RECUPERAR LA ORIGINALIDAD DE LA PALABRA

Jesús, Marta y María |Marko Ivan Rupnik

Jesús, Marta y María | Marko Ivan Rupnik

María… [de Betania]
sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra…
ha escogido la parte mejor y no se la quitarán.
(Lc 10,39.42b)

Estamos acostumbrados a que, en las celebraciones litúrgicas, nos lean la Palabra de Dios, casi siempre predeterminada en el leccionario de turno, reduciendo la Asamblea a mera oyente, sin que tenga arte ni parte en la selección de las lecturas. Es algo rutinario y paciente y, en no pocas ocasiones, desconcertante, porque no suelen responder a lo que necesitamos escuchar para degustarla y espabilar motivación de encuentro. Las lecturas responden más a un plan pastoral foráneo, uniforme: la Lectio Continua por ciclos, que a familiarizarnos con la Palabra, nuestra palabra, que invita a reunirnos con frecuencia (Mt 23,37), para compartirla y dejarla que seduzca y enamore, toque esa fibra femenina que heredamos de nuestras madres y nos empuje a actuar (Mc 1,12), dando respuestas audaces y eficaces.

En realidad asistimos a la Eucaristía o a la Lectio, según programa, como espectadores de una representación, en vez de ejecutores de un compromiso radical y reivindicativo, y es que la hemos detraído de su entorno vital, de la comensalía, de la situación concreta de cada comunidad, taller donde alcanza significado, sentido y tierra fértil (Mt 13,8). El verticalismo estructural, piramidal y dominante, anula la espontaneidad existencial, demandando cumplir con lo regulado. Robotizados por la costumbre y esclerotizados por los ritos, ni se nos ocurre organizar una fiesta como es debido.

Entre oír y escuchar hay mucha diferencia, tanta que no es el oído el protagonista, sino el corazón, y es que hemos desencarnado la Palabra reduciéndola a texto, sin el referente  previo que la hace comprensible y estimulante: las relaciones humanas. ¿No proclamamos que «la Palabra se hizo carne»? Si no escuchamos a la carne, es decir, si no nos escuchamos unos a otros, ¿cómo escuchar la Palabra que ha querido tener «su Morada entre nosotros»? (Jn 1,14). Falta el erotismo, el atractivo necesario, superando tabúes, para sentarnos unos a los pies de los otros, de la hermana, del hermano, para escucharnos con admiración y complicidad, como María de Betania a los pies de Jesús (Jn 11,29), para encontrarnos de verdad, para alcanzar a comprender lo que significa ágape: entusiasmo, donación sin medida y compromiso para compartir todo lo que somos y tenemos con el apurado.

Si nos interesara escuchar la Palabra nos convocaríamos, con ganas, para dejarnos empapar por ella, compartirla, saborearla y decidir la manera de ofertarla. El trasfondo es que no hay empatía de unos por otros, como si no nos atreviéramos a expresar sentimientos. De hecho en las misa dominical más que comunidad hay amalgama de desconocidos, personas que no se relacionan, que vienen a oírla, que no conocen la voz (Jn 10,4ss), ni celebran encuentro. Sencillamente: sin relaciones humanas afectivas, sentidas, apetecidas, no se puede participar en la dinámica eucarística, que no es una pascua, sino una Presencia compartida, pues el Señor ya no pasa, se ha quedado con nosotros, «día tras día», para siempre (Mt 28,20b). Sería conveniente que por atractivo, amistad, cercanía o vecindad, con sentimiento de fraternidad, nos convocásemos en pequeñas asambleas orantes, para comprobar que oración y misión son inseparables (Mc 1,35.38), para generar respuestas evangélicas. Contemplar para transmitir lo contemplado.

Hay otro signo que pone en evidencia el desmarque de la Palabra de la vida real y es que en nuestras asambleas huelgan los injusticiados, o sea: los excluidos, marginados, empobrecidos, violentados  y, notoriamente, los jóvenes, que son esperanza y generadores de futuro, siempre ávidos de enamorarse, entusiastas por compartir la alegría de vivir, esa marcha irreprimible que lleva a estremecerse: ¡qué bien se está aquí! (Mc 9,5). Lo que sí abunda son las variopintas vestimentas ornamentales, de quita y pon, utensilios que se dan de bruces con la sencilla canastilla del pan o la taza de vino domésticos, reduciendo la solemnidad a incienso, órgano y cantos que no provocan  vibración que excite, en vez de gozar por estar juntos y montarla, que es lo que hace que las Asambleas cristianas sean solemnes y apetecibles. ¿Cómo escuchar la Palabra sin diálogo, sin contraste de impacto, sin tiempo para discernirla, sin compartir viandas para recuperar comensalía?  Al castigar la Palabra, encadenándola al ambón,  hacemos de lo extraordinario [«la parte mejor»], algo ordinario que termina siendo funcional [«¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo?»].

Hay que modernizarse, proponen los más avisados, pero amarrados al esquema establecido, cumpliéndolo por su orden, con algunas modificaciones al dente de la demanda de los nuevos tiempos. ¿Hasta cuándo seguiremos zurciendo paños raidos con hilo sin tundir, (Mc 2,21), manteniendo escenario y platea, por miedo a salirnos por la tangente? Parece que estamos más cómodos como espectadores, convidados de piedra, que como gestores creativos de encuentro festivo. Sin pasión ardiente (Lc 22,15), como experimentó el Señor, no apetece Cenar juntos. Jesús la sintió porque convivía con los comensales, eran aquellos varones y mujeres, sus  amigos y amigas que le cautivaban (Jn 15,15), con los que necesitaba estar, pues le molaban sus inquietudes, su situación, su gancho: estaba enamorado. El Jesús descafeinado, doctrinado, que hemos fabricado, desemboca en eucaristía light, en eucaristía espectáculo.  

Hermanas, hermanos: no se trata de modernizar nuestras celebraciones, de ponerse al día, sino de recuperar el ámbito y originalidad de la Palabra, de la Cena entre amigos, su dinámica reivindicativa: en familia, comensalía y sentimiento de fraternidad. No se trata de reunirnos  a toque de campana o timbre, sino de recuperar la vitalidad perdida: construir comunidades de vida y para la vida, donde todos y cada uno de sus miembros son gestores, capaces de presidir, proclamar y convocar, no sólo varones ordenados, célibes, sumisos, sin legitimidad, por válidos y legales que sean según el Código DC, pero sin el respaldo del discernimiento de la comunidad a las que se los imponen. Es la Comunidad la que destaca para la diaconía. El sentir de la comunidad [sensus fidelium], es imprescindible para que el sentido de la fe [sensus fidei], tome cuerpo. Adolecemos de parresia [audacia y valentía].

No somos una empresa, por más que nos parezcamos a una multinacional. Pero claro, impera el dicasterio en vez de la vitalidad. Hay que escucharse, decidir y destacar a quienes se les considere capaces para administrar, urgidos por el amor fraterno que es incompatible con el enfrentamiento, rivalidad y poder, conscientes que para Dios no hay exclusión de género, ni extranjeros, pues todos somos uno en Cristo Jesús (Ga 3,28). Las comunidades cristianas lo son de iguales, porque «hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,5; 1Co 8,6b). Es en la comunidad donde reside la autoridad (Mt 18,18), simbolizada en quien se destaca, varón o mujer, para que la presida, a modo de primero/a entre iguales. La clasificación entre clérigos y laicos no es evangélica. Jesús de Nazaret vivió y actuó como uno de tantos (Flp 2,5ss).

Estamos en tiempo de aurora boreal, llena de luz y belleza, así lo proclaman  los profetas de nuestros días [Francisco, por ejemplo], tan lejanos de los veterotestamentarios con hacha en ristre para talar. Con Jesús de Nazaret, con nosotros que confiamos en él, el perniquebrado curará, el vacilante será fortalecido y el raro será normal, y es que el Año de Gracia (Lc 4,19), se ríe, como la misericordia del juicio (St 2,13), de la inventada gehena de fuego eternamente ardiente, y se ofrece a raudal, sine die, a tope, rebosante de reconciliación y complicidad, sin hacer distingos, porque su entraña es la ternura, la justicia y la solidaridad sin condiciones: y es que Dios es fiel. Pongamos cuidado de no hacer de la opción categoría o un modus vivendi que, con el desprecio, deviene pernicioso. 

2 comentarios en “RECUPERAR LA ORIGINALIDAD DE LA PALABRA

  1. Maria Garrido dijo:

    Muy bien dicho y explicado…es la relacion con Dios que busco, la de los hermanos, es el rostro que la iglesia debe ofrecer…trabajemos todos en ello.

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