

Una breve historieta:

Se acercó al Maestro, vestido con ropas sannyasi y hablando el lenguaje de los sannyasi (el sannyasi es un asceta, un renunciante hindú): “He estado buscando a Dios durante años. Dejé mi casa y he estado buscándolo en todas las partes donde Él mismo ha dicho que está: en lo alto de los montes, en el centro del desierto, en el silencio de los monasterios y en las chozas de los pobres”.

“¿Y lo has encontrado?”, le preguntó el Maestro.
“Sería un engreído y un mentiroso si dijera que sí. No; no lo he encontrado. ¿Y tú?”.

¿Qué podía responderle el Maestro? El sol poniente inundaba la habitación con sus rayos de luz dorada. Centenares de gorriones gorjeaban felices en el exterior, sobre las ramas de una higuera cercana. A lo lejos podía oírse el peculiar ruido de la carretera. Un mosquito zumbaba cerca de su oreja, avisando que estaba a punto de atacar… Y sin embargo, aquel buen hombre podía sentarse allí y decir que no había encontrado a Dios, que aún estaba buscándolo.

Al cabo de un rato, decepcionado, salió de la habitación del Maestro y se fue a buscar a otra parte.

Deja de buscar. No hay nada que buscar. Sólo tienes que estar tranquilo, abrir tus ojos y mirar. No puedes dejar de verlo.

Nuestra sensación de vacío o frus­tración, esa impresión de que carecemos de esto o aquello, proviene a menudo del hecho de vivir en el pasado (entre lamentos y decepciones) o en el futuro (cargados de temores o vanas esperanzas), en lugar de habitar cada segundo acogiéndolo tal como es, es decir, lleno de una presencia de Dios que -si nos unimos a ella con fe- nos fortalece y sostiene. Como dice el salmo 144, los ojos de todos te están aguardando Señor, se dirigen expectantes a ti, y tú les das la comida a su tiempo. Abres tu la mano y sacias de favores a todo viviente.

Desde una perspectiva cristiana, esta realidad de la gracia del momento presente es muy liberadora. Por muy desastroso que haya sido mi pasado, por muy incierto que parezca mi futuro, ahora, con un acto de fe, de confianza y abandono, puedo ponerme en contacto con Dios: Dios eternamente presente, eter­namente joven, eternamente nuevo, a quien pertene­cen mi pasado y mi futuro, y que puede perdonarlo todo, purificarlo todo, renovarlo todo… El Señor tu Dios en medio de ti, es un salvador poderoso. Dará saltos de alegría por ti, su amor te renovará, por tu causa danzará y se regocijará, como en los días de fiesta (Sof. 3,17).

En el momento presente, a causa de ese amor infinitamente misericordioso con que me ama el Padre, siempre cuento con la posibilidad de volver a empezar de cero, sin que el pasado (por lamentable que haya sido) me lo impida, y sin que el futuro (aunque parezca oscuro) me atormente. Mi pasado está en manos del Dios Rico en Misericordia, que puede sacar provecho de todo, tanto de lo bueno como de lo malo, y mi porvenir en manos de Su Pro­videncia, que no se olvidará de mí.

Los hindúes han creado una encantadora imagen para describir la relación entre Dios y su Creación. Dios “danza” su Creación. Él es su bailarín; su Creación es la danza. La danza es diferente del bailarín; y, sin embargo, no tiene existencia posible con independencia de El. No es algo que se pueda encerrar en una caja y llevárselo a casa. En el momento en que el bailarín se detiene, la danza deja de existir.

En su búsqueda de Dios, el hombre piensa demasiado, reflexiona demasiado, habla demasiado. Incluso cuando contempla esta danza que llamamos Creación, está todo el tiempo pensando, hablando (consigo mismo o con los demás), reflexionando, analizando, filosofando. Palabras, palabras, palabras… Ruido, ruido, ruido…

Guarda silencio y mira la danza. Sencillamente, mira: una estrella, una flor, una hoja marchita, un pájaro, una piedra… Cualquier fragmento de la danza sirve. Mira. Escucha. Huele. Toca. Saborea. Y seguramente no tardarás en verle a él, al Bailarín en persona.

El discípulo se quejaba constantemente a su Maestro Zen: “No haces más que ocultarme el secreto último del Zen”. Y se resistía a creer las consiguientes negativas del Maestro. Un día, el Maestro se lo llevó a pasear con él por el monte. Mientras paseaban, oyeron cantar a un pájaro.

“¿Has oído el canto de ese pájaro?”, le preguntó el Maestro.
“Sí”, respondió el discípulo.
“Bien; ahora ya sabes que no te he estado ocultando nada”.
“Sí”, asintió. el discípulo.

Si realmente has oído cantar a un pájaro, si realmente has visto un árbol…, deberías saber (más allá de las palabras y los conceptos).

¿Qué dices? ¿Que has oído cantar a docenas de pájaros y has visto centenares de árboles? Ya. Pero lo que has visto ¿era el árbol o su descripción? Cuando miras un árbol y ves un árbol, no has visto realmente el árbol. Cuando miras un árbol y ves un milagro, entonces, por fin, has visto un árbol. ¿Alguna vez tu corazón se ha llenado de muda admiración cuando has oído el canto de un pájaro?”.

Esta actitud de fe, de confianza es sumamente valiosa, pues evita que vivamos como tantas personas que sufren una permanente insatis­facción, sintiéndose “ahogados” entre un pasado que les pesa y un futuro que les inquieta. Por el contra­rio, vivir el instante presente ensancha el corazón.

En los tratados de espiritualidad se suele hablar de las etapas de la vida interior: los grados de la es­cala de virtudes o los peldaños de la escalera hacia la perfección; según cada autor, se enumeran tres, siete, doce o cualquier otra cifra. Sin duda, hay mucho que aprender de estas consideraciones, sea de los doce grados de la humildad de la regla de San Benito, sea de la descrip­ción de las siete moradas de Santa Teresa de Jesús.

Sin embargo, la experiencia, creo yo, nos va enseñando a ver las cosas de otra manera. Aunque suene un poco a broma, habría quizás que decir que la escalera hacia la perfección no tiene más que un peldaño: el que subo hoy. Sin preocuparme ni del pasado ni del futuro, hoy me decido a creer, hoy me decido a poner toda mi confianza en Dios, hoy elijo amar a Dios y al prójimo. E, independientemente del resultado de mis buenos propósitos, sean un éxito o un fracaso, al día siguiente -que es un nuevo hoy que me regala la paciencia divina- vuelvo a empe­zar. Y así incansablemente, sin intentar medir mis progresos y sin querer saber dónde me encuentro. Sin desanimarme por los reveses ni vanagloriarme de mis logros; sin contar únicamente con mis pro­pias fuerzas, sino sólo con la fidelidad del Señor.

San Pablo describe así esta actitud fundamental de la vida espiritual:

Yo, hermanos, no me hago ilusiones de haber alcanzado la meta; pero eso, olvidando lo que he dejado atrás, me lanzo de lleno a la consecución de lo que está delante y corro hacia la meta, hacia el premio al que Dios me llama desde lo alto por medio de Cristo Jesús. Esto deberíamos pensar cuantos presumimos de maduros en la fe. Y si pensáis de modo diferente, que Dios os haga ver claro también esto. En todo caso, permanezcamos firmes en lo que hemos alcanzado (Filp. 3, 13-16).

Estas palabras dan cuerpo a un aspecto fundamental de la espiritualidad monástica. San An­tonio de Egipto, padre de la vida monástica (que vivió 105 años y a los 100 decía: “aún no he empe­zado a convertirme”), repetía sin cesar estas frases de San Pablo, según cuenta su biógrafo, San Atanasio, quien añade:

“También recordaba las palabras de Elías: El Señor vive en quien hoy está junto a mí; y señalaba que, al decir hoy, Elías no tenía en cuenta el tiempo pasado. De tal modo que, mante­niéndose siempre en los comienzos, se esforzaba cada día por presentarse ante Dios como hay que mostrarse ante El: con un corazón puro y dispuesto a obedecer su voluntad y ninguna otra” (Vita Antoni).

Todos los santos han puesto por obra esta actitud, de la que Santa Teresa de Lisieux es un claro ejemplo: ¡Oh, Jesús!, para amarte no tengo nada más que el hoy (Poesía PN5).

Este empeño por vivir cada instante tal como se presenta, abandonando tanto el pasado como el futuro en las manos de la dulce misericordia de Dios -según expresión de Bernanos-, es más importan­te aún en momentos de sufrimiento.

Esto es lo que decía Teresa de Lisieux durante su enfermedad: Únicamente sufro un instante. Sólo nos desanima­mos y nos desesperamos si pensamos en el pasado y en el porvenir… (Cuaderno amarillo, 19 de agosto). No podemos estar sufriendo toda la vida; sólo se puede sufrir un instante detrás de otro. Nadie posee capacidad para estar sufriendo diez o veinte años. Tenemos la gracia para sobrelle­var el sufrimiento que nos corresponde hoy y ahora.

Lo que normalmente acaba por hundirnos es la pro­yección en el futuro; no el dolor, sino la representa­ción que nos hacemos de él.

Como dice Etty Hillesum,

el gran obstáculo es siempre la representación, y no la realidad. Carga­mos con la realidad y todo su sufrimiento, con todas las dificultades que comporta: la cargamos, nos la echamos a la espalda y es llevándola encima como aumenta nuestra resistencia. Sin embargo, con la re­presentación del dolor -que no es el dolor, porque éste es fecundo y puede hacernos hermosa la vida- sí hay que acabar.

Y es acabando con esas represen­taciones que aprisionan la vida tras sus barrotes, como liberamos en nosotros mismos la vida real con todas sus energías y como nos hacemos capaces de soportar el auténtico dolor, tanto en nuestra propia vida como en la de la humanidad.

El Evangelio nos ofrece al respecto palabras cargadas de sa­biduría: No andéis preocupados por el día de mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán (Mt. 6,34). Intentemos seguir esta enseñanza fundamen­tal de Jesús no añadiendo a las penas de hoy, que ya son suficientes, las de ayer y las de mañana. Con fre­cuencia nos quejamos de sufrir demasiado, sin dar­nos cuenta de que a veces somos un poco masoquistas: como si no nos bastase el dolor de hoy, a éste le sumamos los pesares de ayer y las inquietudes con respecto al mañana. No es de extrañar que nos hun­damos… Para que la vida se nos haga soportable, es fundamental ejercitarse en no cargar más que con las dificultades de hoy, entregando el pasado a la Miseri­cordia de Dios, y el futuro a su Divina Providencia.

Permitimos que el pasado pese sobre nosotros cada vez que nos detenemos en nuestros remordi­mientos por las antiguas faltas; cada vez que rumia­mos nuestros fallos, nuestra sensación de derrota; cada vez que recordamos en vano nuestras eleccio­nes de ayer como si nos fuera posible modificarlas. Es evidente que tenemos que pedir perdón a Dios de nuestros pecados, o -llegado el caso- aprender la lección que nos enseña la experiencia, pero sin vol­ver sobre ellos repetidamente.

Hacerlo una vez con total sinceridad es suficiente. Debemos procurar re­parar el mal que hayamos ocasionado siempre que sea posible, pero en la mayoría de los casos lo que hay que hacer es dejarlo todo en las manos de Dios, confiando en su Amor Incondicional para reparar, y sacar fruto hasta de nuestros errores. No se trata, claro está, de volvernos indiferentes ante el mal cometido, o de ser superficiales e irresponsables, sino de prohibirnos toda actitud o pensamiento que nos impidan vivir el momento presente o armarnos de confianza y sentido positivo: esto es lo que ocurre cuando nos abruman los remordimientos y sentimientos de cul­pa, cuando rumiamos nuestros fracasos y nos deja­mos invadir por el desaliento a causa de los errores pasados.

A veces tenemos la sensación de haber perdido mucho tiempo de nuestra vida, de haber desperdicia­do multitud de ocasiones de amar y crecer. Si este sentimiento nos impulsa a arrepentimos y a reco­menzar con coraje y confianza pidiendo a Dios la gracia de recuperar el tiempo perdido mediante la renovación de nuestro fervor, bienvenido sea. Pero, si ese sentimiento nos abate, si nos da la impresión de que nuestra vida está irremediablemente perdida, y que las cosas buenas y positivas que habríamos podido disfrutar en adelante nos están vedadas, en­tonces es preciso rechazarlo.

Tendríamos que llevar incrustadas en el corazón aquellas palabras de San Pablo:

Es difícil dar la vida incluso por un hombre de bien; aunque por una persona buena alguien esté dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores (Rm. 5, 7-8).

No tenemos derecho a dejarnos acorralar por nuestro pasado: eso sería aña­dir un pecado más a los ya cometidos; sería una falta de confianza en la misericordia y el poder infinitos de Dios, que nos ama y está siempre dispuesto a ofrecernos una nueva oportunidad de alcanzar plena­mente la santidad, sin que el pasado suponga jamás un impedimento. Cuando nos sentimos tentados por el abatimiento al considerar nuestro pasado y el es­caso camino recorrido, es necesario hacer un gran acto de fe y de esperanza, como el siguiente: te doy gracias, Dios mío, por todo mi pasado; creo firme­mente que, de cuanto he vivido, Tú podrás sacar un bien; no quiero tener ningún pesar y desde hoy me decido a recomenzar desde cero con exactamente la misma confianza que si toda mi historia pasada no estuviera hecha sino de fidelidad y santidad. Por decirlo de alguna manera, ¡nada podrá “agradar” más a Dios que esta actitud porque su Gloria es nuestra vida!

Como acabamos de decir, tenemos el defecto de añadir al peso de hoy el del pasado, e incluso el del porvenir. El remedio contra esta actitud consiste en meditar (y pedir a Dios la gracia de vivir) las ense­ñanzas del Evangelio respecto al abandono en la Providencia de Dios:

Por eso os digo: No andéis preocupados pensando qué vais a comer o a beber para sustentaros, o con qué vestido vais a cubrir vuestro cuerpo. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido? Fijaos en las aves del cielo; ni siembran ni siegan ni recogen en graneros, y sin embargo vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?

¿Quién de vosotros, por más que se preocupe, puede añadir una sola hora a su vida? Y del vestido, ¿por qué os preocupáis? Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no se afanan ni hilan; y sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno Dios la viste así, ¿qué no hará con vosotros, hombres de poca fe? Así que no os inquietéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos? Esas son las cosas por las que se preocupan los paganos. Ya sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis. Buscad ante todo el reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás. No andéis preocupados por el día de mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán (Mt. 6,25-34).

No se trata de volverse irresponsables o faltos de previsión; tenemos obligación de trazar proyectos y pensar en el mañana. Pero es preciso hacerlo sin in­quietud, sin esa zozobra que roe el corazón, que no resuelve absolutamente nada y que tan a menudo nos impide estar disponibles para lo que hemos de vivir en el momento presente. Hay que procurar no añadir al peso de hoy el de la angustia que nos inspi­ra el futuro (Etty Hillesum).

El corazón no puede quedar atrapado por lo incierto del mañana y recibir al tiempo la gra­cia del momento presente: una cosa excluye a la otra. Así pues, debemos buscar el Reino, es decir, recibir la presencia de Dios que se nos entrega aquí y ahora, en la búsqueda amorosa y confiada de su voluntad para el día de hoy, y lo demás se nos dará por añadidura (Mt. 6,33). Esto, evidentemente, no quiere decir que en el futuro no vayamos a sufrir más pruebas o dificultades; sino que, a medida que se vayan pre­sentando, contaremos con la gracia para asumirlas.

Convenzámonos de una cosa: la gracia, al igual que el maná que alimentó a los judíos en el desierto, “no se almacena”. No se pueden obtener reservas de ella; sólo se puede recibir instante tras instante. Forma parte de ese pan de cada día que pedimos en el Pa­drenuestro. El hecho de que hoy me sienta tan débil que me desmaye sólo de pensar en un pinchazo, no quiere decir que el día de mañana no vaya a obtener la gracia del martirio, si eso es lo que se me pide.

Para permanecer libre tanto del pasado como del futuro, es imprescindible obligarse a hacer un trabajo de “reeducación” de nuestra psicología. Ciertas obser­vaciones de sentido común pueden ayudarnos a ello.

Las cosas raramente ocurren como las prevemos; la mayor parte de nuestros miedos y aprensiones son totalmente imaginarios: todos tenemos experiencia de ello. Cosas que creíamos iban a resultar dificilísi­mas luego se revelan muy sencillas; y, por contra, se nos presentan obstáculos en los que nunca hubiéra­mos pensado. La correspondencia entre nuestra re­presentación de los hechos futuros y lo que luego su­cede realmente resulta tan pequeña que es preciso distanciarse de las obras de nuestra imaginación; vale más recibir las cosas tal como van viniendo una tras otra, en la confianza de que tendremos la gracia en el momento preciso, que montar todo tipo de es­cenarios “en previsión de” y para protegernos de lo que pudiera venir; escenarios que, por lo común, suelen resultar inadecuados.

Dos cuentos:

Un visitante refería la historia de un santo que quería ir a visitar a un amigo suyo que estaba agonizando; pero, como le daba miedo viajar de noche, le dijo al sol: “En nombre de Dios te ordeno que permanezcas en el cielo hasta que llegue yo a la aldea donde mi amigo agoniza”. Y el sol se detuvo en el cielo hasta que el santo llegó a la aldea.

El maestro sonrió y dijo: “¿No habría sido mejor que el santo hubiera vencido su miedo a viajar de noche?”.

El segundo:

A un discípulo que se lamentaba de sus limitaciones le dijo el maestro: Naturalmente que eres limitado. Pero ¿no has caído en la cuenta de que hoy puedes hacer cosas que hace quince años te habrían sido imposibles? ¿Qué es lo que ha cambiado?.

Han cambiado mis talentos.
No. Has cambiado tú.
¿Y no es lo mismo?
No. Tú eres lo que tú piensas que eres. Cuando cambia tu forma de pensar, cambias tú.

La mejor manera de preparar el futuro no consiste en pensar en él sin descanso, sino en estar bien anclado en el instante presente. En el Evangelio, tras advertir a sus discí­pulos que serán llevados ante los tribunales, añade Jesús: Grabaos, pues, en vuestros corazones el no preocuparos por lo que habéis de responder, pues yo os daré tal elocuencia y sabiduría que no la podrán resistir ni contradecir todos nuestros adversarios (Lc. 21,14-15).

La proyección en el futuro y la representación que imagina nuestra mente nos apartan de la reali­dad y acaban impidiéndonos “manejar” ésta de for­ma adecuada; en definitiva, absorben nuestras mejores energías. Citemos otro pasaje del diario de Etty Hillesum:

Cuando proyectamos de antemano nues­tra inquietud sobre todo tipo de cosas por venir, im­pedimos que éstas transcurran orgánicamente. Tengo una inmensa confianza en mí: no la certeza de ver lo bien que se me presenta la vida, sino la de continuar aceptando la vida y encontrándola buena, incluso en los peores momentos.

Como tantas veces hemos oído por activa y por pasiva, el miedo al sufrimiento nos hace más daño que el sufri­miento mismo. Y así es como debemos empeñarnos en vivir:

Hay que eliminar a diario, como si fueran pulgas, las mil inquietudes que provocan en nosotros los días por venir y roen nuestras mejores fuerzas creadoras. Mentalmente tomamos toda una serie de medidas para los días siguientes, y nada -nada de nada- sale como habíamos previsto. A cada día le basta su propio afán. Hay que hacer lo que hay que hacer; y, en cuanto al resto, evitar dejarse contami­nar por las mil pequeñas angustias que son otras tantas muestras de desconfianza en Dios. Todo ter­minará arreglándose… Nuestra única obligación mo­ral es la de cultivar en nosotros vastos espacios de paz e ir ampliándolos progresivamente, hasta que esa paz irradie a los demás. Y, cuanta más paz exista entre las personas, más paz habrá en este mundo en ebullición (Etty Hillesum).

Un último cuento para terminar:

Todas las preguntas que se suscitaron aquel día en la reunión pública estaban referidas a la vida más allá de la muerte.
El Maestro se limitaba a sonreír sin dar una sola respuesta.

Cuando, más tarde los discípulos le preguntaron por qué se había mostrado tan evasivo, él replico: ¿no habéis observado que los que no saben qué hacer con esta vida son precisamente los que más desean otra vida que dure eternamente?.

Pero, ¿hay vida después de la muerte o no la hay?, insistió un discípulo.
¿Hay vida antes de la muerte? ¡Esta es la cuestión!, replicó enigmáticamente el Maestro.

Preguntas para la reflexión:

1.- Hemos dicho que “sólo hay un acto de libertad que podamos plantear con respecto a nuestro pasado: aceptarlo tal como es y ponerlo con­fiadamente en manos de Dios”. ¿Qué puedo compartir al respecto?

2.- También hemos hablado de que “la mejor manera de preparar el futuro no consiste en pensar en él sin descanso, sino en estar bien anclado en el instante presente”. ¿Qué puedo compartir al respecto?

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Autoconocimiento y Amor de Dios XI

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 11-10-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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El último día, si recordáis, hablando del dependiente y del antidependiente, acabamos diciendo que es fácil llegar a ese punto de sentirse desesperado y pensar que nunca lo vamos a solucionar, que nunca llegará el amor a nuestra vida. Pero llegar a ese punto es bueno, pues nos da la motivación suficiente para hacer el trabajo interior que necesitamos hacer.

Estos patrones no se resolverán solos simplemente por observar los problemas de nuestra relación, por cuestionar la compatibilidad con nuestra pareja o por estar convencidos de que el problema es del otro. No lo vamos a solucionar desde fuera, tenemos que trabajarlo dentro, no vamos a resolver este desastre sin llegar hasta sus raíces. Todos llevamos dentro tanto un antidependiente como un dependiente, cosa que podemos descubrir en diferentes relaciones o en una sola, pero antes o después tenemos que penetrar, tanto en nuestro miedo a la soledad como en nuestro miedo a la intimidad.

El drama del dependiente y del antidependiente empieza a solucionarse cuando finalmente dejamos de concentrarnos en el exterior para encontrar la fuente de la felicidad y la solución de los problemas y empezamos el proceso de trabajar con nuestras heridas de vergüenza, shock y abandono.

Pero antes de pasar a ver y trabajar con nuestras heridas profundas, había pensado que, hoy, para animarnos en este duro camino, vamos a recordar, una vez más, que no estamos solos, que lo definitivo es el Amor de Dios que es siempre accesible.

Después de todo lo que hemos visto, nos podemos preguntar, ¿qué somos, santos o pecadores? ¿Qué es lo más profundo que hay en nuestro interior, la bondad o el egoísmo? ¿O es que somos dualistas con dos principios innatos dentro de nosotros, uno bueno y otro malo, cada uno en perpetua dualidad con el otro?

Sin duda, a nivel de experiencia, somos conscientes de un conflicto. Dentro de nosotros hay un santo que quiere reflejar la grandeza de la vida, aun cuando hay también dentro de nosotros algún otro que se empeña en caminar por un sendero más tortuoso. Me encanta la honradez de Henri Nouwen cuando describe este conflicto de su propia vida: “Quiero ser un gran santo -confesó una vez- pero me resisto a privarme de todas las sensaciones que experimentan los pecadores”. Es por esta bipolar tensión de nuestro interior por lo que encontramos tan duro esclarecer opciones morales. Queremos las cosas correctas pero, no menos, muchas de las censurables. Cada elección supone una renuncia, y así la lucha entre el santo y el pecador que llevamos dentro se manifiesta con frecuencia en nuestra incapacidad para llevar a cabo opciones difíciles.

Pero no sentimos esta tensión solo en nuestra lucha por esclarecer decisiones morales; lo sentimos diariamente en nuestras espontáneas reacciones a situaciones que nos afectan adversamente. Dicho simplemente: cada vez que otros influyen de forma negativa, estamos bandeándonos entre ser mezquinos y bondadosos, rencorosos e indulgentes.

Por ejemplo, todos nosotros hemos tenido esta clase de experiencia. Estamos en el trabajo y en un buen estado emocional, teniendo pensamientos de paz y compañerismo, fomentando sentimientos de colaboración, sin desear mal a nadie, cuando de pronto un compañero de trabajo entra y, sin ninguna razón, nos ofende o insulta de alguna manera. En un instante, todo nuestro mundo interior se revuelve: una puerta se cierra de golpe y nosotros empezamos a sentir frialdad y rencor, pensando cualquier cosa menos piropos, mientras manifiestamente nos volvemos otras personas: pasando de ser amables a avivar rencor, de ser santos a fomentar sentimientos de venganza.

¿Cuál es nuestra verdadera persona? ¿Qué somos en realidad, santos con un gran corazón, o mezquinos y rencorosos? Al parecer, somos ambas cosas: santos y pecadores, puesto que tanto la bondad como el orgullo corren por nosotros.

Curiosamente, no siempre reaccionamos del mismo modo. A veces, ante un desaire, insulto o incluso ataque o injusticia, reaccionamos con paciencia, comprensión y disculpa, ¿por qué? ¿Qué es lo que cambia la química? ¿Por qué a veces respondemos a una mezquindad con un gran corazón, y otras con encono? Después de todo, no sabemos la razón, eso es parte del misterio de la libertad humana. Ciertos factores, desde luego, actúan dentro; por ejemplo, si nos hallamos en un buen espacio interior cuando somos ignorados, desairados o tratados groseramente, estamos más dispuestos a reaccionar con paciencia y comprensión, con un gran corazón. Por el contrario, si nos sentimos cansados, tensos y faltos de amor y estima, estamos prontos a reaccionar negativamente, y devolvemos rencor por rencor.

Por eso, si queremos aprender a entendernos a nosotros mismos, debemos aprender a abrirnos a todas nuestras reacciones emocionales y a aceptarlas. Conocer y acoger nuestras emociones es la clave para entendernos, por ello, necesitamos aprender a escuchar a nuestras emociones si queremos crecer como personas. Hay una creencia básica en la que debo confiar absolutamente para comprenderme a mí mismo mediante la comprensión de mis emociones, y es la siguiente: Nadie más que yo puede causar o ser responsable de mis emociones. Pero lo cierto es que nos sentimos mejor atribuyendo nuestras emociones a otras personas. “Me has hecho enfadar…Me has dado miedo…Has hecho que me vuelva celoso…”. Y la verdad es que tú no puedes hacerme nada de eso. Lo único que puedes es estimular las emociones que ya están en mí esperando ser activadas. La diferencia entre causar y estimular las emociones no es un simple juego de palabras; es importante además aceptar la verdad que encierra. Si yo creo que tú puedes hacerme enfadar, entonces, cuando me enfade, me limitaré a culparte de ello y a cargarte a ti con el problema, y nuestro encuentro no me habrá enseñado nada. Lo único que concluiré es que tú has sido el culpable de mi enfado. Y ya no necesitaré hacerme pregunta alguna sobre mí mismo, porque habré descargado en ti la responsabilidad del asunto.

Si acepto la tesis de que los otros sólo pueden estimular emociones ya presentes en mí de forma latente, cualquier experiencia que produzca esas emociones será una experiencia de aprendizaje. Y entonces me preguntaré: ¿Por qué tenía tanto miedo? ¿Por qué me sentí amenazado por el comentario? ¿Por qué me enfadé tanto? ¿No sería mi enfado una forma encubierta de guardar las apariencias? Había ya algo dentro de mí que este incidente sacó a la luz. Pero ¿qué era ese algo? Las personas realmente responsables se relacionan con sus emociones de una manera positiva y ya no se permiten el fácil recurso de juzgar y condenar a los demás. Serán personas que podrán crecer a medida que estén cada vez más en contacto consigo mismas.

Lo importante es darse cuenta de que cada una de nuestras reacciones emocionales nos dice algo acerca de nosotros mismos. Debemos aprender a no descargar en los demás la responsabilidad de estas reacciones, prefiriendo culparles a ellos en lugar de aprender algo sobre nosotros mismos. Cuando yo reaccione emocionalmente, sé que no todos reaccionarán de la misma manera. No todos tienen en su interior las mismas emociones que yo. Cuando se trata con muchas personas, hay una gran variedad de reacciones emocionales: esas personas son diferentes, sienten diferentes necesidades, tienen un diferente pasado y persiguen diferentes objetivos. Consiguientemente, sus reacciones emocionales son también diferentes, en función de lo que haya dentro de cada una de ellas. Lo más que yo puedo hacer es estimular esas emociones. De modo análogo, si deseo saber algo acerca de mí mismo, de mis necesidades, de mi auto-imagen, de mi sensibilidad, de mis condicionamientos psicológicos y de mis valores, entonces tengo que escuchar mis propias emociones y aprender de ellas.

Evidentemente, la no expresión de las emociones es sumamente habitual. Muchas emociones humanas, aun reconocidas interiormente, no se expresan nunca (por ejemplo: “jamás permitiré que sepa que estoy celoso”). Hay dos razones fundamentales para no expresar los sentimientos reconocidos. La primera es que podamos dudar de que los demás los entiendan. Seguramente les entrarían dudas sobre nosotros mismos, y hasta es posible que llegaran a cuestionar nuestra cordura o nuestra integridad. Esta duda invade esa sensible zona que hay en nosotros y que constituye el centro de la conducta y la existencia humanas: nuestra propia auto-imagen y la consiguiente autoaceptación, autoestima y autocomplacencia. El segundo motivo posible para no expresar las emociones resulta aún más alarmante: tememos que las emociones que admitamos puedan emplearse contra nosotros, ya sea de manera irreflexiva, ya sea por pura crueldad. En cualquier caso, los demás pueden emplearlas, y aun cuando no las empleen de manera explícita, siempre podremos preguntarnos si no se están compadeciendo de nosotros, si no nos tendrán miedo, o si no se estarán distanciando de nosotros. Nos preguntaremos si sus reacciones no son consecuencia de los sentimientos que les hemos confiado.

Pero, sea como sea, en definitiva, en todo esto actúan realidades más profundas, más allá de nuestro bienestar emocional de un día determinado. Nuestra reacción ante una situación determinada, con simpatía o con rencor, depende de algo más. Los Padres de la Iglesia tenían un concepto y un nombre para esto. Ellos creían que cada uno de nosotros tiene dos almas: una grande y otra pequeña; y la manera como reaccionamos a cualquier situación depende mayormente de con qué alma pensamos y actuamos en ese momento. Así que, si recibo un insulto o una injuria con mi alma grande, me encuentro más dispuesto a tomarlo con paciencia, comprensión y perdón. Por el contrario, si recibo un insulto o daño cuando está actuando mi alma pequeña, estoy más pronto a responder con mezquindad, frialdad y rencor. Y, para los Padres de la Iglesia, ambas almas están dentro de nosotros y son reales; así que somos de gran corazón a la vez que mezquinos; somos santos a la vez que pecadores.

Pero debemos tener cuidado para no entender esto dualísticamente. Afirmando que tenemos dos almas, una grande y otra pequeña, los Padres de la Iglesia no están enseñando una variación de un viejo dualismo, a saber, que hay dentro de nosotros dos principios innatos, uno bueno y otro malo, luchando constantemente por controlar nuestros corazones y almas. Esa clase de lucha entra de hecho en nosotros, pero no se da entre dos principios separados.

El santo y el pecador que hay dentro de nosotros no son dos entidades separadas. Más bien sucede que el santo que hay en nosotros, el alma grande, es no solo nuestra verdadera identidad sino nuestra única identidad. El pecador que hay dentro de nosotros, el alma pequeña, no es una persona separada o una fuerza moral separada que libra perpetua lucha contra el santo; es simplemente la parte dañada, enferma, herida, esa parte del santo que ha sido maldita y nunca bendecida propiamente.

Nuestra dañada identidad no debería ser demonizada ni maldecida de nuevo; más bien necesita ser amparada y bendecida. Necesita ser conocida y acogida con mucho amor para ser entendida y comprendida. Entonces dejará de ser mezquina y rencorosa ante cualquier adversidad.

En definitiva, cuando cada uno de nosotros se pregunta sobre sí mismo: ¿quién soy yo?, sentimos que la vulnerabilidad nos caracteriza, la realidad es que ‘yo siempre soy un enigma para mi mismo’. En muchas ocasiones y de diversas maneras nos preguntamos a lo largo de la vida quiénes somos y cómo queremos ser.

Y dicho todo esto, vamos a indagar en ello dejándonos guiar por la espiritualidad de la debilidad de San Pablo. La expresión de San Pablo: ¡pobre de mi, quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte! (Rm 7, 24) nos ha servido en tantas oportunidades para hacer referencia a una experiencia personal y a la vez universal, la experiencia de la debilidad, que no respeta credos ni naciones, que no le ha sido, ni le será ahorrada a ningún ser humano, porque simplemente es una manifestación de su contingencia y creatureidad. Nacemos en el más absoluto desvalimiento y por lo general, llegamos al final de nuestros días experimentando dolorosamente ese mismo desvalimiento, sea por una enfermedad que nos invalida o que lentamente nos consume, o por el paso del tiempo que va dejando en nuestro cuerpo su huella inexorable…

Sin embargo, aunque la experiencia de la debilidad física, corporal, pueda ser muy grande, mayor y más estremecedora aún es siempre la experiencia de la debilidad moral… ¡Cuando experimentamos que ya no podemos más! ¡No podemos realizar lo que está ante nosotros como ideal! No podemos cumplir con nuestros propósitos, no podemos llevar a cabo nuestras resoluciones. No podemos complacer a nuestros seres queridos, no podemos seguir más los dictados de nuestra conciencia, de nuestro yo mejor. ¡Sencillamente no podemos más! Sentimos el peso del cansancio, de la soledad, de la fatiga, el desánimo, la debilidad, la superficialidad, el desgaste de nuestra voluntad y de nuestro corazón ante la tentación que nos acecha, ante una dificultad sostenida, que nos predisponen a escapar o a ceder, más que a resistirla.

Esta experiencia que nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, conoce épocas en las que se condensa dolorosamente y nos empuja a buscar respuestas: ¿Por qué? ¿Por qué el fracaso o la incomprensión, por qué la injusticia o la ingratitud, por qué la falta de dominio, la susceptibilidad, la envidia, el desamor, la falta de virtud, sí, en definitiva, por qué el pecado? ¿Y además, por qué si nuestra vida como creyentes desea estar permanentemente orientada a la virtud? ¿Por qué no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero? (Rm. 7, 19). Este dilema de Pablo, es también nuestro propio dilema, el que nos impulsa a buscar una respuesta que de sentido a este aparente contrasentido en nuestra vida. Por cierto, no se trata de una pregunta de poca importancia. En su respuesta se juega nuestra postura íntima y decisiva ante Dios. ¿Quién es para mi, qué represento para Él, qué espera de mi y qué no espera…, cómo es mi respuesta ante él, cómo entiende mi debilidad?

La pregunta crucial es: ¿Qué hacer con la propia debilidad? Esa que se experimenta dolorosa, sí, hasta vergonzosamente en el fuero interno. ¿Qué hacer para que no nos aplaste, ni nos desanime, para que no nos desvalorice ni nos canse, qué hacer para que no nos quite autoridad ante los demás, para que no nos enferme o nos amargue? Si cada uno ha de ser tratado conforme a sus obras, ¿cómo es posible que sufra un justo, que sus esfuerzos no sean coronados con la virtud, sino con la experiencia de la debilidad? Si cada quien se esfuerza por dar lo mejor de sí, ¿por qué esta cosecha y no los éxitos, las alabanzas, las bendiciones, el reconocimiento, la satisfacción ante la tarea cumplida, la paz…?

Hay tantas formas de enfrentar esta pregunta por el sentido de la debilidad o de la pequeñez en nuestras vidas: Hay quienes elegantemente la minimizan, la trivializan para no tener que sufrirla. La convierten en una broma simpática, en una anécdota más. Hay otros que no la toleran, que la niegan porque no pueden soportar la evidencia de la impotencia, inevitablemente asociada a la minusvalía de “no ser capaz”. También están aquellos que la reprimen y le quitan derecho a expresarse con libertad, que la ahogan con pensamientos religiosos, con ilusiones de mayor virtud. O aquellos que se entregan sin restricción a la amargura por el triste resultado de la autoevaluación o de la evaluación de los demás que conlleva la experiencia de la incapacidad.

Si la debilidad no se puede asumir correctamente, cada una de estas formas de responder, tiene sus consecuencias, que van desde las enfermedades del cuerpo y del alma, hasta las compensaciones y los excesos, o el cultivo solapado de ciertas “originalidades” y privilegios… todo lo que pueda hacerme experimentar que valgo, que soy especial, que me va bien, que puedo, que significo algo para los demás, que al fin y al cabo no soy tan malo como parece…

¡Qué difícil resulta aceptar nuestros propios límites con honestidad! Reconocer con hidalguía lo que podemos y lo que no. Soportar con valentía la tensión interna entre el reconocimiento de ese “barro” del que estamos hechos, y a la vez esa tendencia hacia lo ilimitado, hacia lo eterno, hacia la perfección y la plenitud.

No aceptar lo débil, lo vulnerable, sí, incluso lo pecaminoso y defectuoso en nuestra vida, es no pocas veces, la causa de enfermedades físicas y psicológicas, de complejos y de stress. Así lo constata José Kentenich en su larga experiencia como guía espiritual de laicos y consagrados:

…un sinfín de enfermedades neuróticas: tienen su origen en el hecho de que el hombre contemporáneo no es capaz de asimilar psíquicamente: que tenga un cuerpo, y por lo tanto, que tiene límites; que sea sexuado y que, por lo tanto no es perfecto en sí mismo y necesita ser complementado; que sea un ser comunitario y, por lo tanto, que depende de los demás.

El hombre es un ser limítrofe en un doble sentido. Por una parte, posee límites que son la consecuencia de su estructura de ser; y, sin embargo, por otra parte, con sus limitaciones se proyecta y abarca todas las esferas del ser. Si el hombre padece ya tantas enfermedades neuróticas a causa de sus límites, cuánto más aparecerán estas si cavamos más hondo y no sólo constatamos limitaciones derivadas de la estructura del ser, sino también debilidad moral, incluso, hasta el pecado y el pecado grave.

Por eso se comprende que es tarea de cada creyente, el aprender a manejar mejor su sentimiento de culpa y su necesidad de castigo y de no reprimirlos. De lo contrario deben suponer que el cuerpo y el alma tengan que pagar la cuenta. La culpa y la debilidad no comprendidas y no reconocidas son caldo de cultivo de muchísimas enfermedades del cuerpo y del alma (José Kentenich, Desafíos de nuestro tiempo).

¿No arrastran nuestras familias y comunidades en sus miembros un sinfín de enfermedades que nunca terminan de sanar, cuyo origen no resulta claro para ningún especialista? ¿No son las cuentas de exámenes, médicos y medicamentos –en ocasiones- más altas incluso que las de alimentación? ¿No nos expone la vida familiar y comunitaria a una constante comparación, en ocasiones incluso a una innecesaria competencia, a una especie de manía de validación y de reconocimiento?

Si concentro todas mis fuerzas en no ensuciar mi cuello blanco -continúa diciendo José Kentenich- no seré nunca un hombre religioso, ni siquiera tocaré la esfera de lo religioso. Dios quiere nuestra dependencia filial llena de afecto. Y, normalmente, no aprendemos la dependencia de Dios si no cometemos “tonterías”. Desde luego, me esfuerzo por no cometerlas. Pero es algo muy distinto a ese “bloquearse”, a ese “por ningún motivo”. Esta actitud representa al hombre que está enfermo de moralismo, es el eticista, el que ha reprimido lo religioso: sólo se mueve en al ámbito del mundo ético y no quiere salir de allí (José Kentenich, Desafíos de nuestro tiempo).

Qué distinto se nos presenta San Pablo, pero qué humano a la vez. Sin embargo, su honestidad es demoledora. Tanto como conoce sus méritos, es consciente de su debilidad, de su pecado, de su pequeñez. Sin duda la experiencia Damasco es la hora de su conversión, el momento en que se define y se reorienta su relación con Dios. Esta experiencia que literalmente lo tiró por tierra que lo hizo morder el polvo, lo ayudó a volver en sí, y a saborear su condición de criatura, la de necesitado de misericordia, la de hijo, digno de la gratuidad de Dios… Sin esta condición, no hay lugar en la vida para tal manifestación. Si podemos solos, si todo nos resulta, si el éxito nos confunde y los hombres nos aplauden, si basta con nuestra fuerza humana, con nuestro ingenio y talento ¿dónde hay lugar para la manifestación de Dios?

¿No es este el drama del tiempo actual, el drama de todos los tiempos? Ya lo decía la serpiente en el Edén: y seréis como dioses (Gn 3,4). Es la tentación de no necesitar más a Dios, de creernos capaces de reemplazarlo por nuestro criterio, nuestra ciencia, nuestro bienestar, nuestra creatividad, nuestras estrategias, nuestros seguros contra catástrofes, enfermedades, terceros y cuartos…, es la que también en la esfera personal, lo obliga -por decir así- a usar todo su ingenio para hacernos caer en cuenta, para regalarnos infinidad de veces una nueva oportunidad de experimentar nuestra debilidad, de experimentar nuestra necesidad de Él. Porque cuando Dios permite en nuestra vida la experiencia abrumadora de nuestro error, de nuestra limitación, de nuestra pobreza y pequeñez, nos está regalando la oportunidad de regresar a su propio corazón.

¡Cuántos intentos se deben hacer hasta conseguirlo! y nunca el retorno es del todo definitivo. Por lo general es un largo proceso muchas veces entorpecido por nuestras vivencias previas o anteriores, por nuestra vitalidad que nos hace ponernos de pié demasiado rápido, por nuestro carácter -en extremo melancólico o en exceso colérico- que reacciona desde lo meramente humano, por nuestros complejos de grandeza o de inferioridad, etc. Son pocos los que han perseverado en la prueba, hasta experimentar irracionalmente la gratuidad del amor, la fuerza incontenible de la misericordia, y pocos también los que permanecen en esta experiencia salvadora, liberadora.

Y curiosamente, para experimentar esta misericordia, es necesario ser digno de ella, es decir, no tener más méritos que necesitarla. Esta es también la conclusión a la que llega San Pablo, confrontado de manera aguda con su debilidad:

Y por eso, para que no me engría con la sublimidad de estas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría. Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mi, pero él me dijo: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mi la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, es cuando soy fuerte (2 Cor 12, 7-10).

André Louf en sus meditaciones en el libro “A merced de su gracia” escribe al respecto:

¿Tuvo miedo San Pablo ante su debilidad? ¿Le es intolerable su imagen? Jesús no cede sin embargo. No se le suprime la tentación a San Pablo, porque le es mucho más provechoso permanecer en ella para que aprenda lo que el poder de Dios es capaz de hacer en el corazón de la debilidad. Ni la fuerza de Pablo, ni su victoria personal tienen importancia, únicamente su perseverancia en la tentación, y al mismo tiempo en la gracia. La gracia no viene a injertarse en nuestra fuerza o en nuestra virtud, sino sólo en nuestra debilidad. Entonces ella sola es suficiente. Somos fuertes cuando nuestra debilidad se nos hace evidente. Es el lugar bendito en el que la gracia de Jesús puede sorprendernos e invadirnos. (…) Pensamos inconscientemente que hay que buscar la santidad en la dirección opuesta al pecado, y contamos con Dios para que su amor nos libere de la debilidad y del mal, y nos permita así alcanzar la santidad. Pero Dios no actúa con nosotros de esa manera. La santidad no se encuentra en el extremo opuesto de la tentación, sino en el corazón mismo de la tentación. No nos espera más allá de nuestra debilidad sino en el interior mismo de ella. Escapar de la debilidad sería escapar del poder de Dios que sólo actúa en ella. Tenemos que aprender a permanecer en nuestra debilidad al mismo tiempo que entregados a la misericordia de Dios. Sólo en nuestra debilidad somos vulnerables al amor de Dios y a su poder. Permanecer en la tentación y en la debilidad es el único camino para entrar en contacto con la gracia y para convertirse en milagro de la misericordia de Dios.

Este es el secreto que hace comprensible la confesión de Pablo: ¡Por lo tanto con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mi la fuerza de Cristo! Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y en las angustias sufridas por Cristo; pues cuando estoy débil, es cuando soy fuerte (2 Cor. 12, 9). Su debilidad lo ha hecho vulnerable al amor de Dios y a su poder.

Los días que permaneció en Damasco, sin ver, ni comer, ni beber, el tiempo que perseveró en ese dolor agudo que lo llevó a confesarse el último de los elegidos, como un aborto (1 Cor. 15,8) revelan cómo y en qué medida experimentó su miseria y pequeñez. No huyó de ella sino que la sufrió en silencio y dejó que se desplegara en ella la fuerza de la misericordia de Dios que no vino a llamar a los justos sino a los pecadores. Pablo no da vuelta a la hoja a continuación, como queriendo olvidar rápidamente ese episodio en su vida, por el contrario, lo recuerda una y otra vez, no para desmoralizarse o por el placer de sufrir, sino porque es allí, en esa circunstancia donde descubre que donde abundó el pecado, sobreabunda el amor de Dios.

Porque finalmente se trata justamente de esto, de que la fuerza de Cristo habite en nosotros, pues cuando estoy débil, es cuando soy fuerte. ¿Pero qué mayor garantía de que es su gracia la que nos sostiene y se regala a través nuestro sino nuestra pobreza y pequeñez? Quien no ha tenido la oportunidad de llegar hasta el final de esta experiencia -la de la propia debilidad en su vida- construye aún sobre arena, permanece expuesto a las angustias de la subsistencia cotidiana, está todavía demasiado centrado en sí mismo, pendiente de sus logros, ahogado en sus criterios personales, incapacitado de llevar a cabo los encargos divinos porque no confía en su gracia, necesitado –por lo tanto- de conversión.

Y dice José Kentenich a este respecto:

A la larga, solamente podremos soportar la experiencia de la pequeñez si simultáneamente tenemos la vivencia de la entrega a un Tú grande. Por consiguiente, casi podemos decir: la vivencia de la pequeñez debe ser completada por la vivencia de la grandeza.

Esta es precisamente la gran realidad; que yo pierda totalmente mi centro de gravedad. Esto quiere decir, debo trasladar mi centro de gravedad fuera de mí. Cuánto tiempo necesitamos hasta que nos hemos perdido en un tú, hasta que el tú haya llegado a ser el centro de mi ser, de mi vida, de mi actuar; hasta que el tú determine realmente mi sentimiento de vida.

Mirad, cuando el tú, cuando Dios es el centro de gravedad, recién entonces comprenderéis lo que quiere decir: la piedad filial (o infancia espiritual) consiste en la pequeñez y la grandeza. (…) En la experiencia del desamparo, pero también en la experiencia de la dependencia y de la adhesión.

Esto supone también una cuota grande de humildad, entendida como esa actitud que nos capacita y motiva, basados en un clarísimo y veraz conocimiento de nosotros mismos y de Dios, de estimarnos -separados de Dios- como poca cosa, y de estimarnos en unión con Él, como personas de un gran valor y grandeza. Sí, es necesario llegar a ser milagros de humildad, no sólo en el de complacernos en nuestra propia debilidad, sino también en complacernos en que otros conozcan nuestra debilidad y nos traten de acuerdo a ella. Sólo así es posible llegar a ser además un milagro de confianza, de paciencia y de amor. En la medida en que realmente me experimento en mi debilidad, entonces, todo mi ser me impulsa hacia la profundidad de Dios. Y entonces, sé que la fuerza divina debe desposarse con mi impotencia, con mi debilidad. Me glorío en mi debilidad, porque así se manifiesta en mí la fuerza de Cristo.

Todos estos son contrastes que nos hablan de ese orden nuevo que viene a instaurar el Señor, cuando nos exhorta: si no cambiáis y os hacéis como niños (Lc. 18, 17). Porque sólo en el amor, en la experiencia del perdón, del ser amados y contenidos en nuestra debilidad -como lo experimentan los niños- es posible aceptar y comprender que la debilidad ante Dios es una ventaja, la ventaja del hijo sobre el corazón de su Padre.

De esta profunda vivencia, nace el reconocimiento lúcido de Pablo que nos dirá más tarde cuáles son las categorías con las que Dios escoge a los suyos y les confía una misión:

¡Mirad hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios, más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la escritura, el que se gloríe gloríese en el Señor (1 Cor. 1,26)

¿No pertenece cada cristiano a esta porción de los elegidos? Cada uno de nosotros podría dar testimonio -como Pablo- de las ocasiones en las que el Señor nos ha permitido experimentar nuestra pequeñez, gozosa y dolorosamente a la vez. Y así, percibimos cómo en esta vivencia se juega nuestra postura íntima y decisiva ante Él. En la pequeñez radica pues el secreto de nuestra grandeza. La pequeñez condiciona y despierta nuestra grandeza en Dios. Por eso, humildad, entrega, confianza. ¡Todo lo puedo en aquel que me conforta!

Preguntas para la reflexión:

1.- ¿Qué puedo compartir de los sentimientos, experiencias y situación en la que me encuentro tras las 11 charlas escuchadas?

2.- ¿Qué puedo compartir de mi experiencia de debilidad y de la frase Todo lo puedo en Aquel que me conforta?

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Autoconocimiento y Amor de Dios X

 

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 6-9-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses

(para leer en pdf, pincha aquí)

En la última charla del pasado mes de junio, estuvimos viendo los tres engaños sobre el amor, que podríamos formular así:
1. Encontré a la persona perfecta
2. Puedo arreglármelas solo
3. Todo es culpa suya

Éstos son grandes engaños que hay que superar. Muy grandes. Mucho más de lo que a primera vista podamos imaginar. Llevan capas y capas de engaño. Traspasamos una capa sólo para darnos cuenta de que luego hay otra más. Las creencias erróneas y los comportamientos que les siguen quedan al descubierto en cuanto nos abrimos a otra persona. A menos que los dejemos al descubierto y nos hagamos conscientes de ellos, sabotearán continuamente nuestros esfuerzos por encontrar el amor.

Y nos habíamos quedado viendo que crecemos en la medida en que vamos reconociendo nuestros aspectos internos, los vamos aceptando y vamos compenetrándonos con ellos. Maduramos cuando podemos aplicar nuestros recursos emocionales a generar modelos de relación armoniosa y equilibrada entre esos interlocutores interiores. Entonces, cuando el silencio circundante nos permite aguzar el oído hacia nuestra interioridad, escuchamos diálogos en lugar de peleas y discusiones, un sonido inteligible en lugar de mero barullo. Para apreciarlo y disfrutarlo, se necesita discreción, intimidad, soledad. Se trata, en este caso, de una soledad provechosa, reparadora, en la que se reafirma la autovaloración, la certeza de nuestro ser y el sentido de nuestro estar en el mundo.

Dicho esto, continuamos dando un paso adelante. Una de las formas más poderosas en las que evitamos contactar con nuestro miedo y dolor interior es perdiéndonos en interminables relaciones dramáticas, repitiendo los mismos patrones una y otra vez. Hasta que descubrimos lo que hay bajo estos dramas, nuestra vida está llena de decepciones y frustraciones continuas. Observemos el drama. En su núcleo, se trata del drama del dependiente y el antidependiente.

El escenario del drama

Este drama no comienza hasta que no ha acabado el período de la luna de miel. Y aquí, la etapa de la luna de miel, podemos aplicarla a cualquier relación en sus comienzos. La luna de miel es un estado alterado, como una droga. Nos encontramos perdidos en la fantasía, en proyecciones positivas que aún no han sido dañadas por el tiempo y la familiaridad. Nos sentimos abiertos y llenos de amor, y cada persona nueva se convierte en el contenedor de todas las proyecciones positivas que tenemos sobre el amante, el amigo, el hermano o el pariente ideal.

Durante un tiempo, mientras dure el sueño, la pareja -o la relación que sea- podrá mantener esa proyección y generalmente cuando te encuentras en este estado casi no existen conflictos. El sexo es estupendo y la compatibilidad parece casi perfecta, nuestras defensas disminuyen y disfrutamos de un período maravilloso de fusión y unión, algo que todos deseamos profundamente. Nuestra energía se expande con esta nueva viveza. Proyectamos en nuestro amor muchas necesidades que no fueron satisfechas en la niñez y durante este período creemos que ahora realmente sí serán satisfechas.

Antes o después la energía empieza a cambiar, algunas veces en un aterrizaje accidentado, otras en un período lento de desilusión. Hemos permitido a alguien que se nos acerque más allá de cierto límite que, normalmente y a menudo de forma inconsciente, mantenemos en nuestras relaciones con los demás. Esta persona ha abierto nuestras puertas, por lo menos temporalmente, pero una vez abiertas también estamos más abiertos a la decepción. Hemos salido de nuestro aislamiento y nos hemos abierto al amor. La verdad es que sólo nos hemos abierto a nuestra codependencia.

El final de la luna de miel puede golpearnos como un sentimiento aplastante de desilusión y desesperación. Nos damos cuenta de que es posible que nuestras expectativas más profundas de satisfacción no se hagan realidad, que esta persona simplemente no es la pareja ideal y perfecta que creíamos que era. Nos hemos trasladado del país de sueños de las proyecciones positivas a la pesadilla de las proyecciones negativas.

El antidependiente se encuentra con el dependiente

A modo de ejemplo de esta situación, que parece casi universal, podría servirnos lo siguiente: Ricardo y Sandra son pareja y llevan viviendo juntos más de cuatro años. Durante los primeros años de su relación ambos disfrutaron de un magnifico periodo de luna de miel, sin conflictos, apreciándose el uno al otro y sintiendo que habían encontrado su pareja perfecta, pero este último año las cosas se han complicado para ellos. La diferencia en sus prioridades se ha hecho mayor y se pelean más a menudo.

Ambos se siente frustrados y empiezan a sospechar que algo va muy mal. Ricardo valora sobre todo su libertad, independencia y búsqueda espiritual, y se siente presionado por Sandra. Ésta, que valora la intimidad y tener tiempo para profundizar con su pareja, siente que nunca tiene el tiempo que desea tener con Ricardo y que emocionalmente él casi nunca está disponible.
Éste breve diálogo, podría ser un resumen de sus quejas mutuas:

Sandra: No soporto cuando te aíslas de mí. Pasas tanto tiempo dedicado a tus tonterías porque tienes miedo de permitir que alguien se acerque a ti.

Ricardo: No me importaría acercarme a ti si dejaras de mostrarte tan necesitada. No soporto la forma en que siempre me machacas con lo de acercarse y compartir, me vuelves loco.

Sandra: Te vuelvo loco porque te aterra pensar que si dejas que se te acerque alguien, no podrías controlar tanto todo, ni hacerlo todo el tiempo.

Ricardo: ¡Ya estamos! Tú estás igualmente interesada en controlar. Tú quieres controlarme a mí hasta hacerme exactamente como quieres que sea. Tienes tanto miedo de estar sola que quieres esconderte en las relaciones. Eso no es intimidad, es adicción.

Sandra: ¿Ah, si?, y ¿no es una adicción la forma en que tú estás tan obsesionado todo el tiempo con el trabajo y con todas esas otras actividades tuyas?.

Ricardo: Vale; creo que los dos tenemos algo que observar, pero no hay forma de solucionar nada de esto a menos que tú medites más.

Sandra: Lo que tú llamas meditación es sólo otra forma de escape. Lo que nos hace falta es más espacios de intimidad, no meditar más.

Y así puede seguir la cosa indefinidamente. ¿Nos resulta familiar?

El antidependiente

El antidependiente suele seguir un patrón parecido al de Ricardo con todas sus relaciones íntimas y tiene casi fobia a que alguien se le acerque demasiado por miedo a ser asfixiado. La persona o las personas con las que haya mantenido relaciones estables habrán tenido más o menos las mismas quejas. Posiblemente le hayan admirado y se hayan sentido atraídas por su inteligencia, autosuficiencia, dedicación y entrega a todo lo que haya hecho, a su devoción por la búsqueda espiritual y su carácter afectuoso, pero seguramente le encontraron demasiado rígido y cuadriculado, inalcanzable emocionalmente, habiéndose sentido siempre las últimas de su lista de prioridades.

El antidependiente no puede estar disponible emocionalmente para los demás porque no está disponible emocionalmente para mí mismo. Siempre le es muy difícil acceder a sus sentimientos y aún más difícil compartirlos. Como tiene tanta desconfianza de ser verdaderamente tomado en cuenta y amado, se protege y cuida muy bien emocionalmente. Desea desesperadamente abrirse a la otra persona, pero siempre desconfía y piensa que eso significaría perder su libertad y poner en peligro su intensidad espiritual por culpa de un romance.

Siempre desconfía de los “numeritos” emocionales que van unidos a las relaciones y nunca soporta la idea de que se le cargue con un montón de dramas. Sin embargo, la alternativa de vivir solo siempre le ha parecido sosa y árida, así que sigue y seguirá intentándolo, pero cada vez tropieza con las mismas barreras. En cierto momento, se siente presionado y empieza a retirarse, volviendo a su tan conocido refugio interior que le mantiene a salvo. Sus parejas reaccionan con enfado y frustración y él responde retándose aún más, sintiéndose más sofocado e indignado.

Ansía encontrar la verdad en las relaciones, pero cuando desde su aislamiento mira a las personas que quieren compartir su corazón con él, lo que ve mayormente es dependencia emocional, control y manipulación. Siente que si se abre le dominarán totalmente.

Esta situación es extremadamente angustiosa, su corazón está cerrado y no sabe qué hacer con su niño interior desconfiado y ansioso. Es como una prisión hecha por sí mismo sin puerta para salir. En muchas ocasiones, esto tiene que ver con tener una madre sobreprotectora de sus miedos propios y también de los de sus hijos.

Por eso al acercarse a alguien para entablar una relación afectiva e íntima se desencadena el mismo miedo de ser controlado y dominado, pero su peor miedo al acercarse a la otra persona es realmente el miedo de que le atraiga y le obligue a fundirse con sus propios miedos. De ahí, que no haga más que repetir que le está desviando de su espiritualidad y su creatividad. Para superar estos miedos que él mismo proyecta, primero tendrá que abrirse a sus propios miedos.

La antidependencia también tiene que ver con el modelo de intimidad recibido del padre, ya que según el patrón clásico carecía de las herramientas o la conciencia suficiente para compartir sus miedos y vulnerabilidad con los demás. El resultado es que también él aprendió a aislarse y esconder sus sentimientos.

Solamente uno empieza a darse cuenta de la profundidad de sus propios miedos cuando comienza a cambiar sus patrones. El antidependiente simplemente actúa movido por el miedo en lugar de enfrentarlo.

Llegado ese momento se tiene más claro que los miedos están basados en realidades del pasado que uno continuamente recrea en el presente. Aprender a fijar límites y a arriesgarse a salir de los antiguos patrones de retirada ayudan a penetrar en el miedo a la intimidad, de tal manera que, sorprendentemente, uno puede llegar a experimentar la otra cara de la moneda, lo que es sentirse dependiente.

El dependiente

El dependiente suele seguir un patrón semejante al de Sandra. Un ejemplo:

Nuria lleva más de diez años con su pareja. Está muy enamorada de él pero aún ahora, después de todo ese tiempo, está aprendiendo a no tenerle miedo, a no sentir miedo de su ira y de su rechazo. Cuando está con él se pierde con facilidad y a menudo le es difícil sentirse a sí misma o comunicar lo que siente. Esto es especialmente fuerte cuando él se muestra crítico con ella. Su miedo al rechazo es tan agobiante que no puede soportar la idea de que él la abandone, y debido a eso gran parte de su vida gira alrededor de las necesidades y deseos de él.

Cuando está sola o con amigos es más fácil para ella sentirse confiada consigo misma. Aunque en el pasado tuvo muchas otras parejas y aún atrae la atención de los hombres, ella tiene tan poca confianza en sí misma que cree que si alguna vez perdiera a su ser amado, no volvería a encontrar nunca a otro como él, tan sensible, fuerte y tan comprometido con la verdad y con su crecimiento.

De hecho, actualmente ya no tiene ni idea de cómo sería vivir sin él. Tan sólo el pensar en ello le aterra.

Nuria necesitaría hacer gradualmente un trabajo de forma muy intensa en la línea de empezar a encontrar el coraje para darse a sí misma el espacio que necesita. Aprender a confiar en sí misma y encontrar el valor para hacer y decir lo que necesita, sin temer tanto el rechazo o la ira, será un proceso lento.

Las relaciones del antidependiente

A modo orientativo, al entrar en el dormitorio del antidependiente se puede observar austeridad. Casi vacío, con sólo lo esencial, y muy ordenado. Algo parecido a un templo de meditación. Todo muy ordenado, silencioso y tranquilo. También la habitación podría parecer un almacén de equipo deportivo.

Sus dioses son la soledad, la libertad y la meditación, y racionaliza su postura montando un sistema de fe que afirma que la vida consiste en mantener la soledad. Naturalmente encontrará todo tipo de literatura que apoye esta postura y puede que le diga a su pareja: “Mira este párrafo sobre la soledad”, esperando que cada nuevo párrafo finalmente le convencerá de la verdad de su punto de vista.

Pero todos estos dioses son realmente falsos dioses, porque su soledad, libertad y meditación están encubriendo una profunda necesidad de ser tocado, una profunda necesidad de calor y afecto. Podemos ser muy disciplinados, pero habitualmente la disciplina es una compensación por una inseguridad y vacío que subyacen profundamente.

Es verdad que un antidependiente puede tener cierto conocimiento de lo que es la independencia y la libertad. Su búsqueda de un estado de indiferencia es sincera, pero al mismo tiempo incompleta porque su corazón está cerrado. Puede que haya aprendido cómo pasar solo largos períodos de tiempo, pero en esta soledad hay un profundo dolor. La libertad que él busca sólo puede llegarle si incluye el amor, pero le tiene tanto miedo que se forma unas creencias rígidas que encubren el terror a llegar a ser dependiente y perder el control.

No es capaz de ver sus propios juegos de poder. En su “autosuficiencia”, puede fácilmente avergonzar y abusar de su pareja porque no está en contacto con su propio niño herido, y en lugar de sentir su propio dolor, pone su energía en la acusación y el abuso. Si teme que su pareja pueda dejarle tal vez haga algún gesto de apertura, pero esto es sólo un juego. Cuando vuelve a tener el control empieza de nuevo su anterior comportamiento. Para aliviar toda la tensión y el dolor por estar continuamente cubriendo la necesidad oculta de contacto emocional busca evadirse con el alcohol o las drogas, pero eso hace que se aleje aún más de sí mismo y la espiral descendente a menudo continúa haciéndose más y más autodestructiva.

Finalmente, su pareja comienza a darse cuenta de que todos sus esfuerzos por establecer un contacto emocional son inútiles. Puede ser que él o ella consiga penetrarle ocasionalmente, pero luego es rechazado(a). En este punto puede que el antidependiente caiga de rodillas.

De hecho, si se permite a sí mismo sentir el dolor, puede que se vea enfrentado a su profunda soledad reconociendo, cuando empieza a mirar hacia dentro, que está repitiendo un doloroso patrón; pero normalmente sólo culpa al otro de necesitarle demasiado o encuentra alguna otra excusa para la relación fallida, aumentando así su convicción de que el amor es algo imposible.

Se pierde en alguna distracción hasta que se vuelve a “enamorar” y entonces empieza la misma película una vez más. Se encuentra frente a una persona nueva oyendo las mismas quejas, y diciéndose con perplejidad: “vaya, ¿esto no lo he oído antes en alguna parte?”.

Las relaciones del dependiente

La habitación del dependiente no es ninguna estancia de meditación. Por el contrario, es más probable que se trate de una estancia con aire artístico: luces tenues, cojines, flores, lámpara de olor… Mientras el antidependiente lee sobre la soledad, la libertad y la independencia, el dependiente no hace más que hablar de compartir, de intimidad y la apertura. Es la guerra. Al igual que el antidependiente, el dependiente también tiene sus falsos dioses. Lo que llama intimidad y amor no es real porque proviene del miedo. El miedo del dependiente a la soledad puede sabotear una relación tanto como el miedo del antidependiente a la intimidad. Si evita estos miedos, el dependiente se encontrará para siempre buscando a alguien que le cobije de ellos. Lo que sucede es que ya sea la otra persona o la vida le obligará continuamente a volver sobre sí mismo a través del rechazo o la privación.

El miedo, o más bien, el terror del dependiente, es estar solo y que no le amen. Sus esfuerzos por obtener el amor a menudo son desesperados. Se convierte en un experto en complacer, aceptarlo todo y mendigar, apoyándose en el otro para conseguir amor, esperando, deseando y sintiéndose frustrado. Busca a aquella persona que realmente esté dispuesta a abrirse, que se comprometa con la relación y que no ponga la intimidad como la última de sus prioridades.

Cuando se encuentra solo sufre, pero cuando se encuentra con alguien espera las migajas de afecto que pueda conseguir. Cuando tiene una relación le es casi imposible dejarla porque gran parte de su identidad, bienestar y sentido propio han sido traspasados a la otra persona. Los dependientes casi no tienen límites y siempre se están perdiendo en el otro.

Su expresión emocional, aunque intensa y total, a menudo puede ser más bien una forma de evitar los sentimientos que de estar presente en ellos. Dado que el antidependiente suele sentirse culpable por su falta de presencia o sentimientos, el dependiente puede usar los sentimientos como forma de manipular a su pareja. Cuando el dependiente dice venir de un lugar de vulnerabilidad y apertura, muchas veces no es más que una “forma de poder” llena de expectativas, exigencias y deseo de controlar a la otra persona. Naturalmente, esto produce una reacción en la pareja que provoca que en lugar de amor se desate una Guerra Mundial. El deseo de intimidad del dependiente siempre está contaminado con deseos por los cuales él no está siendo responsable. Sus esfuerzos por conseguir intimidad están teñidos de una sutil manipulación, acusando al otro de no querer abrirse. Esto crea un sentimiento de culpa que sólo lleva a más distanciamiento y conflicto.

Antidependiente

Comportamiento: Alejando al otro, evita el acercamiento.
Falsos dioses: Meditación, soledad, libertad.
Miedo de: Ser absorbido, agobiado, presionado o exigido.

Dependiente

Comportamiento: Pegajoso, suplicante, exigente.
Falsos dioses: Intimidad, acercamiento, compartir el amor.
Miedo de: El abandono, la soledad, la separación

El drama puede ser el estímulo que nos lleve hacia dentro

Lo que hace la historia tan interesante y tan difícil de abandonar es que en ambos casos estamos convencidos de tener la razón, y en cierta forma es así: tenemos razón a medias. Podemos ver la hipocresía y la falsedad en el otro, pero desgraciadamente no en nosotros mismos. Si reunimos a una pareja codependiente comprobaremos las quejas de cualesquiera de los dos sobre el otro. Habitualmente, los dependientes asisten a sesiones y a grupos más a menudo que lo antidependientes, porque están más interesados en que la relación funcione, mientras que los antidependientes trabajan con la falta de armonía a través de la meditación, el deporte o el trabajo. Además los dependientes generalmente estás más en contacto con su dolor.

Para acabar con el drama tenemos que mirar hacia dentro en lugar de centrarnos en el otro. Antes o después, tras muchas repeticiones, empezamos a darnos cuenta de que aunque los personajes cambien, la historia es la misma. De hecho, este drama es lo que a menudo nos obliga a dirigirnos hacia el interior.

Los antidependientes y los dependientes se encuentran. Son dos partes que luchan para convertirse en una y cada uno ha proyectado la parte que le falta en el otro. Estos dos tipos deben encontrarse el uno al otro para reconocer la parte de ellos que les falta. Eso es lo que produce la energía de la atracción.

Cuando se da el juego del cortejo, la energía entre las dos personas no es sólo biológica, también toma parte el deseo fundamental de ambos que busca la oportunidad de convertirse en uno solo. Lamentablemente, a menudo nos falta la conciencia y la comprensión suficientes para aprovechar esta situación para penetrar en nuestro interior y aprender más sobre nosotros mismos. Lo que suele pasar, por el contrario, es que nos perdemos en el drama.

Un buen punto de partida es la desesperación

Es fácil llegar al punto de sentirse desesperado y pensar que nunca lo vas a solucionar, que nunca llegará el amor a tu vida. Pero llegar a ese punto es bueno, pues nos da la motivación suficiente para hacer el trabajo interior que necesitamos hacer.

Estos patrones no se resolverán solos, simplemente, por observar los problemas de nuestra relación, por cuestionar la compatibilidad con nuestra pareja o por estar convencidos de que el problema es del otro. No lo vamos a solucionar desde fuera, tenemos que trabajarlo dentro, no vamos a resolver este desastre sin llegar hasta sus raíces. Todos llevamos dentro tanto un antidependiente como un dependiente, cosa que podemos descubrir en diferentes relaciones o en una sola, pero antes o después tenemos que penetrar, tanto en nuestro miedo a la soledad como en nuestro miedo a la intimidad.

El drama del dependiente y del antidependiente empieza a solucionarse cuando finalmente dejamos de concentrarnos en el exterior para encontrar la fuente de la felicidad y la solución de los problemas y empezamos el proceso de trabajar con nuestras heridas de vergüenza, shock y abandono.

Ejercicios: Investigar el dependiente y el antidependiente

Si nos tomamos un tiempo para investigar los propios patrones en aquellas relaciones que nos afectaron más profundamente, ¿a qué conclusión llegamos? ¿Crees que eras predominantemente dependiente o antidependiente? Tal vez creas que ambos a la vez. En la última relación importante que tuviste, ¿cuál de los dos eras tú? Si no estás seguro, entonces escoge cualquiera mientras investigamos juntos cómo se sienten por dentro.

El antidependiente

Si has descubierto que tu postura fue la del antidependiente, permítete sintonizar con las formas en que te proteges de alguien que se acerca demasiado. Reconoce, sin juzgarte, que si te estás protegiendo es porque, en el fondo, existe un miedo profundo y válido. ¿De qué te estás protegiendo?

Analiza las siguientes preguntas y comprueba si son aplicables a ti:

1. ¿Tienes miedo de perderte en la otra persona, de dejar de saber lo que quieres o de no poder volver a sentirte a ti mismo?

2. ¿Tienes miedo de que se aprovechen de tu corazón? ¿Miedo de que si abres tu corazón la otra persona te va a arrastrar con su dolor? ¿Miedo de que tendrás que ocuparte de él o ella?

3. ¿Sientes que necesitas espacio para encontrarte a ti mismo, que no te exijan nada, espacio para investigar tu creatividad y tu silencio? ¿Tienes miedo de que si dejas entrar a alguien te va a asfixiar, que no vas a poder respirar.

4. ¿Te sientes irritado o enfadado cuando intuyes la expectativas de la otra persona? ¿Sientes ira porque no quieres tener que vivir para estar a la altura de sus exigencias y expectativas? ¿Sientes ira porque la otra persona no está dispuesta a ser responsable de su propio dolor?

5. ¿Sientes, a un nivel profundo, que nunca te comprenderán y que si te abres a alguien esa persona abusará de ti, te manipulará o te rechazará? ¿Al sentir a ese niño interior, conectas con una profunda desconfianza? ¿Está tu niño interior hambriento de amor y aceptación pero temeroso de que abusarán de él o le traicionarán?

El dependiente

Al investigar la postura del dependiente imagina que te encuentras en una actitud de súplica. Imagina que tienes en tus manos un plato de limosna y que estás mendigando amor. Permítete sentir la espera, la esperanza de que conseguirás el amor que estás esperando.

Analiza las siguiente preguntas y comprueba si son aplicables a ti:

1. ¿Estás esperando que aparezca la persona adecuada, alguien lo suficientemente sensible para abrirte y amarle? ¿O esperas sentir pena y desesperanza y crees que nunca lo conseguirás?

2. ¿Te ves a ti mismo entregándole toda tu dignidad y tu poder a la otra persona, temiendo ser rechazado, avergonzado o abusado? ¿Sientes pánico de perder el amor de la otra persona?

3. ¿Sientes la frustración de no conseguir nunca lo que quieres, la ira de que te aíslen una y otra vez, de abrirte y luego sentir que tu pareja se distancia una y otra vez? ¿Existe en ti ira por todas las formas en que la otra persona te engancha, pero sin embargo nunca está dispuesta a estar presente, realmente presente?

4. ¿Tienes la sensación de que básicamente no eres merecedor de amor? ¿Que no mereces que te amen de una forma que de verdad te permita relajarte y nutrirte?

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Autoconocimiento y Amor de Dios IX

 

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 28-6-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses

(para leer en pdf, pincha aquí)

Acabábamos diciendo el último día que si pudiéramos darnos cuenta de que las estrategias realmente no funcionan, tal vez podríamos dejar de usarlas. Lamentablemente es más fácil decirlo que hacerlo. Usamos las estrategias porque esconden un profundo miedo interior de no conseguir lo que queremos o necesitamos. Se trata de una desconfianza básica en la benevolencia de la existencia, en la Providencia Divina, que proviene de nuestras heridas por la vergüenza, el shock y el abandono.

Cuando hacemos una meditación más profunda –un trabajo de “silla”- encontramos el espacio para sentir el dolor o el miedo interior en lugar de reaccionar de forma automática con una estrategia. Sólo la meditación nos ayuda a distanciarnos.

Los miedos de supervivencia que llevamos dentro son demasiado grandes y convincentes. Tiene que existir un espacio interior en desarrollo que solo se obtiene con la quietud de la meditación. La práctica de la meditación nos puede conectar con la armonía de la existencia y nos enseña gradualmente a dejarnos ir, volver a confiar y ser simplemente lo que somos sin tener que ajustarnos a ningún ideal.

Gran parte de nuestro condicionamiento está basado en evitar el miedo y el dolor. Como resultado, nos hemos procurado un estilo de vida basado en evitar estos sentimientos. En nuestra cultura hay muy poco apoyo al trabajo interior. Es difícil entrar a algún supermercado y oír por los altavoces alguna canción sobre el gozo de penetrar en tu interior, de sentir el dolor y entrar en meditación profunda. Al contrario, probablemente oiríamos algo como: “Mi chica acaba de dejarme y me siento tan triste. ¿Por qué la vida siempre me trata tan mal?”.

Se nos ha condicionado a escapar de nosotros mismos a través del encuentro con el “amor”. Dada la profundidad de nuestro miedo y nuestro dolor, existen motivos importantes para querer escapar de ellos, y una de las grandes decepciones con las que nos enfrentamos viene cuando creemos que encontraremos alguna persona que nos hará felices y los eliminará. Rara vez nos damos cuenta de que nuestra búsqueda y nuestros dramas “amorosos” son una forma muy eficaz de evitarnos a nosotros mismos, así que gran parte de nuestra huida del miedo proviene de nuestras relaciones amorosas como formas habituales e inconscientes de escapar.

Enfrentarnos a nuestros engaños sobre el amor.

¿Cuál es el tópico más íntimo que compartimos a menudo con un amigo o amiga cuando estamos tomando un café? Nuestras historias de amor, nuestras relaciones interpersonales. Son nuestra principal preocupación. No podemos vivir sin amor, pero encontrarlo y mantenerlo es muy difícil. ¿Por qué es que el amor que empieza con tantas esperanzas y promesas se convierte con el tiempo en una verdadera pesadilla? ¿Por qué es que el amor tan a menudo parece deteriorarse hasta convertirse en una lucha de poder o en fría indiferencia? ¿Y por qué es que repetimos los mismos patrones dolorosos una y otra vez?

Es imposible encontrar y mantener el amor hasta que no nos hemos enfrentado a nuestros miedos y hemos empezado a trabajar con ellos. Hasta entonces, nuestras relaciones amorosas sólo son una forma de intentar evitar enfrentarnos con el miedo.

A continuación vamos a hablar de tres estrategias que habitualmente usamos para evitar el miedo:
– Nos aferramos al convencimiento de que encontraremos a alguien que nos librará del miedo y del dolor, especialmente del miedo a nuestra soledad.
– Nos engañamos creyendo que somos autosuficientes, que básicamente podemos arreglárnoslas solos.
– Creemos que cuando surge el miedo o el dolor es por culpa de algo o alguien del exterior.

Estos son los tres engaños sobre el amor, que podríamos formular así:
1. Encontré a la persona perfecta
2. Puedo arreglármelas solo
3. Todo es culpa suya

Éstos son grandes engaños que hay que superar. Muy grandes. Mucho más de lo que a primera vista podamos imaginar. Llevan capas y capas de engaño. Traspasamos una capa sólo para darnos cuenta de que luego hay otra más. Las creencias erróneas y los comportamientos que les siguen quedan al descubierto en cuanto nos abrimos a otra persona. A menos que les dejemos al descubierto y nos hagamos conscientes de ellos, sabotearán continuamente nuestros esfuerzos por encontrar el amor.

1. El sueño romántico

Quizás nunca nos hayamos dado cuenta de lo fuertes que pueden ser nuestras adicciones y nuestro condicionamiento a creer en el sueño romántico. Puede que pensemos que como somos personas adultas y maduras, esto no se nos aplica a nosotros… ¡Nosotros buscar al príncipe o a la princesa encantada! Pero, posiblemente, a medida que vayamos adentrándonos en este trabajo interior vayamos cayendo en la cuenta de que algo o mucho podemos estar engañándonos.

A lo mejor lo hemos espiritualizado tanto que hemos creído que lo único que hemos hecho era creer que buscamos nuestra “media naranja” ó a nuestra “alma gemela”. No sé si realmente existen las almas gemelas, pero este concepto es simplemente romanticismo glorificado.

Seguramente que no pocas veces habré comenzado cada nueva relación lleno de expectativas de que por fin había encontrado a la pareja perfecta que me había estado esperando. Y al principio ciertamente parecía así, pero con el tiempo, al aparecer el conflicto y la frustración, llegaban la decepción y la desilusión. Entonces, en lugar de darme cuenta de que algo había dentro de mí que tenía que trabajar, culpaba a la otra persona por no satisfacer mis expectativas.

Este sueño nos ha seducido desde la niñez como los cuentos de hadas: “Existe un príncipe o una princesa maravillosos esperándote por allí y cuando le encuentres todos tus sueños se harán realidad.” A un nivel más profundo, lo que la voz decía era: “Cuando encuentres la persona correcta se habrán acabado el dolor y la soledad. La persona correcta te comprenderá y te amará profundamente y te dará todo su apoyo, respeto y sensibilidad”.

En otra versión, igualmente dañina, la voz dice: “En cuanto aparece el conflicto, es el momento de separarse. Los problemas significan que no eres compatible con tu pareja y, por tanto, no estás con la persona adecuada. Discutir, pelearse o intentar solucionarlo es una pérdida de tiempo y energía. No hay nada que se pueda solucionar, es hora de encontrar a otra persona. Las relaciones no deben ser nunca difíciles o convertirse en una lucha”.

Un cuento: Tras una acalorada discusión con su mujer, el hombre acabó diciendo: ”¿Por qué no podemos vivir en paz como nuestros dos perros, que nunca se pelean?”.
“Claro que no se pelean”, reconoció la mujer. “¡Pero átalos juntos, y verás lo que ocurre!”.

Mirando hacia atrás, algunos de nosotros, a lo mejor podamos caer en la cuenta de que uno de los refugios más comunes que hemos usado para llenar nuestro vacío interior han sido los engaños románticos. Al fin y al cabo, gran parte de nuestros condicionamientos están basados en perpetuar el mito de la relación amorosa ideal. La persona perfecta va a satisfacer todas nuestras necesidades. Desde la niñez se nos ha inculcado esta fantasía a través de libros, canciones de amor, la televisión y las películas.

Podemos mantener el sueño romántico durante el período de la luna de miel, cuando las cosas son lo suficientemente frescas y nosotros somos lo suficientemente inocentes como para mantener todas nuestras proyecciones en la otra persona. Entonces aún podemos creer que esto es el ideal y, además, la fantasía se mantiene por la gran ayuda que nos proporciona nuestra función hormonal.

Pero cuando eso se gasta y el tiempo empieza a revelarnos que nuestro/a amado/a no es tan perfecto/a como pensábamos, entonces comienzan los problemas. Es entonces cuando, o nos conformamos con algún arreglo codependiente, o nos largamos. Eso es lo que muchos hacen o hacemos durante años… pero ninguna de las dos opciones aportan gran cosa.

Un cuento: Una princesa árabe se había empeñado en casarse con uno de sus esclavos. Todos los esfuerzos del rey por disuadirla de su propósito resultaban inútiles, y ninguno de sus consejeros era capaz de darle una solución.

Al fin, se presentó en la corte un sabio y anciano médico que, al enterarse del apuro del rey, le dijo: “Su Majestad está mal aconsejado, porque, si prohíbe casarse a la princesa, lo que ocurrirá es que ella se enojará con Su Majestad y se sentirá aún más atraída por el esclavo”.
«¡Entonces dime lo que debo hacer!”, gritó el rey.
Y el médico sugirió un plan de acción.

El rey se sentía un tanto escéptico acerca del plan, pero decidió intentarlo. Mandó que llevaran a la joven a su presencia y le dijo: “Voy a someter a prueba tu amor por ese hombre: vas a ser encerrada con él durante treinta días y treinta noches en una celda. Si al final sigues queriendo casarte con él, tendrás mi consentimiento”.

La princesa, loca de alegría, le dio un abrazo a su padre y aceptó encantada someterse a la prueba. Todo marchó perfectamente durante unos días, pero no tardó en presentarse el aburrimiento. Antes de que pasara una semana, ya estaba la princesa suspirando por otro tipo de compañía y la exasperaba todo cuanto dijera o hiciera su amante. Al cabo de dos semanas estaba tan harta de aquel hombre que se puso a chillar y a aporrear la puerta de la celda. Cuando, al fin, consiguió salir, se echó en brazos de su padre, agradecida de que la hubiera librado de aquel hombre, al que había llegado a aborrecer.

“La separación facilita la vida en común. Cuando no hay distancia, no es posible establecer relación”.

Rendirse al sueño romántico es fácil, pero eso no tiene nada que ver con rendirse al amor, pero la vida nos enseña por activa y por pasiva, y en ocasiones de forma muy dura, que lo romántico no tiene ninguna relación con la realidad. Mientras nos aferremos a la fantasía nunca tendremos la oportunidad de enfrentarnos a nuestra falta de confianza, a nuestros miedos o a nuestro dolor por no ser amados. Podemos buscar refugio en la esperanza de que algún día, alguien, de alguna forma… La fantasía romántica nos sirve de escudo contra el miedo porque nos impide ver y experimentar la vida tal como es. Con ella, proyectamos en la vida una idea de cómo creemos que debería ser. Vivimos esperanzados.

Cuento: “¿Cree usted que podrá darle a mi hija todo cuanto desee?”, le preguntó un hombre a un pretendiente.
“Estoy seguro de que sí, señor. Ella dice que todo lo que desea es a mí”.

“Nadie lo llamaría amor si todo lo que ella deseara fuera dinero. ¿Por qué es amor si todo lo que ella desea eres tú?”.

2. Negación y falsa autodependencia.

Por educación y formación, parece ser que los varones nos identificamos más con este engaño que las mujeres.

Cuando éramos pequeños y mirábamos a nuestro alrededor lo que veíamos era gente que nos parecía muy autónoma y autosuficiente. No era ése un entorno que nos animara a sentir ni a expresar los sentimientos. Y esto puede haberse retrasado mucho tiempo antes de que pudiéramos descubrir ni tan siquiera lo que era una necesidad. Las enseñanzas que algunos de nosotros recibimos, nos inculcaron que la manera correcta de ir por la vida era desarrollando el potencial personal, trabajando duramente y ayudando a los demás con lo que haces y haciéndolo de la mejor manera posible. Son éstas lecciones valiosas, pero lamentablemente en ellas había un total falta de reconocimiento de mi vulnerabilidad. Posiblemente las aprendimos muy bien y nos volvimos muy autónomos y autosuficientes, muy buenos en conseguir resultados, pero negando totalmente la parte femenina.

Naturalmente, cuando por fin nos permitíamos acercarnos a una mujer, o a un hombre, antes o después la juzgábamos por ser demasiado insegura o necesitada.

Ésta es una manera muy engañosa de enmascarar el miedo porque cubría todos los miedos que teníamos sobre el acercamiento y el abandono. Quizás nunca habíamos sospechado que tuviéramos esos miedos dentro. La voz interior que escuchamos podía decir algo así como: “Tú puedes cuidarte a ti mismo, acepta tu soledad porque así son las cosas. Olvídate de intentar encontrar a alguien que te ame y te comprenda. De todas formas nunca lo conseguirás. Tú puedes ocuparte sólo de tus propias necesidades mucho mejor que ninguna otra persona. De hecho, no hay nada que no puedas proporcionarte a ti mismo y así te ahorrarás muchos problemas. Si empiezas una relación amorosa, acabarás, de todas formas, solo y decepcionado una vez más.”

Negando tener ninguna necesidad conseguíamos evitar el miedo a abrirnos a las mismas. Evitábamos sentirnos vulnerables o arriesgarnos a perder el control viviendo envueltos en una imagen de fortaleza propia, actividad, importancia, retos e independencia. Más tarde descubrimos que en la codependencia existe un nombre para este tipo de personas: se les llama “antidependientes”.

Alimentamos esa fantasía de autodependencia con adicciones; con compulsiones como el trabajo, el alcohol, las drogas, el sexo, etc. Para superar la negación no queda más remedio que salir del “trance de poder con todo”. Hacemos lo indecible -inconscientemente casi siempre- y hasta quedamos como hipnotizados para mantenernos fuera de nuestra vulnerabilidad y para “seguir adelante”, simulando que todo va bien y que nuestras necesidades están cubiertas. De esta manera lo único que tenemos en realidad es una vida privada sin intimidad ni profundidad.

Un cuento: En cierta ocasión, se hallaban reunidos en Escete algunos de los ancianos, entre ellos el Abad Juan el Enano.

Mientras estaban cenando, un ancianísimo sacerdote se levantó e intentó servirles. Pero nadie, a excepción de Juan el Enano, quiso aceptar de él ni siquiera un vaso de agua.

A los otros les extrañó bastante la actitud de Juan, y más tarde le dijeron: “¿Cómo es que te has considerado digno de aceptar ser servido por ese santo varón?”.

Y él respondió: “Bueno, veréis, cuando yo ofrezco a la gente un trago de agua, me siento dichoso si aceptan. ¿Acaso me consideráis capaz de entristecer a ese anciano privándole del gozo de darme algo?”.

La ilusión de la autodependencia nos sirve de escudo para nuestros miedos tanto como el sueño romántico. Lo hace escondiéndonos en el aislamiento en donde nunca nos vemos obligados a reconocer o enfrentar el miedo. No es hasta que no salimos de nuestro aislamiento y nos atrevemos a acercarnos a alguien que aparecen los miedos. El precio que pagamos por esto es no sentir nuestra vulnerabilidad y si no nos podemos sentir vulnerables, simplemente no podemos sentir el amor.

Quiero traer a colación una cita de la Dra. África Sendino, una gran mujer con verdadera vocación de médico que, ante la dramática aparición de un cáncer que la condujo a un desenlace final, dice en sus notas autobiográficas: He dedicado mi vida a ayudar a los demás, pero no he podido marcharme de este mundo sin dejarme ayudar por ellos. Dejarse ayudar supone un nivel espiritual muy superior al del simple ayudar. Porque si ayudar a los demás es bueno, mejor es ser ocasión para que los demás nos ayuden. Sí, lo más difícil de este mundo es aprender a ser necesitado.

3. Ser conscientes de la acusación

Con este engaño, todo lo que está mal siempre es culpa de la otra persona o es su problema, o puede ser culpa del entorno o de la situación. De alguna forma no podemos o no queremos ver que nosotros somos los responsables. La otra persona o la situación es sólo nuestro espejo. Para muchos, este engaño es el más difícil de superar. Darme cuenta de que mi culpa cubre un espacio interior donde me encuentro profundamente enfadado sin saber siquiera cuál es el motivo, es ya todo un paso adelante. Y desde ahí podremos descubrir que gran parte de esto proviene de traumas de la niñez y otra parte proviene de mi enfado con la existencia por haberme proporcionado dolor y decepción. Sin saberlo, he proyectado esa ira y dolor en mis parejas, amigos, en situaciones en las que me he sentido frustrado y negado.

En el calor de la decepción o la frustración, para muchos de nosotros ha sido casi instintivo moverse hacia la acusación en lugar de mantenernos en el dolor. ¿Y por qué no? Es mucho más cómodo acusar a alguien que sentir el dolor.

Un cuento: Un monje que siempre tenía problemas con los hermanos, pide a su abad irse a vivir solo. El abad le dijo que no era ése el remedio, pero insistió tanto, que le dejó ir.

Cuando llegó a la ermita, allá lejos, encontró la puerta cerrada, intentó abrirla de muchas maneras y, como no podía, empezó a patadas con la puerta, se enfadó, tiró la puerta… y cayó en la cuenta de que estaba solo, de que no había allí ningún hermano.

Acusar a alguien es bastante común. La acusación traslada la energía, de forma conveniente, a la otra persona y así no tenemos que mirarnos a nosotros mismos. Todos lo hacemos. En ese momento puede que ni se nos ocurra que hay algo en nosotros que deberíamos observar.

Cuando alguien me dice que debo tomar más responsabilidad estoy totalmente de acuerdo, pero luego agrego: “Pero es que estoy harta de que él pase siempre de mí, y estoy harta de que él no sea capaz de ver sus propios defectos.” Intelectualmente aprendemos con mucha rapidez, pero cuando nos enfrentamos con el dolor inmediatamente sale la acusación. Para volver a enfocar nuestra atención hacia dentro y darnos cuenta de que la otra persona es para nosotros sólo un espejo para aprender más sobre nosotros mismos, hace falta estar en constante estado de conciencia. Eso, realmente no es nada fácil de digerir.

Un cuento: Estaba un día Diógenes plantado en la esquina de una calle y riendo como un loco.
“¿De qué te ríes?”, le preguntó un transeúnte.

“¿Ves esa piedra que hay en medio de la calle? Desde que llegué aquí esta mañana, diez personas han tropezado en ella y han maldecido, pero ninguna de ellas se ha tomado la molestia de retirarla para que no tropezaran otros”.

Por supuesto, no acusar a nadie no significa que no debamos establecer límites cuando sea necesario. Una de las cosas más difíciles en nuestro trabajo interior (“la silla”) es aprender a distinguir la diferencia. Acusar a alguien no es lo mismo que establecer un límite. Cuando establezco un límite, la energía se queda conmigo, no se la lanzo a la otra persona para hacerla ver que está equivocada. Establecer un límite aumenta mi autorrespeto y dignidad; la condena no lo hace.

La decisión de penetrar dentro

Cuando huimos de la soledad como quien huye de la octava plaga de Egipto, lo que solemos intentar es alejarnos de un escenario interior que nos inquieta, que nos provoca dolor, tristeza, ira, ansiedad, insatisfacción o confusión. El resultado de esa acción es que trasladamos el paisaje con nosotros, pero, más allá de la ilusión, no nos alejamos de él. Somos ese escenario. Al olvidarlo o al ignorarlo, creemos que bastará la presencia de otro, de alguien, para disipar la sensación que rechazamos. Creemos que otro llenará el vacío de nuestras querellas interiores, que nos hará sentir menos disconformes con lo que nos enoja o con lo que no nos gusta de nosotros mismos.

Si ese otro no aparece, o si su presencia no provoca el efecto esperado, quedamos de cara a la peor de las soledades. Es aquella que nos deja encerrados con nuestros desacuerdos, con nuestras discusiones, con nuestros reproches, con nuestras quejas, con nuestros disgustos, con nuestros lamentos íntimos. Es una soledad incómoda e hiriente. Buscar a otro para escapar de ella significa valerse de ese otro como quien usa un salvavidas, una muleta o un salvoconducto. No es la mejor base para compartir un espacio con alguien. Además, a menudo hace que terminemos por ver en el otro al culpable de nuestra infelicidad. Entonces, a las luchas internas se les suma una disputa interpersonal. Los príncipes azules, que nunca lo fueron, son acusados de haberse desteñido. Las diosas inmaculadas y deslumbrantes se convierten, y así son tratadas, en culpables del error de quien las eligió. Unas y unos tratan a otros y otras como se tratan a sí mismos: a veces con enfado, a veces con desprecio, a veces con resignación, a veces con reproches, a veces con indiferencia o con incredulidad. Pero el otro es sólo otro. Nada más. Y nada menos. De ninguna manera es un relleno hecho a imagen y semejanza de nuestros vacíos.

Todo esto es propio de una soledad rechazada, pero existe otra diferente. Es aquel espacio fértil en el que nuestros distintos aspectos interiores producen interacciones de encuentro y armonización. Es ese tiempo y compás en el que fluyen nuestras voces internas, reflejándonos como diamantes de facetas sutiles y únicas.

El romance, la autodependencia y la culpa son estados de conciencia que penetran en nuestra psique de forma muy profunda. Nos justifican y le dan un significado a nuestra vida. Nuestras ideas románticas, nuestra autodependencia o nuestra convicción de que nuestro dolor está causado por el exterior son algunos de los pilares sobre los que descansa nuestra comprensión de la vida y cómo la vivimos. Al renunciar a ellos no sumergimos en lo desconocido. Además, los usamos inconscientemente para mantenernos escondidos, protegidos y a salvo; sin ellos estamos desnudos. En el proceso de aprender a abrirnos tenemos que enfrentarnos a ellos constantemente, viendo formas más profundas en las que se manifiestan.

Es aterrador enfrentarnos a nuestras heridas y hay pocas situaciones que las provoquen de forma más poderosa que nuestras relaciones íntimas. Desencadenan nuestros sentimientos de celos, abandono y rechazo; nuestras heridas de incomprensión, falta de amor o de apoyo. Pero creo, que cuando llevamos la energía dentro y empezamos sinceramente a observarnos a nosotros mismos sucede la transformación. Ni siquiera tenemos que preocuparnos de desenterrar recuerdos del pasado o de la niñez, pues nuestras relaciones importantes traen consigo todos los patrones, todas la heridas, todo el material que necesitamos trabajar.

Crecemos en la medida en que vamos reconociendo nuestros aspectos internos, los vamos aceptando y vamos compenetrándonos con ellos. Maduramos cuando podemos aplicar nuestros recursos emocionales a generar modelos de relación armoniosa y equilibrada entre esos interlocutores interiores. Entonces, cuando el silencio circundante nos permite aguzar el oído hacia nuestra interioridad, escuchamos diálogos en lugar de peleas y discusiones, un sonido inteligible en lugar de mero barullo. Para apreciarlo y disfrutarlo, se necesita discreción, intimidad, soledad. Se trata, en este caso, de una soledad provechosa, reparadora, en la que se reafirma la autovaloración, la certeza de nuestro ser y el sentido de nuestro estar en el mundo.

Esta soledad nos prepara y nos dispone para el encuentro con otro. Tras haber construido en nuestro interior modelos de consenso, de acuerdo y de integración, después de haber verificado nuestros recursos e instrumentos existenciales, nos presentamos ante los demás y actuamos entre ellos como individuos reconciliados con nuestro niño interior. Esto no significa ser autosuficientes, ya que la autosuficiencia se erige sobre la creencia de que los otros son prescindibles y de que se puede vivir sin ellos. El autosuficiente cree que no necesita nada.

El que está reconciliado con su niño interior se siente amado por Dios, valioso y válido por lo que es, responde a las situaciones de la existencia a partir de sus capacidades y habilidades, sabe que los otros son complementos imprescindibles en la vida –no enemigos, ni obstáculos, ni conspiradores contra su felicidad, ni objetos para su manipulación-, los asiste cuando le piden algo que está a su alance y acude a ellos cuando lo necesita. Ni se siente salvador ni los toma como salvavidas. Es imperfecto e incompleto, pero ha desarrollado su capacidad de autorregulación, de autoescucha, de autocompasión. Por eso puede escuchar y acompañar. Ha necesitado de una soledad fértil para ese proceso y la reconoce, la valora y se nutre de ella cuando lo necesita. Está afianzado en el Amor Incondicional de Dios.

Al aprender a vivir conmigo asimilo cuáles son los aspectos que me conforman y los modelos de convivencia entre ellos; conozco mis tiempos, ritmos y necesidades; adquiero destreza en el empleo de mis capacidades y habilidades físicas y emocionales; penetro en los confines de mi universo íntimo. Incompleto, sí, porque sólo me completo cuando me integro a la totalidad de la que formo parte y de la cual soy una expresión. Pero con capacidad de convivir con mi niño interior.

Es importante puntualizar que la soledad –como el miedo, la alegría, la vergüenza, la ira, la satisfacción- es un estado, no una condición. Se está solo -y hay, como hemos visto, diferentes maneras de estarlo-, no se es solo. Hay quien puede vivir ese estado como marginación y hay quien puede vivirlo como integración. La soledad fértil -que cultivamos en “la silla”- es el territorio que debemos atravesar para ir desde la unión indiscriminada al encuentro integrador.

Un cuento para acabar: Un hombre, muy sencillo y analfabeto, llamó a las puertas de un monasterio. Tenía deseos verdaderos de purificarse, de hallar un sentido a la existencia. Pidió que lo aceptasen como novicio, pero los monjes pensaron que el hombre era tan simple e iletrado que no podría entender las más básicas escrituras ni efectuar los más elementales estudios. Como le vieron muy interesado en permanecer en el monasterio, le proporcionaron una escoba y le dijeron que se ocupara diariamente de barrer el jardín.

Así, durante años, el hombre barría muy minuciosamente el jardín sin faltar ni un solo día a su deber. Paulatinamente, los monjes empezaron a ver cambios en la actitud del hombre. Se le vela tan tranquilo, gozoso y equilibrado que emanaba de él una atmósfera de paz sublime. Y tanto llamaba la atención su inspiradora presencia, que los monjes, al hablar con él, se dieron cuenta de que había obtenido un considerable grado de evolución espiritual y una excepcional pureza de corazón.
Extrañados, le preguntaron si había seguido alguna práctica o método especial, pero el hombre, muy sencillamente, repuso:

–No. No he hecho nada, creedme. Me he dedicado diariamente y con amor, a limpiar el jardín. Cada vez que barro la basura, pienso que estoy también barriendo mi corazón y limpiándome de todo veneno.

Preguntas para la reflexión:

1.- ¿Con cuál de los tres engaños sobre el amor te identificas más? Comparte abiertamente con el grupo

2.- ¿Qué experiencia tienes de esa soledad fértil que permite integrar a nuestro niño interior?

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Autoconocimiento y Amor de Dios VIII

 

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 31-5-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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Una mujer soñó que entraba en una tienda recién inaugurada en la plaza del mercado y, para su sorpresa, descubrió que Dios se encontraba tras el mostrador.

“¿Qué vendes aquí?”, le preguntó.
“Todo lo que tu corazón desee”, respondió Dios.

Sin atreverse casi a creer lo que estaba oyendo, la mujer se decidió a pedir lo mejor que un ser humano podría desear: “Deseo paz de espíritu, amor, felicidad, sabiduría y ausencia de todo temor”, dijo. Y luego, tras un instante de vacilación, añadió: “No sólo para mí, sino para todo el mundo”.

Dios se sonrió y dijo: “Creo que no me has comprendido, querida. Aquí no vendemos frutos. Únicamente vendemos semillas”.

Como ya hemos hablado en otras ocasiones, aquí no tenemos recetas mágicas a nuestros problemas, más bien se nos ofrecen pistas y tareas que cada uno debe trabajar personalmente.

El último día, os animaba a seguir haciendo camino y recordando que adentrase “mar adentro” en uno mismo, es doloroso, pero nos consuela que la verdad nos hará libres porque abre todas las puertas al Amor Incondicional de Dios. No tratamos de revolver introspectivamente en el interior, sino simplemente saber dónde enfocar para poder observar con atención lo que acontece dentro de nosotros, aprendiendo a poner nombre a lo que nos pasa, contemplar desde dónde nos movemos, quien es el que pilota esta nave; tratamos de salir de la inconsciencia para ganar en interioridad, conocernos y abrirnos irremediablemente al núcleo de nuestro ser, a nuestro verdadero yo, al Amor Incondicional de Dios. Pero este trabajo es sólo una parte del trabajo total si queremos que dé frutos. Quizás sea el trabajo más psicológico, pero es fundamental para nuestro crecimiento espiritual.

Hay otros dos trabajos que junto a este nos ayudan a hacer camino en el conocimiento propio y de Dios. Uno de ellos es el de la “silla”: la meditación para cultivar nuestro núcleo del ser, para aprender a vivir desde nuestro rostro originario, que como hemos repetido muchas veces puede tomar formas diversas. Y el otro, íntimamente relacionado con este, es la toma de contacto con nuestro cuerpo para aterrizar, para aprender a poner los pies en el suelo, para enraizarnos en la tierra, pues habitualmente vivimos en la cabeza. En definitiva, podríamos decir que son las tres patas del mismo trípode, y si falta alguna de ellas andaríamos cojos.

Hecha esta breve introducción entramos ya en materia. Si recordáis nos quedamos hablando de las expectativas, y acabábamos diciendo que ya sea que nuestras expectativas surjan en forma de ira, de decepción o de acusación (expectativas positivas), o puedan ser identificadas por una creencia negativa que cubre nuestros deseos y necesidades (expectativas negativas), de todas formas cubren un lugar dentro que está profundamente herido y hambriento. Al mirar desde la conciencia del niño, la realidad que vemos en el presente se encuentra distorsionada. Nuestro niño interior proyecta en el presente lo que experimentó hace mucho tiempo, con todos los miedos y la desconfianza provenientes de la experiencia. De hecho, puede que el presente sea mucho más seguro y lleno de amor de lo que creemos, pero no somos capaces de verlo. Aun reaccionamos como lo haría un niño. Para descubrir a este niño, tenemos que descubrir nuestras expectativas que nacen de las exigencias de nuestro niño que sólo quiere salirse con la suya. De no ser así, puede pasarnos que establezcamos relaciones como la de aquella pareja de novios:

La madre: “¿Qué es lo que le gusta a tu novia de ti?”.
El hijo: “Piensa que soy guapo, inteligente y simpático y que bailo muy bien”.
“¿Y qué es lo que te gusta a ti de ella?”
“Que piensa que soy guapo, inteligente y simpático y que bailo muy bien”.

Sin conciencia ni comprensión es fácil sentirnos víctimas de nuestras parejas, de nuestras comunidades, de nuestras relaciones en general, o de la existencia por todo lo que nos está pasando en lugar de ver que somos nosotros los que lo estamos creando, pero si identificamos el patrón con una profunda compasión y perspicacia podemos empezar a cambiarlo.

La mente de nuestro niño, basada en la experiencia de nuestra niñez, ha formado creencias y repite patrones, y nosotros tenemos que encontrar una manera de salir de esa película que está distorsionando nuestra realidad presente con proyecciones del pasado.

Nuestro niño asustado está volcado en conseguir lo que necesita. Es muy tenaz, y esta tenacidad está escondida detrás de estrategias. Las estrategias son la manera en que conseguimos lo que queremos, es la manera cómo demostramos nuestras reacciones y exigencias.

Hemos visto que en la mente de nuestro niño tenemos expectativas, muchas de las cuales son inconscientes. Cuando no se cumple alguna de ellas podemos elegir: o sentir el dolor por no conseguirla o, como sucede normalmente, hacer uso inmediato y de forma inconsciente de una estrategia. Si sentimos el miedo o el dolor de no conseguir lo que necesitamos o de que nuestra expectativa no se ha cumplido, entonces no estamos usando ninguna estrategia. Las usamos para evitar sentir el miedo o el dolor.

Ahora vamos a ir viendo algunas de las muchas estrategias que nuestro niño utiliza para conseguir lo que quiere:

Estrategia 1: El martillo: exigencia y condena

El niño exigente cuando no consigue lo que quiere se enfada y exige. La energía de la exigencia en esta estrategia del martillo viene a decir: ”Yo me lo merezco, lo quiero ahora y no me importan tus necesidades o tus excusas”.

Cuando somos niños tenemos rabietas y montamos pataletas, pero de adultos nos volvemos violentos y abusivos. La energía del martillo es agresiva. Usamos el martillo para intimidar y dominar a la otra persona y así conseguir lo que queremos. Esto puede ser bastante irracional, instintivo e impetuoso. La carga que hay tras el martillo puede ser muy fuerte, porque está alimentada por la ira de un niño que ha sido abusado, ignorado, violado, abandonado o humillado y que lleva consigo la convicción de que ésta es la única manera de conseguir lo que quiere.

La condena forma parte del martillo. Detrás de la condena está la exigencia de que la otra persona cambie. La energía de condena es energía del martillo. La condena nos hace sentir bien a cierto nivel. No tenemos que sentir el dolor de no conseguir lo que queremos y no tenemos que responsabilizarnos de nuestro papel en esta situación. Por el contrario podemos culpar a otra persona.

Creo que todos tenemos aún dificultades para vencer nuestra tendencia a la condena. Cuando me comporto así, ¡me parece tan correcto y justificado! En mi condición de persona adulta, puedo dominar todos los razonamientos psicológicos para explicarle a mi pareja o a mi hermano o amigo qué le pasa y lo mal que se comporta. Se necesita –y, aquí no nos libramos ninguno- tener una conciencia muy clara para poder regresar y conectar esa energía dentro, sentir el dolor de no conseguir lo que quiero en ese momento y darme cuenta de cómo estoy contribuyendo yo a esa situación.

Todos culpamos a alguien, pero si lo hacemos de forma inconsciente eso destruye la intimidad. Hay una línea muy fina entre aprender a expresarnos con pasión y culpabilizar; es tan fácil lanzarse a un ataque de la otra persona en lugar de sólo expresar el dolor y la frustración. Quizás pueda ayudarnos el hecho de ver hacia dónde se dirige mi energía. Si es hacia fuera y está enfocada en intentar convencer o cambiar a la otra persona, entonces estoy culpando. Si está dentro de mi vientre y comparto mi propia experiencia, aunque en ella esté involucrada la otra persona, entonces es menos probable que esa persona se sienta culpada o atacada y tal vez pueda escuchar.

Por otra parte, cuando uso el martillo, generalmente provoco que los demás se sientan intimidados o enfadados y se cierren. Eso no hace más que aumentar mi pánico, y el pánico del niño interior de la otra persona, y entonces sale el martillo con más fuerza aún. Cuando usamos el martillo, nos gratifica sentir que por lo menos no nos hemos desmoronado y podemos expresarnos con fuerza, pero siempre que se use esta energía no para expresarse solamente, sino también para afectar a la otra persona, se convierte en una estrategia.
Una historia:

Federico Guillermo, que reinó en Prusia a comienzos del siglo XVIII, tenía fama de ser un hombre muy temperamental y poco amigo de formalidades y cumplidos.

Solía pasear sin escolta por las calles de Berlín y, si se encontraba con alguien que le desagradaba -lo cual no era infrecuente-, no dudaba en usar su bastón contra la desventurada víctima.

No es extraño, por tanto, que, cuando la gente le divisaba, se escabullera lo más discretamente posible. En cierta ocasión, yendo Federico por una calle -golpeando el suelo con su bastón, como de costumbre-, un berlinés tardó demasiado en percatarse de su presencia, y su intento de ocultarse en un portal resultó fallido.

“¡Eh, tú!”, dijo Federico, “¿adónde vas?”.
El hombre se puso a temblar. “A esta casa, Majestad”, respondió.
“¿Es tu casa ?”.
“No, Majestad”.
“¿Es la casa de un amigo?”.
“No, Majestad”.
“Entonces, ¿por qué entras en ella?”.

Al hombre le entró miedo de que el rey pudiera confundirle con un ladrón, y decidió decir la verdad: “Para evitar topar con su Majestad”.
“¿Y por qué quieres evitar topar conmigo?”.
“Porque tengo miedo de su Majestad”.

Al oír aquello, Federico Guillermo se puso rojo de furia, agarró al pobre hombre por los hombros, lo sacudió violentamente y le gritó: “¿Cómo te atreves a tener miedo de mí? ¡Yo soy tu soberano, y se supone que tienes que amarme! ¡Ámame, desgraciado! ¡Te ordeno que me ames!”.

Estrategia 2: El gancho: manipulación

El niño aterrado en el cuerpo de un adulto usa todo tipo de formas ingeniosas para manipular. Manipulamos a través del dinero, del amor, del sexo, la inteligencia, el poder, la edad, la culpa, las concesiones, la adulación o, simplemente, quedando bien. Manipulamos haciendo pucheros o pasando de todo y simulando que no nos importa o no necesitamos nada. Desde una edad muy temprana aprendimos cómo manipular, observábamos la situación que teníamos delante y calculábamos cómo manejarla para conseguir lo que queríamos. Fue un mecanismo de supervivencia magnífico que en ese momento todos necesitamos.

La manipulación, al igual que todas las estrategias, tiene su energía muy particular. Es engañosa, calculadora y deshonesta. Con el gancho, básicamente usamos nuestra inteligencia para controlar a la otra persona a través del engaño. Lamentablemente, nuestro comportamiento manipulador se vuelve inconsciente, y luego lo repetimos sin darnos cuenta; los demás sí que lo ven, sienten nuestra manipulación y se alejan para protegerse; entonces nuestro niño se siente aún más abandonado y asustado y encuentra más motivos para ser político. Dado que la honestidad y la sinceridad no nos fueron bien de pequeños, no vemos ningún motivo para pensar que ahora nos podrían ir mejor.

Para que veamos cómo interpretamos las cosas y cómo tenemos una tendencia inconsciente a manipular según cómo nos vaya en la fiesta, os cuento una historia muy gráfica:

Dos amigas se encuentran al cabo de muchos años.
“Cuéntame”, dice una de ellas, “¿qué fue de tu hijo?”.

“¿Mi hijo?”, responde la otra suspirando. “¡Pobre hijo mío…! ¡Qué mala suerte ha tenido…! Se casó con una chica que no da golpe en su casa. No quiere cocinar ni coser ni lavar ni limpiar… Se pasa el día en la cama holgazaneando, leyendo o durmiendo. ¿Querrás creer que el pobre muchacho tiene incluso que llevarle el desayuno a la cama?”.
“¡Es espantoso! ¿Y qué ha sido de tu hija?”.

«¡Ah, ésa sí que ha tenido suerte! Se casó con un verdadero ángel. Figúrate que no permite que ella se moleste para nada. Tiene criados que cocinan, cosen, lavan, limpian y lo hacen todo. ¿Y querrás creer que él le lleva todas las mañanas el desayuno a la cama? Todo lo que hace es dormir cuanto quiere, y el resto del día lo emplea en descansar y leer en la cama”.

Estrategia 3: El cuchillo: venganza

El cuchillo es, simplemente, la estrategia de la venganza. Cuando alguien nos hace daño, registramos el dolor. Algunas veces reaccionamos de inmediato, pero a menudo, cuando nos han herido, estamos demasiado conmocionados, desanimados y humillados como para responder, así que guardamos la herida bajo una máscara, simulando que no nos importa. No obstante, por dentro no nos quedamos tranquilos hasta que de alguna manera hemos devuelto el daño, ya que una herida a nuestro propio respeto es la forma más profunda de herida que pueda existir.

Un cuento: “¿Por qué no dejas nunca de hablar de mis pasados errores?”, le preguntó el marido a su mujer. “Yo pensaba que habías perdonado y olvidado”.
“Y es cierto. He perdonado y olvidado”, respondió la mujer. “Pero quiero estar segura de que tú no olvides que yo he perdonado y olvidado”.

Posiblemente casi nunca nos damos cuenta de hasta qué punto guardamos resentimiento dentro, porque siempre hacemos a un lado nuestras humillaciones simulando como que nada nos molesta. Pero cuando hurgamos más profundamente, podremos ver que tanto de niños como de adultos hemos aceptado tantas humillaciones que nos hemos vuelto insensibles a ellas. De esa manera, dentro de uno, los resentimientos producen cólera surgiendo en forma de chismorreos negativos, juicios o sarcasmos. Es como si uno estuviera demasiado hundido como para expresar directamente su resentimiento. Y, justamente ahí, es donde aparecería la táctica de la venganza, quizás en forma de aislamiento o de estar muy ocupado. Y podía hacerlo con una frialdad despiadada y una total falta de sentimientos.

En una relación en estado de inconsciencia, la venganza es un poderoso impacto: sin darnos cuenta nos estamos vengando de la gente por las heridas del pasado. Una persona que reabre nuestra herida en el presente se lleva toda la artillería de nuestro ataque por resentimientos enterrados, queremos herir a otra persona por todas las heridas que llevamos dentro. Rara vez esto es racional. Lo podemos hacer de forma directa castigando, aislando, rebajando a la otra persona o siendo sarcásticos, pero también podemos hacerlo de forma indirecta haciendo algo que sabemos puede herir a la otra persona cuando lo descubra. Básicamente, cuando nos sentimos heridos, en cuanto nos recobramos de la impresión y el colapso, planeamos cómo ajustar las cuentas. Puede llevarnos años, pero nuestro niño herido tiene memoria de elefante. Nuestra inconsciencia en relación con nuestras estrategias nos provoca mucho sufrimiento.

Cuando usamos una estrategia, perpetuamos la desconfianza que nos llevó a crear esa estrategia en primer lugar. Cuanto más usamos el martillo, el gancho o el cuchillo, mayor es nuestro convencimiento de que ésa es la forma de poder sobrevivir y que no es seguro abrirse y ser vulnerable. La gente reacciona a nuestras estrategias. La desconfianza que acarreamos desde la niñez crea esa traición que tanto tememos, y después se hace aún más profundo nuestro convencimiento de que abrirse y hacerse vulnerable nos traerá a cambio una traición.

Estrategia 4: El plato de la limosna

“Por favor, no te marches aún. Me dijiste que te quedarías un poco más. No tienes que trabajar hasta más tarde. Una horita más. No te pido demasiado, sólo que me dediques un poco más de tiempo”. Esto es lo que usamos cuando caemos en la vergüenza y la humillación y empezamos a suplicar. Nos sentimos desesperados, hemos renunciado a todos nuestros esfuerzos por mantener nuestra dignidad y lo único que nos importa es conseguir el amor.

La estrategia de la súplica es humillante y nos descalifica; cuanto más suplicamos, peor nos sentimos. Está motivada por una sensación de pánico y pérdida tal, que generalmente nos impide hacer nada más.

Algunos de nosotros somos mendigos habituales porque todo el tiempo estamos anticipando el rechazo. Lamentablemente, esta misma sospecha provoca que todo se convierta en realidad, creando la respuesta que tanto tememos. Anticipando el rechazo nos convertimos en mendigos y la otra persona se aleja o nos deja por culpa de nuestra súplica. Es la profecía que se cumple a sí misma.

Un cuento:

Una maestra observó que uno de los niños de su clase estaba extrañamente triste y pensativo.
“¿Qué es lo que te preocupa?”, le preguntó.
“Mis padres”, contestó él. “Papá se pasa el día trabajando para que yo pueda vestirme, alimentarme y venir a la mejor escuela de la ciudad. Además, hace horas extra para poder enviarme algún día a la universidad. Y mamá se pasa el día cocinando, lavando, planchando y haciendo compras para que yo no tenga por qué preocuparme”.
“Entonces, ¿por qué estás preocupado?”.
“Porque tengo miedo de que traten de escaparse”.

Estrategia 5: El plato de limosna volcado: resignación

El plato de limosna volcado es una energía de resignación. Nos retiramos desesperados porque en la superficie hemos perdido nuestra energía para cambiar a la otra persona. Nos sentimos impotentes y nos retiramos a nuestra cueva, a ese lugar interior conocido y seguro, pero aislado. Tapamos la entrada de la cueva con una roca y nos sentimos solos. Muchos de nosotros estamos familiarizados con ese lugar, pues es a donde siempre hemos ido cuando las estrategias nos han fallado. Creo que todos podemos observar que siempre que nos escondemos en nuestra resignación, hay un profundo enfado con la existencia y un deseo de que las cosas sean diferentes.

Puede que gran parte de nuestra niñez haya estado llena de sentimientos de impotencia y resignación, por lo que no es de sorprender que volvamos a sentirlos una vez más, pero al igual que sucede con las otras estrategias, esto se convierte en una profecía que se cumple. En lugar de mantenernos conectados con la otra persona o con la vida, y sentir y expresar nuestro dolor, nos aislamos y nos retiramos, volviendo repetidamente a ese refugio interior solitario pero conocido y seguro.

La resignación no es una solución legítima para nada. No podemos vivir sin amor. La renuncia nos lleva de forma más profunda a la depresión o al cinismo. Muchos nos resignamos durante un tiempo, pero como nuestra necesidad de amor es tan fuerte, en algún momento volveremos a salir de la cueva y lo intentaremos de nuevo. Y así continuamos, hasta que nos volvemos a dar cuenta de que no estamos consiguiendo lo que queríamos. Una vez más hacemos uso de nuestras estrategias que no funcionan y volvemos a la cueva. No es un patrón muy feliz; sin embargo, es lo que hacemos todos. ¿Cómo salir de esta montaña rusa deprimente y despiadada? Tenemos que penetrar dentro y sentir el miedo y el dolor que estamos evitando con nuestras estrategias.

Las estrategias tienen características comunes

A continuación, vamos a ver algunas formas de identificar una estrategia:

– Todas son formas de afectar a la otra persona para cambiar su comportamiento, de forma que podamos conseguir lo que queremos. En otras palabras, es una forma de intentar cambiar la situación desde la decepción a la gratificación. Cuando deseamos conseguir algo de alguien y no somos conscientes de ello, invariablemente utilizamos una de las citadas estrategias.

– Las estrategias son aspectos de nuestra personalidad y nuestra capa de protección. No tienen nada que ver con nuestra naturaleza fundamental, pero nos hemos acostumbrado tanto a ellas que las confundimos y nos identificamos con ellas.

– Dado que es una parte de nuestra personalidad creada para afectar a los demás, puede ser ofensiva y, por tanto, provocar una reacción negativa. Luego, cuando nos sentimos rechazados pensamos que es nuestra persona quien está siendo rechazada y reaccionamos con estrategias. Después, a menudo nos rechazan de nuevo, y esto se convierte en una espiral muy dolorosa.

– Las estrategias son las formas en que nuestro niño aprendió a comportarse para conseguir lo que quería. Son mecanismos de supervivencia. Son comportamientos aprendidos de alguna situación pasada, pero que son aplicables al presente de forma inconsciente.

– Para dejar de usar una estrategia, debemos sentir la vulnerabilidad que subyace tras ella.

– Cuando nuestras estrategias funcionan nos aferramos a ellas durante más tiempo y nos es aún más difícil tener conciencia de las mismas.

– Es extremadamente difícil reconocer nuestras propias estrategias. En esta área tenemos enormes debilidades y somos hipersensibles a cualquier referencia a las mismas, pues nos sentimos atacados.

La danza de las estrategias

En nuestras relaciones casi todo el tiempo bailamos la ”danza de las estrategias”. Cuando nos sentimos decepcionados, rechazados o necesitados, normalmente reaccionamos con una estrategia en lugar de expresarlo directamente. Entonces el otro reacciona a nuestra estrategia con su propia estrategia, y así comienza la danza. A menudo esto acaba en conflicto, distanciamiento y dolor.

Un ejemplo gráfico: Roberto quiere levantarse pronto por la mañana para correr y luego meditar. Tiene poco tiempo para si mismo y encuentra que la hora temprana de la mañana es especialmente tranquila, perfecta para estar consigo mismo antes de irse a trabajar. Susana quiere que se quede en la cama en intimidad. Ella no le ve demasiado y quiere conectar con él en ese tiempo. Él se despierta y se siente dividido entre la alternativa de sentirse culpable, si se va, o resentido, si se queda. Ella siente su dilema pero quiere que él se quede, así que intenta seducirlo (el gancho: manipulación).

Al principio él responde, pero luego se retira (el cuchillo: venganza). Susana se enfada y le recrimina porque nunca tiene tiempo para ella (el martillo: exigencia y condena). Él se siente controlado, se enfada, se levanta y se pone la ropa de correr sin decir nada (el martillo: exigencia y condena). Susana empieza a llorar, sintiéndose una vez más necesitada y descuidada (el gancho: manipulación, y el plato de limosna volcado: resignación). Roberto se niega a que le hagan sentir culpable y se marcha con la sensación de que nunca puede conseguir la libertad que necesita y de que nunca nadie le entenderá (cuchillo: venganza y plato de limosna volcado: resignación). Susana, que una vez más se ha quedado atrás, abandonada, se hunde aún más en un llanto desesperado (plato de limosna volcado: resignación).

Trabajar con estrategias

Al examinar nuestras estrategias abrimos una ventana muy útil para examinarnos a nosotros mismos. Es una oportunidad para darnos cuenta de muchos juegos inconscientes que todos jugamos y con los que nos hacemos mucho daño. Al traer la conciencia a este hecho profundizamos nuestra meditación y nuestra habilidad para intimar, pues las estrategias sabotean la intimidad, pero al desarrollar la conciencia de cuándo y cómo utilizamos las estrategias, aumentamos nuestra habilidad para ser cuidados por los demás.

Cuando comenzamos a ser más conscientes de nuestras estrategias, a menudo nos juzgamos por lo que vemos, pero tenemos que abordarnos con mucha compasión, como si fuéramos científicos llenos de amor y comprensión que exploramos nuestro mundo interior, nuestro comportamiento inconsciente.

Es en el desarrollo de una relación interpersonal, de pareja o de amigos, que nos provocamos mutuamente. De hecho, tenemos tendencia a sentirnos atraídos por aquellas personas que son las que más nos provocan. El otro nos obligará a revivir nuestra experiencia anterior. Si no tenemos conciencia de ello, será fácil que nos deslicemos inconscientemente al uso de estrategias y que sigamos reforzando nuestras convicciones negativas del pasado de que tenemos que luchar, de que siempre nos rechazarán, etc. Cada momento que pasa es una nueva oportunidad de traer conciencia al presente en lugar de vivir en los efectos del pasado.

En el ejemplo anterior, Roberto pudo reaccionar de forma automática o pudo haberse expresado de una manera nueva. Tal vez pudo haber explicado lo mucho que necesita pasar un tiempo a solas y al mismo tiempo intentar comprender los sentimientos de Susana. Ella, en lugar de lanzarse inmediatamente a usar estrategias, podría haber escuchado a Roberto, comprender lo que necesitaba y luego expresarle sus propias necesidades directamente.

Siempre que usamos una estrategia, no estamos conectando con la otra persona. Puede que no siempre sepamos lo que estamos haciendo, pero al sentir el dolor de no conectar podemos tener la indicación de que estamos usando una estrategia. Dos niños hambrientos que reaccionan no conectan ni se cuidan muy bien el uno al otro.

La meditación nos hace posible sentir en lugar de reaccionar.

Si pudiéramos darnos cuenta de que las estrategias realmente no funcionan, tal vez podríamos dejar de usarlas. Lamentablemente es más fácil decirlo que hacerlo. Usamos las estrategias porque esconden un profundo miedo interior de no conseguir lo que queremos o necesitamos. Se trata de una desconfianza básica en la benevolencia de la existencia, en la Providencia Divina, que más adelante estudiaremos, y que proviene de nuestras heridas por la vergüenza, el shock y el abandono.

De acuerdo con la propia experiencia, cuando hacemos una meditación más profunda encontramos el espacio para sentir el dolor o el miedo interior en lugar de reaccionar de forma automática con una estrategia. Sólo la meditación nos ayuda a distanciarnos.

Los miedos de supervivencia que llevamos dentro son demasiado grandes y convincentes. Tiene que existir un espacio interior en desarrollo que solo se obtiene con la quietud de la meditación. La práctica de la meditación nos puede conectar con la armonía de la existencia y nos enseña gradualmente a dejarnos ir, volver a confiar y ser simplemente lo que somos sin tener que ajustarnos a ningún ideal. Cuando nos ajustamos demasiado a un ideal puede sucedernos algo parecido a lo que narra el cuento siguiente:

Entró un hombre en la consulta del médico y le dijo: “Doctor, tengo un terrible dolor de cabeza del que no consigo librarme. ¿Podría usted darme algo para curarlo?”.
“Lo haré”, respondió el médico. “Pero antes deseo comprobar una serie de cosas. Dígame, ¿bebe usted mucho alcohol?”.
“¿Alcohol?”, replicó indignado el otro. “¡Jamás pruebo semejante porquería!”.

“¿Y qué me dice del tabaco?”.
“Pienso que el fumar es repugnante. Jamás en mi vida he tocado el tabaco”.
“Me resulta un tanto violento preguntarle esto, pero…, en fin, ya sabe usted cómo son algunos hombres… ¿Sale usted por las noches a echar una cana al aire?”.
“¡Naturalmente que no! ¿Por quién me toma? ¡Todas las noches estoy en la cama a las diez en punto, como muy tarde!”.

“Y dígame”, preguntó el doctor, “ese dolor de cabeza del que usted me habla, ¿es un dolor agudo y punzante?”.
“¡Sí!”, respondió el hombre. “¡Eso es exactamente: un dolor agudo y punzante!”.
“Es muy sencillo, mi querido amigo. Lo que le pasa a usted es que lleva el halo demasiado apretado. Lo único que hay que hacer es aflojarlo un poco”.

Lo malo de los ideales es que, si vives con arreglo a todos ellos, resulta imposible vivir contigo.

Preguntas para la reflexión:

1.- Permítete investigar cuáles son tus estrategias preferidas. ¿A qué recurres cuando necesitas satisfacer una necesidad? Fíjate qué es lo que haces cuando quieres algo.

2.- ¿Qué haces cuando no consigues algo que quieres? Investiga la energía, los sentimientos que se encuentra tras estos comportamientos.

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Autoconocimiento y Amor de Dios VII

 

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 26-4-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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Antes de nada me gustaría volver a recordaros lo que ya os dije al empezar este curso, y es que mi misión es más bien la de divulgador de aquello que he leído, que me gusta y me ha ido y va bien, y que como tal os comparto por si puede serviros.

Habíamos comentado en las últimas charlas que la inocencia infantil, la confianza y la espontaneidad con la que todos nacemos se ha encubierto debido a los traumas que sufrimos. Ahora, lo que encontramos cuando nos dirigimos dentro, hacia nuestra vulnerabilidad, es un núcleo de miedo; un mundo de miedos, a veces muy, muy profundos, de pánico e incluso terror.

Para poder sobrevivir, aprendimos desde una muy temprana edad a encontrar formas de compensación para esos miedos profundamente asentados, pero eso no los hizo desaparecer. Por el contrario, se asentaron más profundamente en nuestro inconsciente.

Nuestro niño interior herido tiene una mente propia que funciona de forma totalmente independiente de la de nuestro adulto compensado. El o ella viven en su propio mundo; un mundo tantas veces inconsciente, basado en experiencias y recuerdos del lejano pasado que son aún muy vívidos y afectan de manera importante al presente. Lo importante es ser más conscientes de cómo siente, de por qué siente, lo que siente y de cómo funciona.

En el retiro de hace un mes sobre los miedos, si recordáis, habíamos dicho que tan pronto como confiamos en alguien, creemos que porque nos hemos abierto se supone que la otra persona está obligada a satisfacer nuestras necesidades. Cuando estamos en esta situación es como si lleváramos unas gafas que nos enturbiasen la vista; lo que vemos a través de estas gafas deja de ser nuestra pareja, o nuestro hermano… para convertirse en una proyección del padre o la madre que nunca tuvimos y que deseamos con desesperación. Pero las expectativas actúan como un repelente; paradójicamente, en lugar de satisfacer las necesidades de nuestro niño interior nuestra pareja o nuestra relación se aleja por culpa de nuestras reacciones y exigencias, con lo cual aún nos asustamos y nos desesperamos mucho más.

Para nosotros es muy difícil ver o sentir nuestro propio niño aterrado. Podemos verlo y sentirlo en los demás, pero somos reacios a dirigir el espejo hacia nosotros mismos. Es básico que comprendamos esa parte nuestra.

Cuando nos relacionamos por medio de la reacción y la exigencia saboteamos el amor, el respeto propio y el crecimiento interno. Saboteamos el amor porque nuestra actitud y comportamiento están básicamente centrados en nosotros mismos y no respetamos a la otra persona; saboteamos nuestro propio respeto porque, en el fondo, sabemos que cuando actuamos desde la exigencia no nos honramos a nosotros mismos ni a nadie más, y saboteamos nuestro crecimiento interno porque en este espacio nos enfocamos completamente hacia el exterior, para conseguir lo que queremos de fuera o para culpar a los de fuera por lo que no conseguimos.

Pero, ¿dónde se encuentra el origen de nuestras reacciones y exigencias? La fuente y el combustible de las reacciones y las exigencias proviene de las expectativas. Todos tenemos expectativas respecto a los demás, pero si se mantienen de forma inconsciente destruirán toda la armonía y la intimidad que deseamos crear. Convierten a la otra persona en objeto de nuestros deseos.

Un cuento: Cuando el demonio vio a un “buscador” entrar en la casa de un Maestro, decidió hacer lo posible por hacerle desistir de su búsqueda de la Verdad.

Para ello sometió al pobre hombre a todo tipo de tentaciones: riqueza, lujuria, fama, poder, prestigio… Pero el buscador era sumamente experimentado en las cosas del espíritu y, dada su enorme ansia de espiritualidad, podía rechazar las tentaciones con una facilidad asombrosa.

Cuando estuvo en presencia del Maestro, le desconcertó ver a éste sentado en un sillón tapizado y con los discípulos a sus pies. “Indudablemente”, pensó para sus adentros, “este hombre carece de la principal virtud de los santos: la humildad”.

Luego observó otras cosas del Maestro que tampoco le gustaron; pero lo que menos le gustó fue que el Maestro apenas le prestara atención. “Supongo que es porque yo no le adulo como los demás”, pensó para sí. Tampoco le gustó la clase de ropa que llevaba el Maestro y su manera un tanto engreída de hablar. Todo ello le llevó a la conclusión de que se había equivocado de lugar y de que tendría que seguir buscando en otra parte.

Cuando el buscador salió de allí, el Maestro, que había visto al demonio sentado en un rincón de la estancia, le dijo a éste: “No necesitabas molestarte, Tentador. Lo tenías en el bote desde el principio, para que lo sepas”.

“Tal es la suerte de quienes, en su búsqueda de Dios, están dispuestos a despojarse de todo, menos de sus ideas acerca de cómo es realmente Dios”.

Tenemos las mismas expectativas de las situaciones y de la vida en general y esto impide de forma efectiva el crecimiento del espacio interior más profundo de confianza y gratitud. En lugar de sentir nuestro miedo, nos trasladamos al niño exigente y nos sentimos víctimas de la gente, las situaciones y la vida. Por todo ello, para conseguir más conciencia de nuestras exigencias debemos explorar nuestras expectativas.

Las expectativas indican la no aceptación propia pero también de la gente y de las cosas tal y como son. La no aceptación propia se detecta muy bien en el mundo religioso, donde es bastante frecuente. No sólo tenemos expectativas hacia los demás sino que generamos expectativas sobre nosotros mismos para “ganar adeptos” que nos quieran, haciéndoles creer que somos lo que no somos.

Como ejemplo: Por lo general dividimos a las personas en dos categorías: la de los santos y la de los pecadores. Pero se trata de una división absolutamente imaginaria. Por una parte, nadie sabe realmente quiénes son los santos y quiénes los pecadores; las apariencias engañan. Por otra, todos nosotros, santos y pecadores, somos pecadores.

“En cierta ocasión, un predicador preguntó a un grupo de niños: “Si todas las buenas personas fueran blancas y todas las malas personas fueran negras, ¿de qué color seríais vosotros?”.

La pequeña Mary Jane respondió “Yo, reverendo, tendría la piel a rayas”.

Y así tendría también la piel el Reverendo, y los Mahatmas, y los Papas, y los santos canonizados.

Un hombre buscaba una buena iglesia a la que asistir y sucedió que un día entró en una iglesia en la que toda la gente y el propio sacerdote estaban leyendo el libro de oraciones y decían: “Hemos dejado de hacer cosas que deberíamos haber hecho, y hemos hecho cosas que deberíamos haber dejado de hacer”. El hombre se sentó con verdadero alivio en un banco y, tras suspirar profundamente, se dijo a sí mismo: “¡Gracias a Dios, al fin he encontrado a los míos!”.

Los intentos de nuestras santas gentes por ocultar su piel rayada muchas veces no tienen éxito y siempre son fraudulentos”.

Descubrir nuestras expectativas.

Esto es más fácil de decir que de hacer. ¿Qué suele ocurrir habitualmente? Pues lo normal es que a medida que uno comienza a trabajar esto, descubre que ponerse en contacto con las propias expectativas es uno de los aspectos más difíciles del trabajo consigo mismo. El primer problema es que uno no quiere ni siquiera admitir que las tenga, porque ¡como soy una persona tan madura y espiritual…! Intelectualmente uno puede comprender que está solo, que es autónomo e independiente, pero cuando alguien me decepciona podría matar. Y allí se acabó mi “comprensión”. Estoy lleno de expectativas. Espero que la gente me dé tanto como yo les doy a ellos; espero que la gente sea siempre justa conmigo -especialmente mis buenos amigos-, y espero que los íntimos me digan la verdad, que sean fiables y comprensivos. Y la lista continúa.

¿Cómo reconocer nuestras expectativas? A continuación os voy a sugerir algunas de las formas en que pueden trabajarse para hacerlas surgir.

1. Una de las maneras es darnos cuenta de las veces que nos sentimos decepcionados y reaccionamos, ya sea culpabilizando a alguien con ira, aislándonos o adoptando una actitud de resignación. Dependiendo de nuestro temperamento podemos lanzarle a otra persona nuestra ira y decepción por no satisfacer nuestras necesidades, o podemos esconderlas dentro y dejar que sigan cociendo en su salsa. Explotamos o implosionamos. Unas personas reaccionan de una manera y otras de otra. Depende del perfil de cada cual. Algunos reaccionan unas veces de una manera y otras de otra. Otros hacen ambas cosas. Pero es lo mismo, igualmente se trata de expectativas. Es penoso ver lo mucho que esperamos de los demás y por eso no queremos verlo. Siempre que nos sentimos decepcionados o enfadados es porque existe alguna expectativa que no se cumplió, ¿cuál es?.

Por ejemplo, si alguien es especialmente sensible a las personas que se jactan de ser personas espirituales y se consideran hombres de Dios, y eso le pone furioso, posiblemente lo que pasa es que espera que la gente sea honesta, especialmente con respecto a algo tan importante como es la espiritualidad. Y eso le hace sentir abandonado y traicionado.

Imaginaos que he tenido un conflicto con uno de mis amigos más íntimos, y eso me ha hecho sentir traicionado por haberme tratado de una forma insensible e injusta, de tal manera que no consigo perdonarle. ¿Por qué? Porque yo esperaba que él no me trataría de esa manera. ¿Qué aprendo? Pues que el perdón es superficial y no tiene sentido hasta que no descubrimos cuáles son nuestras expectativas.

No sé si conocéis este cuento:

“Un ex-convicto de un campo de concentración nazi fue a visitar a un amigo que había compartido con él tan penosa experiencia. ”¿Has olvidado ya a los nazis?” le preguntó a su amigo. “Si”, dijo este. ”Pues yo no. Aún sigo odiándolos con toda mi alma”. Su amigo le dijo apaciblemente: “Entonces, aún siguen teniéndote prisionero”.

Nuestros enemigos no son los que nos odian, sino aquellos a quienes nosotros odiamos”.

2. Otra forma de descubrir nuestras expectativas es investigando lo que se esconde detrás de nuestros juicios. A menudo, justo detrás de algún juicio hay algo que deseamos o esperamos de alguien. Cuando se va trabajando con las expectativas, uno va descubriendo que ésta puede ser una forma muy fructífera de descubrir las propias expectativas, porque a menudo uno puede ser tan estricto en sus juicios que no penetra en profundidad para darse cuenta de cuál es la herida que lo ha provocado.

Un cuento muy sabio sobre los juicios:

“Había un viejo sufi que se ganaba la vida vendiendo toda clase de baratijas. Parecía como si aquel hombre no tuviera entendimiento, porque la gente le pagaba muchas veces con monedas falsas que él aceptaba sin ninguna protesta, y otras veces afirmaban haberle pagado, cuando en realidad no lo habían hecho, y él aceptaba su palabra.

Cuando le llegó la hora de morir, alzó sus ojos al cielo y dijo: “¡Oh, Alá! He aceptado de la gente muchas monedas falsas, pero ni una sola vez he juzgado a ninguna de esas personas en mi corazón, sino que daba por supuesto que no sabían lo que hacían. Yo también soy una falsa moneda. No me juzgues, por favor”.

Y se oyó una Voz que decía: “¿Cómo es posible juzgar a alguien que no ha juzgado a los demás?”.

Muchos pueden actuar amorosamente. Pero es rara la persona que piensa amorosamente”.

3. Una tercera forma para empezar a identificar nuestras expectativas es elegir a alguien cercano a nosotros -lo mejor es la persona con quien mantengamos nuestra relación más importante- y fijarnos de qué manera podríamos culpar a esa persona. Culparle por todo lo malo que tenga, por todo lo que no te da, por todo lo que debería cambiar. Bajo cada una de estas acusaciones se encuentra una expectativa.

Un cuento sabio y divertido:

El Señor Vishnú estaba tan harto de las continuas peticiones de su devoto que un día se apareció a él y le dijo: “He decidido concederte las tres cosas que desees pedirme. Después no volveré a concederte nada más”.

Lleno de gozo, el devoto hizo su primera petición sin pensárselo dos veces. Pidió que muriera su mujer para poder casarse con una mejor Y su petición fue inmediatamente atendida.
Pero cuando sus amigos y parientes se reunieron para el funeral y comenzaron a recordar las buenas cualidades de su difunta esposa, el devoto cayó en la cuenta de que había sido un tanto precipitado. Ahora reconocía que había sido absolutamente ciego a las virtudes de su mujer. ¿Acaso era fácil encontrar otra mujer tan buena como ella?

De manera que pidió al Señor que la volviera a la vida. Con lo cual sólo le quedaba una petición que hacer. Y estaba decidido a no cometer un nuevo error, porque esta vez no tendría posibilidad de enmendarlo. Y se puso a pedir consejo a los demás. Algunos de sus amigos le aconsejaron que pidiese la inmortalidad. Pero, ¿de qué servía la inmortalidad -le dijeron otros-: no tenía salud? ¿Y de qué servía la salud si no tenía dinero? ¿Y de qué servía el dinero si no tenía amigos?

Pasaban los años y no podía determinar qué era lo que debía pedir: ¿vida, salud, riquezas, poder, amor…? Al fin suplicó al Señor: “Por favor, aconséjame, lo que debo pedir”.

El Señor se rió al ver los apuros del pobre hombre y le dijo: “Pide ser capaz de contentarte con todo lo que la vida te ofrezca, sea lo que sea”.

4. Además de darnos cuenta de lo que hay detrás de nuestra ira, juicios y acusaciones, otra forma de reconocer nuestras expectativas es investigando en las diferentes áreas de nuestra vida. ¿Cómo queremos que alguien esté a nuestro lado en el aspecto emocional? ¿Qué expectativas tenemos respecto al sexo? ¿Cómo queremos que nos hagan el amor? ¿Cuán espiritual queremos que sea nuestra pareja? ¿Qué es lo que esperamos en términos de supervivencia? ¿Qué expectativas tenemos de que la otra persona sea poderosa, fuerte, clara, centrada, segura de sí misma y se mantenga siempre fuerte y coherente? ¿Qué expectativas tenemos de que la otra persona sea capaz de ponernos límites? ¿Qué expectativas tenemos de que la otra persona sea alegre, creativa y positiva en la vida? Cuando investigamos estas expectativas, también podemos darnos cuenta de lo que sentimos en nuestro cuerpo a medida que las vamos repasando: algunas pueden tener una carga ligera y otras una muy fuerte.

Expectativas positivas.

Como he dicho antes, cuando no se cumple una expectativa, explotamos o implosionamos, o ambas cosas a la vez Cuando hacemos lo primero, es decir, cuando explotamos, se trata de expectativas positivas que se encuentran tras nuestra ira o nuestros juicios. Llevan la energía que provoca el sentimiento en la mente de nuestro niño de que nos merecemos conseguirlas. Las llamo positivas en el sentido de que por lo menos, allí hay alguna energía con la que podemos conectar y esa energía nos ayuda a reconocer y buscar las necesidades insatisfechas, el agujero interior que están cubriendo. Las expectativas cubren ese agujero interior. En lugar de sentir el miedo y el dolor, transformamos la energía en la expectativa de que alguien, o la vida misma, lo llenará.

Expectativas negativas.

Las expectativas negativas son creencias que mantenemos que nos impiden admitir que realmente deseamos o esperamos algo. Esto hace que nos sea mucho más difícil identificar nuestras expectativas porque no existe ninguna energía. Cuando negamos tener necesidades o deseos, o cuando nos sentimos tan indignos que no creemos merecer nada, escondemos nuestras expectativas en lo más profundo, pero puedes estar seguro de que sí que están allí, sólo que nos es más difícil llegar a ellas. Por ejemplo, algunos de nosotros vivimos en el error de creer que no necesitamos nada de nadie. Otros tenemos tanta vergüenza, que creemos no merecer nada. Aun así, tenemos expectativas, pero éstas salen de manera indirecta en la forma de sentimientos inexpresados, en depresiones cónicas, malicia, agresión pasiva o violencia manifiesta.

Encubrimos nuestras necesidades con pensamientos como: “No está bien necesitar a nadie”. “Tenemos que aprender a ocuparnos de nosotros mismos”. “No sirve de nada querer o necesitar algo porque de todas maneras no lo conseguiré”. “Cuando expreso una necesidad sólo consigo frustración, así que ¿para qué molestarme?”.

Puede que no seamos capaces de reconocer nuestras necesidades en absoluto. Las hemos negado durante tanto tiempo que ya nos es casi imposible traerlas a la conciencia. Nuestras expectativas negativas se encuentran en lo más profundo de nuestras heridas internas, y nos crean una profunda desesperación por no llegar a ser nunca amados, aceptados o comprendidos.

Es un buen momento para investigar vuestras expectativas negativas. A un nivel profundo, ¿qué es lo que crees que pasará si realmente te abres? ¿Cómo te decepcionarán? ¿Notas algún patrón en este sentido? Nuestras expectativas negativas son poderosas, porque se convierten en profecías que se cumplen.

Ya sea que nuestras expectativas surjan en forma de ira, de decepción o de acusación (expectativas positivas), o puedan ser identificadas por una creencia negativa que cubre nuestros deseos y necesidades (expectativas negativas), de todas formas cubren un lugar dentro que está profundamente herido y hambriento. Al mirar desde la conciencia del niño, la realidad que vemos en el presente se encuentra distorsionada. Nuestro niño interior proyecta en el presente lo que experimentó hace mucho tiempo, con todos los miedos y la desconfianza provenientes de la experiencia. De hecho, puede que el presente sea mucho más seguro y lleno de amor de lo que creemos, pero no somos capaces de verlo. Aun reaccionamos como lo haría un niño. Para descubrir a este niño, tenemos que descubrir nuestras expectativas.

Sin conciencia ni comprensión es fácil sentirnos víctimas de nuestras parejas, de nuestras comunidades, de nuestras relaciones en general, o de la existencia por todo lo que nos está pasando en lugar de ver que somos nosotros los que lo estamos creando, pero al identificar el patrón con una profunda compasión y perspicacia podemos empezar a cambiarlo.

Otro cuento:

Un amante estuvo durante meses pretendiendo a su amada sin éxito, sufriendo el atroz padecimiento de verse rechazado. Al fin su amada cedió: “Acude a tal lugar a tal hora”, le dijo.

Y allí, a la hora fijada, al fin se encontró el amante junto a su amada. Entonces metió la mano en su bolso y sacó un fajo de cartas de amor que había escrito durante los últimos meses. Eran cartas apasionadas en las que expresaba su dolor y su ardiente deseo de experimentar los deleites del amor y la unión con ella. Y se puso a leérselas a su amada. Pasaron las horas y él seguía leyendo.

Por fin dijo la mujer: “¿Qué clase de estúpido eres? Todas esas cartas hablan de mí y del deseo que tienes de mí. Pues bien, ahora me tienes junto a ti y no haces más que leer tus estúpidas cartas”.

“Ahora me tienes junto a ti”, dijo Dios a su ferviente devoto, “y no haces más que darle vueltas a tu cabeza pensando en mí, hablar acerca de mí con tu lengua y leer lo que dicen de mí tus libros. ¿Cuándo te vas a callar y me vas a probar?”.

Más adelante explicaremos con más detalles este comportamiento. Por ahora, baste decir que la mente de nuestro niño, basada en la experiencia de nuestra niñez, ha formado creencias y repite patrones, y nosotros tenemos que encontrar una manera de salir de esa película que está distorsionando nuestra realidad presente con proyecciones del pasado

Un cuento final para animarnos en la búsqueda con alegría y esperanza:

“Lo malo de este mundo”, dijo el Maestro tras suspirar hondamente, “es que los seres humanos se resisten a crecer”.
“¿Cuándo puede decirse que una persona ha crecido?”, preguntó el discípulo.
“El día en que no haga falta mentirle acerca de nada en absoluto”.

Termino animándoos a seguir haciendo camino y recordando que adentrase “mar adentro” en uno mismo, es doloroso, pero nos consuela que la verdad nos hará libres porque abre todas las puertas al Amor Incondicional de Dios.

Preguntas para la Reflexión:

1.- ¿Qué es lo que más me ha tocado interiormente de todo lo dicho hoy? Compartirlo en el grupo
2.- ¿Me doy cuenta de cuales son mis expectativas y, consecuentemente, de mis reacciones y exigencias? Compartirlo en el grupo

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