A lo largo de los siglos nos hemos preocupado excesivamente por la pecaminosidad humana, cuando lo importante es que centremos nuestra atención en la Gracia de Dios, en su Amor incondicional e inmerecido. Necesitamos contemplar la creación como bendecida por su Creador, llena de gracia y de bendición. Es necesario recuperar una espiritualidad de la bendición original, referida al flujo continuo del amor y la energía de Dios sobre su creación; considerar que el gozo forma parte de la esencia de cada persona, recibida de un Dios que juega, que se goza, que da a luz, que celebra y siente pasión. Una espiritualidad que considera el amor, el juego, el placer y la celebración como parte de la Divina Bendición de la existencia.
Como cristianos y como monjes, somos llamados a prolongar esa acción del Dios que bendice y eso supone reconocer que su bendición nos concede vida, fecundidad, protección. Decir bendición es decir regalo, don gratuito, es ‘decir bien’, bienhacer. Si prestamos atención a los creyentes bíblicos, veremos que ellos reaccionan habitualmente con una ‘bendición ascendente’ que dirige hacia el Creador su alabanza y su acción de gracias. Al repetir insistentemente a lo largo del día Bendito seas, Señor, Dios del universo por…, reconocen a Dios como origen de todo lo que existe, al mundo como un don a acoger y a los demás como hermanos con los que hay que participar del único banquete de la vida. Bendecir, significa revelar la última identidad de las cosas, su profunda interioridad. Los objetos, la actividad, el trabajo, las relaciones, el espesor de la vida pueden volverse opacos y ser ocasión de desencuentro, pero la bendición consigue que la realidad se vuelva translúcida: ilumina nuestra mirada y la hace llegar hasta Dios que es su origen.
La Eucaristía nació de la bendición y sigue siendo para nosotros la ocasión de convertir en bendición nuestra vida entera, de transformar nuestras situaciones de crisis, de ‘arrastrar’ hasta ella todo el peso de nuestro agradecimiento, todo lo que en nosotros y en toda la creación está llamado a convertirse en cántico, en un himno a su gloriosa generosidad.
Entre nosotros podemos construir comunión y sanar heridas no pronunciando palabras desagradables, sino palabras de bendición que crean comunión, que dan la bienvenida al extraño, que anulan distancias. Palabras cariñosas y alentadoras que evitan discordias y ayudan a superar tensiones. Educarnos para las palabras constructivas, para los mensajes valientes y serenos, para un lenguaje que oriente nuestras mejoras personales y comunitarias, que allanen obstáculos y humanicen nuestro entorno. Se dice con razón, que lo afectivo es lo definitivo en la vida. La vida fraterna está tejida de gestos de cercanía, de calidez, de apoyo en momentos señalados, de palabras consoladoras, clarificadoras y oportunas. Son pequeñas cosas, hechas con amabilidad, las que nos ayudan a sentir que la comunidad, que los hermanos nos quieren.
Celebramos hoy con alegría y agradecimiento nuestra vocación cenobítica. Solamente Jesús Resucitado, que nos ha convocado en torno suyo, bendiciéndonos, es capaz de crear unidad y paz en medio de nuestra diversidad y singularidad. Jesús es la fuente de toda bendición. Él es nuestra Bendición. En este día de fiesta de la comunidad, damos gracias por los hermanos que celebran su onomástico, por todos y cada uno de los hermanos, ausentes y presentes, que son el regalo que Jesús nos ha concedido para recibir y vivir cada día la Bendición de Dios.





